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De la tristeza, el dolor y otras alegrías

"Sentir es pensar... temblando" (J. Bergammin)

La honda e ingenua sabiduría popular no establece diferencia entre pasiones o sentimientos, vive práctica y dramáticamente esta unidad primordial del hombre. Sin embargo, es necesario distinguirlos para comprender su realidad indivisible. "Dualista por monista", decía Sartre, pues sólo desde el análisis de las vivencias opuestas, de pasión y sentimientos, puede aparecer su identidad. Fórmula básica de la dialéctica real es esta oposición unida de los contrarios o dualidad implícita en la unidad que nos explica Heidegger en su Parménides.Consideremos, por ejemplo, la tristeza: ¿es un sentimiento o una pasión? Cuando nos recoge en el tierno ovillo protector de una suavidad pasiva y nos encierra en una concentración reflexiva es un sentimiento. Si es un ímpetu, un querer para recrearse en ella, es decir, si nos atrista, entonces es una pasión. Sin embargo, nada menos rico de pasión que un ser cuya tristeza le domina y no desea ni quiere nada. Pero si se refugia en ella para huir del mundo y de sus adversidades, la vive apasionadamente. A esté respecto, recuerdo la respuesta de un indio boliviano, recostado en la escalinata de un templo, al preguntarle "¿qué hace usted ahí?": "Estoy tristeando", quizá para expresar la dulzura reposante de la tristeza. También puede llegamos desde el mundo exterior y una palabra, un recuerdo,. sumirnos en ella. Keats la definió como un ataque que nos sorprende súbitamente, "sudden from heaven like a weeping cloud".

Pese a todas sus diferencias internas, vivimos la tristeza unitariamente como pasión y sentimiento, pues toda pasión es un sentir, un gozarse, y todo sentimiento, una pasión, un afligirse.

Por ello, puede ser placentera o dolorosa. La melancolía es su voluptuosidad, "le plaisir de la tristesse".(Víctor Hugo). Es un consuelo gozoso para el triste encenderse de una acariciadora melancolía, pero también puede hundirle en la miseria de la tranquila ociosidad, "ocultándonos la colina verde en un día de abril" (Keats). La melancolía no nos lleva nunca a una pasión desesperada, por más voluptuosa, querenciosa o tristísima que sea, ni nos priva de la quietud y de la calma satisfecha. La tristeza, por el contrario, cuando es profunda, duele hasta laceramos. ¿Es el dolor que sufrimos causa de la tristeza o es la tristeza que se ahonda en dolor?

Cuando un vivísimo dolor nos llena de tristeza y perfora la dura piel de los sentidos, nos hunde en la interioridad de la pesadumbre. En este caso, este dolor vivido, callado por dentro, es el sentimiento real de la tristeza. Pero cuando la tristeza duele tanto que no la podemos ocultar ni callar, entonces el dolor es el grito de la tristeza que estalla para suprimirla. Es la voz del dolor de un pueblo, que no puede refugiarse en la tristeza, harto de padecer explotaciones humillantes, o la rebeldía de los apocados o entristecidos por desgarrados

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afectos. También este dolor de existir puede atarnos al lecho de la tristeza, postración en que nos deja una prolongada pesadumbre. Recordemos la ociosidad contemplativa de Oblomov, creada por el dolor de la tristeza. A su vez, puede cobijarnos en nuestro interior, como una campana sin sonido, "vase de tristesse, oh grande taciturne" (Baudelaire); o enmohecemos en la inveterada tristeza "dos vencidos da vida" (Castelo Branco, Ortigâo, Ega de Queirós); o llevarnos, como pensaba Teixeira de Pascôes, al descubrimiento de las realidades más insólitas del alma. Estas formas de la tristeza, al hundirnos. en su doloroso pasado, nos convierten en fantasmas saudosos, aunque también podemos querer salir de "esta cárcel, de estos hierros en que el alma está metida" (santa Teresa), y soñar futuros de un mundo mejor sin tristeza alguna. Así, el' dolor de la tristeza puede hacernos revolucionarios o reaccionarios. Pero también indiferentes, pasivos, almas muertas, al alienarnos, como analizó Walter Benjamin, convirtiéndonos en seres vacíos que unas manos traen y llevan de la calle rutilante a los depósitos polvorientos. Es el hundimiento en la pasividad, en la pasión pura, inmóvil, anclada al no sentirse ser por sí mismo y tan sólo puro reflejo de "los antojos teológicos del valor de cambio" (Marx). Sin embargo, de todas las tristezas que vivimos, experimentamos la más oculta y honda en la misma, alegría, pues, "la tristeza puede aplastar la uva de la alegría contra su fino paladar" (Keats).

La alegría es el deleite de vivir el mundo en su riqueza panorámica, es como una orgía de la existencia o la conciencia de ser, lo que llamaba Holderlin "el día festivo". Los viajeros y los amantes, nos explica, encuentran su alegría en los inéditos descubrimientos de puertos y criaturas. Pero este júbilo del hallazgo es el efímero de una pasión desveladora. Sólo la alegría revivida por el trabajo y la continuidad que opera el sentimiento es la verdadera que nos perpetúa el goce de vivir. El instante es jubiloso; la permanencia, dichosa. Sin embargo, la tristeza está siempre en acecho solapadamente. La experimentamos cuando adviene una alegría largamente esperada. Paustovski nos describe, en en su novela Años lejanos esa "tristeza eterna" que nace de una dicha que sabemos siempre insatisfecha. Igualmente, la tristeza culmina la alegría de la dicha al ahogarnos ésta de mortecina quietud burguesa. Y ambas se unen, sin confundirse, en la alegría del agotamiento de la dicha, que es la conciencia liberadora del no sentir, el final de un sentimiento vivido realmente.

Gozar y sufrir solos, aislados, lleva inevitablemente a consumirnos en una espectral introspección egoísta. Pero si reflexionamos separada y analíticamente las emociones, sentimientos y pasiones que vivimos, descubriremos nuestra unidad interior y podemos crear el sentir común, colectivo, universal a través de diálogos abiertos en un intercambio, con total transparencia de cuanto sentimos.

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