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¡Tú la llevas!

Fernando Savater

Uno de los fenómenos más característicos de las sociedades humanas consiste en lo que pudiéramos llamar mentalidad acusatoria o conciencia fiscal. De ella derivan las persecuciones religiosas o ideológicas, la intolerancia, pero también probablemente la cohesión del grupo y su propia identidad simbólica. Por supuesto, no se trata de un rasgo característico exclusivamente de la modernidad -todo lo contrario-, pero es ahora cuando ha despertado particular interés histórico y antropológico. La lucidez de Elías Canetti no lo olvida en su complejo y desigual, Masa y poder. Karl Popper y León Poliakov le han dedicado particular atención, pero quizá sea fundamentalmente René Girard, en su libro El chivo expiatorio, quien plantea con mayor nitidez el problema. La mentalidad acusatoria o conciencia fiscal consiste en la necesidad, no sólo individual (psicológica), sino especialmente colectiva (institucional), de hallar responsables personales y voluntarios de todos los sucesos negativos que afectan a la comunidad. Tras cada desastre se adivina una mano aciaga y en cada momento de relativa bienandanza se detectan los complós que pretenden ponerle fin. Todo grupo humano organizado posee lo que Franco llamaba "sus demonios familiares", que cumplen una misión supuestamente subversiva, pero en realidad catalizadora y aunadora. Las sociedades se definen frente a mucho antes que junto con o para.La variedad de chivos expiatorios que ha conocido la humanidad es literalmente inagotable: desde los cristianos, a los que se achacó el incendio de Roma, pasando por los judíos, a los que se culpó de la gran peste europea de finales del Medievo (y después de tantas otras cosas) o los católicos, cuya inspiración se adivinaba tras cada perturbación social dela Inglaterra isabelina, hasta llegar a los jesuitas, los masones, los comunistas, los anarquistas, el Opus Dei, el terrorismo, las multinacionales, etcétera. La conciencia fiscal se apoya en dos principios incontrovertibles, que asume con una fe plenamente religiosa: primero, el de que todo lo que sucede ha sido previsto y querido por alguien o, al menos, podía haber sido evitado por alguien (nada ocurre en vano); segundo, el de que los beneficiarios o interesados más o menos directos en determinado suceso son responsables siempre que éste efectivamente acaezca (busquemos al que saca provecho y tendremos al culpable). A fin de cuentas, se trata de una versión laica de la antigua confianza en la providencia divina, sin cuyo consentimiento no cae ni una hoja del árbol ni un cabello de nuestras cabezas. La voluntad de Dios es insondable, y discutirla constituye blasfemia; pero quizá la divinidad se ha visto ofendida por determinado pecador cuya malicia haya atraído su castigo sobre el pueblo, por lo que debe ser inmolado para reafirmar el viejo pacto... Los grupos milenaristas de todo cuño tienen su propia perspectiva del asunto: cada uno de ellos se siente depuesto de una primigenia Edad de Oro por una conspiración universal de muy precisamente imprecisos fautores -judíos, masones, agentes del KGB, los ricos, los imperialistas, etcétera-, que han conseguido con sus artes literalmente diabólicas (en el fondo, la culpa de todo la tiene la serpiente del Jardín) desahuciarles de la morada del Padre.

Según ha señalado con insistencia René Girard, la mentalidad persecutoria deriva del carácter mimético de los deseos humanos; es decir, la irresistible inclinación de los hombres a no apetecer más que lo que ven apetecido, y por tanto, a detestar también de modo unánime. Fue el insigne Spinoza quien, en la parte tercera de su Etica, estableció por vez primera el papel de la mimesis de los afectos en la sociabilidad humana (y es curioso que Girard no mencione este precedente). Según Spinoza, la imitación de los efectos permite la sociabilidad humana y a la par obstaculiza su armonia:gracias a que todos queremos lo que vemos querido y aborrecemos lo que suele aborrecerse, la vida en común resulta semiespontáneamente pautada; pero al querer lo que los demás quieren, si el objeto apetecido no puede compartirse, los intereses entran en colisión y se producen hostilidades, enfrentamientos y frustraciones. Estas tensiones pueden desembocar en la destrucción por la violencia de la comunidad si no logran ser canalizadas hacia algún estereotipado enemigo común, que es quien desempeña el papel necesario de obstaculizador primordial de los deseos en competencia. La irremediable frustración de los más se atribuye a la influencia negativa de este cortocircuitador imaginario de los apetitos simétricos en liza. La historia de las colectividades es la de sus chivos expiatorios: Girard la rastrea más o menos convincentemente a lo largo de la mitología pagana, y cualquiera puede adivinarla, trivializada, en el juego infantil de la gallina ciega o en ese -¡tú la llevas!" que marca de infamia a quien ha sido tocado hasta que logra pasar el baldón a otra víctima...

