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Violencla y balompié bajo la Cruz del Sur

El próximo domingo, ni tampoco mañana jueves, no se celebrarán partidos de fútbol en la República Argentina, pero no tanto por respeto al comicio que además es obligatorio, como por la necesidad de proteger los colegios electorales. Si se celebraran los partidos, la temible guarda de infantería de la policía federal permanecería encerrada en las canchas repartiendo palos entre las hinchadas, sin poder contribuir a la vigilancia del orden público en las calles.

Para un observador ajeno al incomprensible fenómeno de 22 varones adultos, en edad laboral, disputando con frenesí una pelota como si les fuera la vida en ello, la contemplación de un Boca-River en cualquiera de sus dos estadios porteños es uno de los espectáculos más sugerentes que puede ofrecer una ciudad como Buenos Aires, tan llena de ellos. Incluso ayudan a la fluidez de la adrenalina, pero no por las extrañas emociones (presumiblemente de orden sexual) que, a lo que se ve provoca en las masas la introducción de un balón en un reducto contra el deseo de quien lo guarda, sino por la necesidad de guarecerse tras los árboles o bajo los automóviles de la lluvia de balas con la que, a la salida de los encuentros, quienes se sienten perdedores acogen a los que se tienen por ganadores.Tras el Boca-River del último miércoles (1-0), las barras bravas del segundo emboscaron a los seguidores del primero desde furgonetas tácticamente apostadas en las calles aledañas, recibiéndolos primero con cócteles molotov de excelente manufactura y, de inmediato, con fuego cruzado y graneado del calibre 38. Alberto Taranto, de 23 años, paradójicamente hincha del River, excombatiente de las Malvinas, de donde regresó ileso, cayó muerto, con la caja craneana estallada, tras recibir un disparo entre las cejas; otros cinco espectadores del partido yacen en las unidades de terapia intensiva, todos con heridas de bala en la cabeza o en el tórax, a la altura del corazón.

La Asociación de Fútbol Argentino se reunió con urgencia y estuvo en trance de suspender su campeonato hasta pasadas las elecciones, por el temor de que la sangrienta emboscada fuera atribuible a móviles políticos. Una vez comprobado con alivio que el tiroteo fue exclusivamente deportivo, no se adoptó decisión alguna y continuarán los encuentros, que ya han deparado cuatro muertes violentas en los últimos 12 meses. Pero no esta semana.

En enero, un paraguayo de 18 años también caía abatido de un disparo, después del encuentro Quilmes-Boca, y otro muchacho de 17 años pereció aplastado por la masa humana que huía de los disparos. En agosto, una de las barras bravas del Boca decidió bombardear, en el más literal sentido de la palabra, las gradas contrarías con bengalas de socorro naval, que cruzaban espectacularmente el terreno de juego, sembrando el pánico, y las cuales provocaron la muerte de otro espectador, alcanzado en el cuello por un proyectil incandescente.

Las 'barros bravas'

Las respectivas hinchadas, conformando barras (grupos) más o menos bravas llegan a la cancha con bombos, silbatos, matracas, carracas, banderas, estacas, armas blancas, cadenas, puños de hierro, rompehuesos, muñequeras de púas en menor medida, con pistolas, revólveres, cohetes de señalización o bombas de fabricación casera. Y la competición de las barras, sus estribillos exultantes o insultantes, sus masivos movimientos sincopados, toda su estruendosidad, ofrecen al observador un espectáculo infinitamente más sugestivo que el de las triviales carreras en el otro terreno de juego.

No sólo el campo de hierba se encuentra separado de las gradas mediante alambradas, sino que todo él está compartimentado con tela metálica para evitar que grandes concentraciones de hinchas enfrentados se asesinen en demasía o con excesiva crueldad. Junto a las separaciones metálicas y entre las barras bravas más numerosas toma posiciones la guardia de infantería: tropas distinguidas de la policía federal, mocetones, inmensos con casco de acero, botas de paracaidista y vergajos de metro y medio cubiertos desde las alturas de la cancha por camaradas armados, con lanzabombas de humo y de gas.

Durante el último Chacarita-Atlanta, la barra brava visitante arrolló a la infantería policial cual si estuviera reclutada entre alfeñiques, hizo desaparecer como mondadientes las indestructibles verjas, metálicas y, al caritativo grito de "¡vamos a matar a esos boludos!", aquella marabunta se arrojó sobre los hinchas locales. Acabó entrando al campo la caballería federal, en un pandemonio de humaredas, gas lacrimógeno, gritos, carreras, heridos y presos.

La violencia parece inherente, al balompié argentino y, en cualquier caso, con toda probabilidad sólo las canchas porteñas ofrecen una representación pasional tan abigarrada, colorista, musical, feliz e infantilmente malvada. Por hacer honor a la verdad debe explicarse que el observador no asistió a un encuentro de balompié hasta encontrarse en el Cono Sur, y acaso en otros hemisferios las cosas resulten parecidas, aunque el sentido común y la lectura de los periódicos indican que no es demasiado probable. Sea como fuere, parece claro que, al menos en Argentina, los denodados esfuerzos y sudores de los 22 varones que corretean por el césped tienen un interés relativo: lo que importa de cada encuentro es el sufrimiento y la humillación de los hinchas que patrocinan al equipo perdedor.

En un clásico Boca-River (un Boca arrabalero y populista y un River elegante y rico) las pasiones se desatan como no pueden sospecharlo los espectadores de un Atlético-Real Madrid y, sin duda alguna, el auténtico duelo, el que importa, el que de verdad se dirime, se produce en las gradas entre las hinchadas, a cuenta de las evoluciones subalternas de los que patean la pelota. Y lo importante no es la alegría de ganar, sino la satisfacción de contemplar la derrota del adversario.

La dificultad estriba en dilucidar si esta actitud es heredada de los usos y costumbres de la política o es ésta la que la recibe de las violentas canchas argentinas. Porque, desde luego, entre el triunfo propio y la derrota de los radicales, un peronista siempre hallará mayor satisfacción en lo último. Y los radicales no están lejos de los mismos y oscuros sentimientos. Por eso las hinchadas vencidas, conscientes de que su malestar alimenta el gozo de sus enemigos, caen en el frenesí de intentar exterminarlos fisicamente. Porque para qué nos vamos a engañar: el único dolor insoportable es la sonrisa de quien nos infiere la derrota.

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