Todos contra el Estado
El viejo solar ibérico se está llenando de voces de tribu. Habíamos soportado, las desorganizadas arbitrariedades de una centralización política ordenancista y miope durante décadas de represión y sueño, y de pronto, al socaire de las autonomías, se nos ha desatado una vocación cabileña de volver a los gremios y los reinos de Taifas. No podemos cantar el himno de todos los españoles, porque no existe una letra del mismo, pero, en cambio, nos hemos empeñado en una carrera de himnos, banderas, estatutos y escudos autonómicos que evocan las imágenes pintorescas de un torneo medieval. ¿Es ese el camino para salir de la mayor crisis de la posguerra? ¿Se ha acabado en este país la conciencia crítica?Los españoles hemos votado una Constitución que configura un Estado de las autonomías, como forma política de organización y distribución territorial del poder, dentro de la nación española, la única que ha tenido realidad política y proyección histórica, si damos a las palabras su dimensión exacta. Si queremos jugar con los conceptos y servirnos de palabras emotivas para dar salida a nuestros deseos insatisfechos, entonces podemos decir -sin que ello suponga catástrofe alguna- que en tal o cual comunidad autónoma "somos una nación", desde los días de Wifredo el Piloso o de don Pelayo. Después de todo, en su origen la palabra nación sólo designaba la agrupación de estudiantes de cada país en una universidad cosmopolita. Pero el concepto de nación, tal y como ha tenido proyección en la historia moderna, como Nación-Estado, sólo puede referirse a España. Y además, la Constitución lo dice así expresamente. No es un invento de centralistas madrileños.
Ahora bien: una organización política que distribuye el poder entre el Estado central y las comunidades autónomas no es algo pensado para lograr la extinción del Estado. Para ese viaje los anarquistas ofrecen una vía más rápida, y Marx y Engels, propusieron la dictadura del proletariado, que logró justamente lo contrario. La Constitución española, que quiere descentralizar y distribuir el poder, no se propuso en ningún momento una nación acéfala, gobernada por una confederación de taifas. Eso significa, ni más ni menos, que el Estado central debe mantener una serie de competencias para que se puedan cumplir los fines señalados por la Constitución. Y no tiene sentido pensar que las competencias ejercidas por el Estado son retrógradas, autoritarias y nefastas, mientras las competen cias que corresponden a las comunidades autónomas son progresistas, democráticas y benéficas. Tal estupidez sólo puede ocurrírsele a quienes, incapaces de realizar lo que sus competencias les permiten, se dedican a pedir más de las debidas para justificar su fracaso con el agravio de los centralismos que no transfieren. Lo más preocupante, sin embargo, es que las diversas fuerzas políticas, presionadas por el electoralismo y los notables locales del partido, contribuyen a la ceremonia de la confusión autonómica, en vez de poner las cosas en su sitio. Que la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la LOAPA haya producido la misma gran satisfacción al señor Fraga que al señor Pujol es algo que sólo puede explicarse desde una posición electoralista estrecha, a la rebatiña de votos.
Por cierto, lo que está pasando con el Tribunal Constitucional es muy curioso. No sólo en los ambientes de las comunidades autónomas, sino también en los medios de Prensa y entre las fuerzas políticas se produce una gran satisfacción cada vez que el alto tribunal da un palo al poder central. No me refiero sólo al Gobierno, que sería explicable, sino también al Parlamento. Que una serie de diputados se sientan felices por la desautorización que el Tribunal Constitucional hace de una ley es algo inaudito, pero aún lo es más si el tribunal en cuestión parece querer vedar al Parlamento la interpretación de la Constitución, reservándosela en exclusiva. Esos mismos diputados, tan poco conscientes de su misión, dejan al Parlamento en situación deplorable cuando, antes de que se discuta o apruebe una ley -como es el caso de la del aborto-, anuncian que la discusión parlamentaria les trae al fresco, porque sus grandes esperanzas radican en que el Tribunal Constitucional diga lo contrario del Parlamento. Por esa vía corremos el riesgo de sacralizar al tribunal, convirtiéndolo en una especie de Sanedrín divino del que emanan sentencias infalibles e inapelables que no se pueden discutir. Estamos viendo todos los días cómo se califican de disparates y de disposiciones totalitarias, logradas con el "rodillo de la mayoría mecánica parlamentaria", a muchas leyes del Parlamento y, en cambio, lo que dice el Tribunal Constitucional se considera como una acertada
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Todos contra el Estado
Viene de la página 9emanación de la sabiduría jurídico-política, que no debe discutirse. Por supuesto, el Tribunal Constitucional es un órgano importante de nuestro sistema político, y debe tener la última palabra en cuanto a la interpretación constitucional y demás competencias propias, pero la representación de la voluntad popular corresponde a las Cortes. Que el Tribunal Constitucional sea independiente no significa que sea soberano, ni que sea infalible. Además, puede existir una democracia sin Tribunal Constitucional; lo que no puede existir es una democracia sin un Parlamento elegido por sufragio universal, libre y secreto. En cualquier caso, resultaría aberrante convertir al Tribunal Constitucional en una tercera Cámara, paralizadora de las decisiones del Congreso y del Senado, si se empieza a poner de moda y se abusa del "recurso previo de inconstitucionalidad". En ese caso, lo que debe hacer el Parlamento es revisar la ley correspondiente y procurar que no se olvide dónde reside la representación de la soberanía popular.
