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Reportaje:

Manoli Ruiz, la pintora que fue a morir al cementerio de Puente Genil

La muerte de Manoli Ruiz, encontrada el pasado jueves colgada de su propia blusa en la cruz del portón del cementerio de Puente Genil, y que escribió en el suelo con su propia sangre el nombre de su amado Diego, parece que ha sido un suicidio. Así lo dejan entender el juez instructor de Aguilar de la Frontera, que entiende el caso; el propio juez de distrito de Puente Genil, que instruye delegadamente las diligencias previas, y el del equipo de la Guardia Civil que investiga las circunstancias de la trágica y espectacular muerte de Manoli pintora, de 41 años, soltera y de una rica y conocida familia.

A las 13.55 horas del pasado jueves, día 13, Manoli Ruiz Aguilar tomó el Talgo en la estación de Atocha de Madrid con destino a Puente Genil, en la provincia de Córdoba. Entre sus ropas se encontraría más tarde el billete. Desde hacía un año residía, con dos amigas, en un apartamento de la calle de Alcalá. Cada 15 días, generalmente los fines de semana, viajaba a su pueblo para visitar a su anciana madre, en quien fijaba su extraordinaria necesidad de cariño. En Madrid trataba de ampliar sus iniciales estudios de pintura, y últimamente preparaba una exposición de sus cuadros en la Casa de Córdoba. Amigos personales de tertulia en el café Gijón -el pintor Aurelio Teno y el periodista de TVE José Manuel Salgado- la ayudaban en sus proyectos y compartían sus horas de asueto.El tren llegó a Puente Genil a las 20.10 horas. Al bajar del mismo, saludó y besó -"un tanto distraída y apresuradamente" a una conocida que esperaba en el andén a otros viajeros. Ésta, residente en una casita, antiguo estanco, frente a la propia estación de ferrocarril, recuerda que Manoli "descendió sin equipaje alguno, sólo un bolso de mano; vestía un conjunto de pantalón vaquero color beis y sahariana del mismo color y calzaba botas enterizas, tipo campero". Cruzó la placita de aparcamiento ante la estación, atravesó la avenida en que ésta se encuentra y llamó a casa de unas amigas, hermanas del dueño de un pequeño bar que el jueves, como cada semana, estaba cerrado.

"Si hubiéramos estado aquí", señala Mari Cruz, una de las amigas buscadas, "quizá se hubiera evitado todo; lo extraño", añade, "es que regresara un jueves, porque ella solía acudir a ver a su madre cada dos sábados y pasaba aquí el fin de semana". La Guardia Civil de Puente Genil trató el domingo, infructuosamente, de confirmar la versión de un taxista que señalaba que alguien la vio entrar en otro de los tres bares de la estación, donde habría tomado una cerveza acompañada de un joven. "Ella se bajó sola", precisa la testigo del hecho. Desde esa hora hasta las 2.45 horas del viernes hay un vacío que las investigaciones no han podido llenar. Nadie sabe dónde estuvo ni qué hizo en esas casi cinco horas. No acudió a casa de su madre.

Poco antes de las tres de la madrugada del viernes, un taxista que circulaba hacia Aguilar de la Frontera la vio cruzar el puente que cruza la carretera de Córdoba, a un kilómetro de la población y a otro, aproximadamente, del cementerio, situado en la dirección de su propia marcha. "Debió de estar dando vueltas por el campo, porque sus botas estaban con una espesa capa de polvo", apuntó uno de los guardias civiles que acudieron al requerimiento del sepulturero. Éste, Antonio García Gómez, la encontró "de pie, con los brazos descansando en la cancela, de cara al interior. Pensé que estaba esperando que abriera, porque estos días en que se acercan los santos viene mucha gente a arreglar las tumbas de sus padres".

"Lo que no entendemos es cómo siendo noche de poca luna pudo, sin usar cerillas -que llevaba, pero no empleó-, realizar todas las manipulaciones que hizo para escribir con sangre", comenta otro guardia Civil. La tapia del cementerio que discurre al final del camino se ensancha y marca una plaza en la que se abren dos cancelas, correspondientes a los dos patios del camposanto. En la esquina de la tapia del primero de ambos patios, el de San José, presuntamente, Manoli fracturó sus gafas, con cuyos cristales se hizo unos cortes no muy profundos en ambas muñecas. Unas gotas de sangre marcaban los dos metros desde la esquina al lugar en el que en un pequeño hoyo se acumuló la sangre.

