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José María Ruiz-Mateos, en la hoguera

La caída de Rumasa, después de la famosa aunque inédita circular del Banco Popular, el séptimo de los grandes, no ofrecía dudas para ningún banquero, excepto para el propio Ruiz-Mateos, quien seguía comprando vorazmente e inyectando optimismo a su gente y al público. Iluminado por su gigantesco proyecto personal de crecimiento y/o forzado por la necesidad piramidal de obtener liquidez para sobrevivir, el intrépido jerezano era capaz de persuadir al más pintado de las ventajas de una compra arriesgada. Aún hoy, es dificil distinguir en qué porcentaje Ruiz-Mateos actúa como comediante o se cree verdaderamente la comedia.En más de una ocasión, Luis Valls, a quien el heterodoxo y gran solitario de la banca había recurrido, en última instancia, para pedir consejo profesional o consuelo espiritual, le recomendó que entregara los bancos de Rumasa al Fondo de Garantía de Depósitos si quería seguir actuando "a su manera".

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Para Ruiz-Mateos era demasiado tarde. "No puedo separar bancos y empresas porque todo garantiza todo", solía decir el rey de la abeja, quien, en ráfagas de lucidez, no descartaba del todo la idea de ordenarse y ajustar su imperio a la realidad para ser aceptado algún día por la tribu bancaria. Pero su peculiar manera de hacer negocios, de enorme éxito hasta 1978 -hasta que la crisis financiera adelantó a la crisis industrial, con altos tipos de interés crecientes e inflación descendente- le fue alejando dramáticamente de los grandes.

Las cartas, los cortejos y favores que este nuevo rico dirigió a los banqueros de postín resultaban patéticos, sobre todo. en la última etapa. Se apartaban ostensiblemente de él como de un leproso o, mucho peor, como de un hereje. No compartían su doctrina. Durante la expansión todos hicieron lo mismo. Al llegar la crisis financiera todos se ajustaron dolorosamente a ella, desviándose del camino especulativo anterior; todos menos Ruiz-Mateos quien, por continuar pertinazmente en la misma línea y en solitario, le acusaron de "desviacionista".

En un esfuerzo final por ser aceptado e integrado en el sistema, Ruiz-Mateos lanzó al agua su salvavidas y llegó a afrecer a cuatro de los grandes el mismísimo Banco Atlántico, la perla de Rumasa. Incluso sentó a comer en su inesa, a José María Aguirre Gonzalo, presidente de Banesto, y a Emilio Botín, presidente del Banco Santander. Pero su soledad era extrema. Insistía e insiste, desde Londres, en las coordenadas de su negocio: confusión de recursos ajenos, como si fueran propios, y su peculiar concepto jerezano del valor, casi de reposición, que da a sus bienes.

"¿Cuánto costaría hoy día construir Galerías Preciados en la plaza de Callao o los hoteles o las bodegas o las fábricas... de Rumasa?, dime, ¿cuánto costaría?", pregunta apasionadamente el outsider (fuera de juego) paseando por Holland Park en Londres. "¿Cuánto costaría", le repliqué, "construir hoy día la catedral de Burgos o el acueducto de Segovia?". La discusión sobre el valor de uso o el valor de cambio de los bienes puede hacerse interminable con éste iluminado, genial y arbitrario creador del imperio económico más grande de España. No le importa la rentabilidad, lo que producen las cosas, sino la liquidez y el valor que los bienes tienen para él, no en el mercado libre, sino en caso de reposición, como si hubiera que construirlo desde cero.

Nadie pudo convencerle de su peligrosa desviación, dicen los banqueros. Si Ruiz-Mateos hubiera sido un simple pirata o un delincuente, como muchas veces le ha juzgado el Gobierno -en proporción directa a su inseguridad jurídíca sobre la expropiación- o los propios medios de comunicación, hubiera negociado o sacado reposadamente mejor tajada de su crisis, opinan sus escasos defensores.

Pero, en los últimos dos años, era más iluminado que comediante. Y el frágil Gobierno de UCD, que sustituyó al vicepresidente Fernado Abril Martorell, alentó con su ambigüedad o permisiva complicidad la incipiente megalomanía de Ruiz-Mateos: le permitieron y alentaron las compras de Galerías Preciados, Sears, Fidecaya, Vitricerámica, etcétera.

Fernando Abril llamó un día a cápitulo al presidente de Rumasa y le dijo que nada de nuevas compras, que saneara y consolidara el grupo. Ruiz-Mateos asintió a todo, pero escapó a la prohibición de Abril Martorell sumergiéndose y escondiendo abejas. A partir de ese momento, comenzó a crear la Rumasa B o sumergida.

Hasta 1978, las cifras muestran que no lo hizo tan mal. Al menos, da la impresión de ir como los demás. El 31 de diciembre de 1977, el valor de la cartera de empresas y bancos de Rumasa, SA, era de unos 100.000 millones y dos años después, en 1979, pasa razonablemente a ser de 118.000 millones de pesetas. En 1979 ya le ha herido la crisis de baja rentabilidad del activo y alto coste del pasivo. Su cartera sólo le produce entonces 340 millones; es decir, los activos (bienes) le rinden el 0,3% y los pasivos (créditos) le cuestan el 18%. "No importan las pérdidas", piensa Ruiz-Mateos, "porque si yo vendiera todo lo que tengo..." En 1979 la crisis de Rumasa era manejable y razonable. A partir de ahí empieza su verdadera carrera a lomos del tigre. En tres años de agravamiento acelerado, el valor de la cartera de bancos y empresas en Rumasa pasa de los citados 118.000 millones en 1979 (76.000 de bancos y 42.000 de empresas) a 238.000 al 31 de diciembre de 1982 (123.000 de bancos y 115.000 de empresas). Y en una noche de desesperación acelera el pedal de las revalorizaciones y decide aumentar su activo en 300.000 millones a costa de un peculiar Fondo de Comercio de la Cartera. Al conocer esta decisión, los contables han comenzado a pensar más en el error del hereje que el crimen del pirata.

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