Ese olvido está propiciado por la expansión del espíritu autonómico, en todos los órdenes. Aquí todos queremos ser autónomos: profesores, jueces, médicos, militares, registradores, curas... Y da lo mismo que se trate de funcionarios o de canónigos: lo progresivo es que nos dejen autonomía total para nuestra actividad, y que el Estado pague. Nuestra utopía de futuro parece ser una organización gremial autónoma, en el mejor de los casos dependiente del Rey, y después, "del Rey abajo, ninguno", salvo para pagar. Porque en eso hay unanimidad. Aquí todo el mundo parece estar en contra del Estado; a todos les parece funesta su intervención y sus competencias, pero todos pretenden que les resuelva sus problemas. El Gobierno de Madrid debe sufragar cuantos Saguntos, pedriscos, Hunosas, bancas catalanas, riadas, Renfes y pertinaces sequías se presenten. En cambio, no debe intervenir ni reglamentar esa ayuda.
Ahí tenemos, sin ir más lejos, a los curas. La Iglesia proclama, ahora, su independencia del poder civil. Eso está muy bien, lo dice la Constitución, y ya iba siendo tiempo de acabar con el nacionalcatolicismo y el Estado confesional. Los obispos están en su derecho para opinar como quieran sobre el aborto y para hacer catecismos como estimen oportuno. Pueden comparar el aborto con el terrorismo, y hacer otras declaraciones memorables: es lo suyo, y baste recordar cómo declararon cruzada la guerra civil. Pueden también proclamarse defensores a ultranza de la vida, a la que todos tienen derecho, después de haber pasado una parte de su historia quemando herejes y justificando la pena de muerte. Pero no es razonable que pidan al Estado que les pague esa independencia para arremeter contra las disposiciones y los acuerdos del Gobierno y del Parlamento. Con ese planteamiento, el Estado tendría también que pagar los catecismos de ETA, para proteger la libertad de enseñanza y la libertad de expresión. Y no se alteren los señores obispos ni las damas de las congregaciones pías por la comparación con una organización asesina, pues las damas y los señores obispos llaman, sin más, asesinos "que quieren matar a Nacho" a los legisladores que han despenalizado el aborto.
En España necesitamos un baño de sinceridad y coraje. Es preciso que las cosas se digan con claridad, sin eufemismos, olvidándonos por algún tiempo de las elecciones. Un Estado moderno es algo muy complejo, que no permite, sin grave riesgo, miopías provincianas ni granujerías de gremio. Hay que poner coto a la estupidez en marcha. Cuando en una reunión de españoles algún descerebrado pida traducción simultánea a su lengua vernácula, como ya ha ocurrido, debemos decirle que es un imbécil y que por ese camino no iremos a parte alguna. Si queremos potenciar el desarrollo de las comunidades autónomas, no podemos hacerlo con un Estado desvencijado al que todos reclaman y ninguno quiere servir. En una marea de burocratización creciente, hace falta poner los medios necesarios para evitar la tendencia al control absolutista de leviatán, pero dejando en pie una organización capaz de impedir el imperio de los egoísmos y los caciquismos locales o autonómicos. Porque si leviatán es indeseable, peor puede resultar una bandada de cernícalos.
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