Pero se replicará que, en ocasiones, tales pararrayos del odio popular son realmente culpables de las fechorías que se les imputan. Nada más cierto. Pero no por ello la mentalidad acusatoria deja de distorsionar la realidad, pues su verdadera finalidad no es remediar el mal causado, sino conservar y dirigir la unificadora capacidad de odio. La relación entre el transgresor individual y la colectividad que se abalanza sobre él está siempre falseada, pues se ve en ese chivo expiatorio un otro absoluto y no el reflejo del nivel colectivo. El perseguidor desconoce o niega el factor de corrupción de lo individual que todo sistema social implica, por la dosis de coacción y mimetismo conflictualizador que hasta los mejores de ellos comportan. Lo que menos cuenta en último término es la veracidad objetiva de la acusación planteada, pues toda responsabilidad es discutible vista desde fuera, ninguna carece de elementos que la reparten hacia las instancias institucionales vigentes y nunca le falta al acusado / acosado la posibilidad de defenderse diciendo, como el monstruo del doctor Frankenstein: "Soy malo porque soy desgraciado". En el marco culpabilizador de la conciencia fiscal, la conducta probadamente nociva no tiene ocasión de ser comprendida en sus raíces ni hay verdadero interés en que sea eficazmente contrarrestada, pues es más útil (según la lógica persecutoria) conservada y hasta potenciada como desafío latente.

Por lo visto, nos falta una mentalidad auténticamente posmágica y consecuentemente atea para enjuiciar los males colectivos. Tomemos el reciente ejemplo de las inundaciones catastróficas en Euskadi y Cantabria. Tras los lamentos de rigor por las pérdidas y las víctimas, cada cual comenzó a buscar culpables y a exigir cabezas: ¿cómo podría recomponerse el orden comunitario si no? Para unos, el Gobierno Civil actuó tarde; para otros, los meteorólogos do previeron lo que se avecinaba (o lo previeron, pero nadie les hizo caso). Colectivos ecologistas denunciaron la industrialización desconsiderada que ciega con sus detritus el cauce de los ríos y acaba con la vegetación: no se puede ultrajar impunemente a la naturaleza... Algunos, como Voltaire ante el terremoto de Lisboa, culparon a la propia madrastra Naturaleza, hasta el punto de que un obispo, siempre al quite, se creyó obligado a echar su cuarto a espadas en favor del bastante desordenado orden natural y sobre todo del emprendedor demiurgo, ahora más bien eminencia gris, que lo firma y sustenta (por cierto, que Dios ha pasado de ser una especie de Mussolini hebraico a convertirse en un discreto pero igualmente dictatorial Oliveira Salazar, aunque el tormentoso Wojtyla aparece dispuesto a volver al antiguo régimen). También hubo quien habló del castigo divino por los crímenes terroristas (explicación que no terminó de convencer a los santanderinos anegados) o quien reprochó a los medios de comunicación no haber informado con suficiente claridad y prontitud, etcétera. Lo peculiar de estas reacciones es su vocación de personalizar el mal, de no aceptarlo como algo sin propósito ni culpa, como puro fruto trágico del azar. Por supuesto, algunos, o todos -qué sé yo-, de los reproches formulados a diversas instancias jerárquicas de este mundo y del otro

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¡Tú la llevas!

Viene de la página 9tienen probablemente fundamento; quizá se pudieran haber tomado medidas para paliar o evitar la catástrofe, y muy aconsejable será, sin duda, que sean consideradas en vista a ocasiones futuras. Pero la conciencia fiscal no quiere tanto reparar el mundo como descargar la culpa sobre alguien y a partir de ahí edificar el orden social. Cree que sin culpables no puede haber sociedad: no hay frase más subversiva para esta mentalidad acusatoria que la simple y profundamente atea constatación de que, en último término, nadie tiene la culpa de nada. Cada concreto desastre puede ser en ocasiones remediado, y es bueno que con imaginación y energía se luche por remediarlo, pero a sabiendas de que la más humana de todas las catástrofes, la de estar siempre a merced de la catástrofe, la de padecer y gozar en lo azaroso (que no es lo necesario, ni lo natural), eso no hay dios -ni hombre- que lo remedie.

Tras las inundaciones, diversos testigos y víctimas salieron hablando por televisión para contar sus impresiones ante el terrible caso. Un señor repetía indignado: "¡Esto no puede ser, cada vez peor, así no podemos seguir!", no se sabe si culpando al Gobierno, al terrorismo, a la conjura internacional o al siglo XX, cambalache problemático y febril. El hombre se había creído lo de que el Estado es omnipotente -cosa que el susodicho Estado asegura implícitamente cuando le interesa y desmiente con triste sonrisa cuando no le conviene- y estaba dispuesto a reclamar a quien fuese, como el cliente quisquilloso que pidiera el libro de reclamaciones de un hotel cósmico. Luego habló un chaval, apenal adolescente, y con lumbre en los ojos describió la insólita belleza de la ciudad saqueada por las aguas, la cotidianidad refutada, los automóviles convertidos en piraguas locas chocando unos contra otros a merced de la torrentera... "La verdad es que me divertí muchísimo", concluyó, y verle para creerle. Inocente entre inocentes, asocial todavía, vivió el súbito apocalipsis como la hora más feliz de su vida.

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