La puesta al día del santoral
La canonización de las criaturas de Dios es asunto complejo y no poco dado al misterio, pudiera ser que casi por necesidad esencial, y resulta harto reprobable, por consiguiente, el que sea asunto tomado a befa y mofa, o a cachondeo y choteo, por las revistas de la vagina (ya se sabe, antes del corazón), para solaz y mejor deleite de las amas de casa en espera del maná del cielo o, al menos, del seguro de paro. Antes, el santoral se regía por pautas más serias y puntuales, pudiera ser que porque los signos de la santidad caían por su propio peso. Antes, a los candidatos a la canonización se les exigían mañas muy concretas y evidentes, y así sanaban leprosos y paralíticos, resucitaban muertos, remediaban hambres, expulsaban demonios lascivos y devoradores del pudor o erradicaban pestes, según sus aficiones y oportunidades, supuestos todos que simplificaban no poco el posterior legajo administrativo. Cuando quien va para santo se ajusta al ortodoxo canon mágico y milagrero y obra en consecuencia, ni el más hábil. y sutil abogado del diablo acierta a encontrar los defectos de forma suficientes para quebrar el culto que se le debe. Pero ahora, con el relajo de las -costumbres y la confusión -cada día que pasa más evidente- entre libertad y libertinaje, nada de eso nos vale. (Porque no quiero adornarme con plumas ajenas, aclaro que lo que queda dicho es de Donoso Cortés y viene en derechura de Quintiliano: a eso que algunos llaman libertad, otros- nombran licencia.) Ahora, en nuestro evidente declinar, incluso los santos empiezan a lucir nombre y dos apellidos, con lo que la clase santa desmerece y pierde carisma e incluso trapío. ¡Pues no hay poca diferencia entre san Pedro o san Pablo o el apóstol Santiago Matamoros, pongamos por caso, y san Ciprianomaría, todo junto, Gómez Trijueque y Arevalillo del Puy, dicho sea sin ánimo de señalar. El que los santos tengan que llevar cédula de identificación y lucir cuniculum vitae es algo que tan sólo puede conducir a la herejía albigense.Esa confusa situación ha llevado al obispo monegasco, hombre de finos modales y estómago probablemente agradecido, a aventurar la próxima beatificación de la princesa Gracia de Mónaco, de soltera Grace Kelly. La beatificación es un grado menor que la canonización y, por tanto, menos dado a los rigores procesales, pero también significa, sin la menor duda, un paso adelante en el escalafón que conduce a la dignidad celestial, lo que quizá justifique el uso de la prudencia.
El argumento del purpurado proponente resulta harto peligroso, ya que, dado que la princesa suscitó en vida no pocas simpatías, éstas podrían virarse ahora en veneración y, con el tiempo por medio, dar pie al inicio del proceso beatificante. El obispo utiliza, por añadidura, los medios propios de la época, y sugiere que se forme un comité promotor capaz de mover la idea en el Vaticano. La conjunción de las simpatías principescas y el lobby vaticanista augura los mayores éxitos a la empresa, y supongo que, a poco que se dé publicidad al asunto, los milagros caerán solos y de por sí.
Quisiera hacer patente lo rebuscado de estos argumentos, a fin de preservar los méritos de las santidades tradicionales o, en caso de que tal empeño me resultase inútil, reivindicar los de otros santos más locales, prosaicos y plebeyos. En mi familia -lo conté cien veces- tenemos un beato, fray Juan Jacobo Fernández de Montenegro, hermano de mi bisabuela Rosa; no hay forma de que lo hagan santo, aunque por tierras de Orense, su país, le llamen ya el santo Fernández.
Si lo que hace falta para que la santidad se produzca es una conjunción de simpatías, veneraciones eventuales anticipos milagreros, quizá hubiera que husmear y aun que hozar en un terreno más propicio a la pasión amorosa, la ceguera pasional y la fe en las fuerzas sobrenaturales: el del fútbol, también llamado balompié a orillas de las corrientes cristalinas del olivífero Betis (Cervantes). ¿Acaso la trayectoria de un equipo como el Barça no justifica con holgura el ir iniciando el expediente para canonizar a Maradona en espera del día, confiemos en que suficientemente lejano, de su paso a una muy improbable mejor vida? ¿Y qué decir, en otra órbita de merecimientos, de Pepe Hillo, de Friscuelo o de Joaquín Rodríguez, Cagancho? ¿Puede imaginarse mayor milagro que el que supone que el Barça triomfant gane hoy la Liga o que Rafael el Gallo acabara -ayer una corrida sin dar la espantá y tirarse de cabeza al callejón? Si, de acuerdo con el criterio del obispo, los santos, deben venir de nuestro tiempo histórico, se me hace más evidente como signo de nuestro propio instante el Camp Nou o la plaza de las Ventas que una corte al estilo de la monegasca.
La santidad, como el heroísmo, flota en un aire misterioso que ha interesado a los especialistas en las precisiones éticas, como J. O. Urinson, por ejemplo.
Si lo moralmente deseable es lo que tiene que convertirse en nuestro espejo de actuación, nos encontramos con la paradoja de que la santidad se convierte en una exigencia o, alternativamente, en un acto inmoral. El hecho de exigir al ciudadano de a pie -al hombrecillo preocupado por sus trienios, por la diarrea del nene, la histeria de la cónyuge y las letras del coche aún por pagar- una santidad elevada al paradigma de Sissi emperatriz puede acarrearle muy graves secuelas. O el rápido despeñadero hacia el jacobinismo que puede iniciarse al declarar inmorales a las princesas.
Afortunadamente, todo queda por ahora en una idea lanzada con la obvia intención de servir de globo sonda. Es el momento, pues, de combatirla, y para ello, quizá, no haya mejor arma que la de la proliferación de candidatos a la santidad. Entre nuestros personajes afines a la jet-set pueden encontrarse ejemplares sumamente conseguidos y capaces de dar la réplica al propio Gotha. Tenemos bien cerca de nosotros mozas y ex mozas, quizá un tanto ajadas pero aún bravías, que en tiempos idos suspiraban por ser elevadas al rango que les hubiera permitido poder dedicarse a las obras de caridad. Tan sólo habría que poner un cierto empeño en evitar los suicidios tendentes a aliviar los trámites, porque las autoridades eclesiásticas miran con mucho tiento lo de la vida y la muerte.
Puede que esté ahí la trampa que separa a las princesas de los plebeyos: no va a ser cuestión de ir estrellando folclóricas, Jaguares, Bentleys y BMW de la serie siete, cargados de folclóricas, toreros y futbolistas, sin una mínima confianza en el éxito y sólo por el placer de la experimentación. La ciencia pura resulta demasiado cara, según es bien sabido, y los españoles tampoco estamos para meternos en mayores gastos.
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