Diego

Mojando en ella los dedos índice y medio de su mano derecha, trazó en letras perfectas un nombre, Diego, y dos letras ininteligibles más. "¿Cómo pudo encontrar el pequeño hoyo en el suelo, en la oscuridad?" se pregunta el guardia civil, tratando de apurar cualquier posibilidad nueva, no obstante todas las evidencias de suicidio. Debió de quitarse la sahariana, desvestirse la camisa y volverse a poner la primera prenda. Con la camisa haría un nudo corredizo y, situada bajo la cruz de hierro que centra la cancela, cuyo árbol apenas dista 1,60 metros del suelo, se aupó para apoyar los pies en los hierros que enmarcan el friso inferior de chapa. En ésta estaban señaladas las huellas de sus botas, posiblemente marcadas al gatear de frente. Una huella, presumiblemente vieja, de una bota distinta, de tacos, no ha sido aún explicada. Se piensa que, una vez colocada a la altura de 70 centímetros, tras enganchar la camisa en la cruz de hierro se dejaría caer bruscamente.

Cuando Antonio García, el sepulturero, acudió a las ocho de la mañana al cementerio, los pies de Manoli no sólo reposaban en el suelo, sino que incluso sus rodillas estaban un poco flexionadas, mientras que la camisa, convertida en soga de ahorcado permanecía tensa anudada a su cuello y a la cruz de la cancela.

"No se extrañe que estuviera de pie", explica el forense, Diego Álvarez de Aguilar, quien añade: "Yo he visto a suicidas que han muerto sentados. Cuando la voluntad de morir es firme, el suicidio se consuma. Pensamos que debió de descolgarse bruscamente y que esto le produjo la paralización súbita del riego sanguíneo y la inmediata pérdida del conocimiento, falleciendo por asfixia". El cuerpo no mostraba señal alguna de violendia.

Las contradicciones

La laguna de tiempo, la oscuridad del lugar, el hecho de morir de pie, las aparentes contradicciones físicas, vienen a potenciarse por otra también aparente contradicción piscológica: la condición vitalista de la difunta, puesta de manifiesto por todos los consultados. "Yo creo que Manoli no se ha suicidado; eso es un cuento chino", afirma su amigo José María Salgado, que desde Madrid indaga telefónicaménte datos sobre el suceso. Pero los antecedentes recogidos sobre su personalidad parecen afirmar su condición de enferma, afectada de una psicosis paranoide por la que ya había estado en tratamiento con el psiquiatra cordobés José Aumente.

"En efecto, me visitó, un poco a regañadientes, llevada por la familia, en el mes de enero; pero, por obvias razones de secreto profesional, no puedo revelar datos sobre su enfermedad". No obstante, expuestos los antecedentes de los datos alcanzados, el psiquiatra aceptó: "Ésos son los datos". Testimonios de sus propias amigas, recogidos en Puente Genil, confirman su paranoia y las alucinaciones de que era objeto.

Diego M., de unos 60 años, reside en unión de su esposa e hijos en el piso contiguo, a uno que Manoli transformó en estudio en Puente Genil, situados ambos, pared con pared, encima de la peña flamenca Fosforito, en una finca propiedad de la familia de la difunta. En varias ocasiones Manoli denunció su impresión de que encontraba abiertas las ventanas que ella dejaba cerradas y que alguien trataba de drogarla. Un día puso un candado suplementario a la cerradura de su piso.

Un conocido de ella, cabo de la Policía Municipal, atendiendo a sus quejas, acompañado de un guardia, franqueó cierto día su piso. La puerta la encontró, al abrirla, equipada con un tablón-trampa para caer sobre cualquier posible intruso, que casi les cae encima a ambos municipales. Aquel día, en un espejo situado frente a la puerta, un letrero escrito -ella reconocería haber sido su autora- estaba dirigido a Diego. Un día más tarde, en una segunda visita, la propia Manoli se había contestado a sí misma con carmín de labios. Este desdoblamiento esquizofrénico queda patente en las alucinaciones que Mari Cruz atestigua: "Creía estar viendo a Diego en todas partes: '¡Míralo, allí está!", y no había nadie".

Diego y su esposa rechazan cualquier relación: "Mire", dice ella, "bien está donde está, porque nos ha hecho la vida imposible". Diego M., profundamente afectado por lo que a todas luces le sitúa como fijación de un terror al que se confiesa ajeno, se siente abatido. Pulcro, hermético, de rubicundo rostro y ojos glaucos, asiste silencioso a la conversación en la que la esposa, airada, lleva la voz cantante: ,"Estaba loca y nos quería volver locos a los demás; ni muerta nos va a dejar tranquilos".

La confirmación de antecedentes llegó a media voz: "Como tienen dinero, lo han mantenido oculto; pero su padre falleció en el manicomio. Padeció manía persecutoria y afirmaba que cierto hombre lo quería matar; un día, en Lucena, le cortó el cuello. Cuando lo juzgaron, lo encerraron en el manicomio y allí murió".

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