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Tribuna
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El discreto encanto de la derrota

En mayo de 1968, París (foco irradiante de buena parte de la cultura occidental, pero también, y no, olvidarlo, capital mundial de la burguesía) vivió una de sus cumbres de audacia: jóvenes, estudiantes y obreros se lanzaron a las calles en abierto desafío al régimen del general De Gaulle, levantando barricadas y, sobre todo, cubriendo los muros con un muestrario de graffiti verdaderamente imaginativos y originales. Fue una apoteosis de 'libertad verbal", pero una apoteosis que concluyó en descalabro, aún no se sabe si por haber sobrestimado los insurgentes sus propias fuerzas o por haber subestimado las del general De Gaulle. Revolución con un solo muerto (un ciudadano que, al huir de los flics, cayó al Sena y se ahogó por no saber nadar), el Mayo francés originó, en cambio, abundante literatura: nada menos que 300 libros se publicaron sobre la fallida revuelta, y las antologías de graffiti se convirtieron en best sellers. Paradójicamente la derrota política se convirtió en boom editorial.Todavía hay muchos intelectuales europeos (y también algunos latinoamericanos) que cada vez que se acuerdan del mayo de 1968 escriben hermosas y sentidas páginas de madura nostalgia. Lo extrano es que buena parte de esos nostálgicos se muestran muy escépticos acerca de las revoluciones triunfantes: digamos Cuba, Vietnam, Angola, Nicaragua. Da la impresión de que, para ellos, una revolución es buena y defendible mientras no se le ocurra dar ese mal paso llamado victoria. Es cierto que to davía apoyan a los revolucionarios salvadoreños y guatemaltecos, pero vale la pena anotar que unos y otros aún no han culminado su brega liberadora. Convendría que estos luchadores no se hicieran demasiadas ilusiones: no bien triunfen, se volverán de inmediato sospechosos y se les exigirá admonitoriamente el pluralismo, en realidad un pluralismo amplísimo, o sea, que abarque desde la reforma agraria hasta la CIA, desde la alfabetización hasta la pasividad ante el bloqueo. No sé de ninguna revolución triunfante que haya merecido los plácemes de semejantes rigurosos. Más aún, lo corriente es que, pasado algún tiempo, se decidan a apoyar a los contrarrevolucionarios, y este apoyo sí lo han de mantener tanto en el triunfo como en la derrota. En realidad, parecería que las contrarrevoluciones triunfantes les entusiasman tanto como las revoluciones derrotadas.

También cabe preguntarse si las revoluciones frustradas serán acaso más artísticas que las exitosas. Puede ser. Por lo pronto, una derrota involucta persecuciones, torturas, muerte, exilio, situaciones dramáticas en general. Mal negocio para los pueblos, pero buen nutrimento para el arte. El triunfo, en cambio, incluye amnistía, plenitud cultural, ejercicio de la soberanía, justa distribución de la riqueza, nuevas fuentes de trabajo, campañas masivas de alfabetización, atención médica gratuita, etcétera. O sea, buenas noticias para los pueblos, pero tal vez menos material dramático y de explosiva contradicción para el aprovechamiento artístico. Ya se sabe que la plenitud del hombre nunca ha tenido buena prensa. Es cursi, más, vale dejarla para la novela rosa. ¿Quién se anima, hoy por hoy, a escribir un buen relato con un happy end? Bueno, la revolución triunfante es eso: un happy end. A desprestigiarla, pues. Y una vez decidido el desprestigio, seguro que no van a faltar excusas para llevarlo puntualmente a cabo.

Hombres, no dioses

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Si, por ejemplo, Estados Unidos presiona para que a su flamante y pequeño enemigo se le suspendan los suministros de combustible, qué otra solución le quedá al paisito en cuestión que recurrir al petróleo soviético. El diagnóstico está cantado: satélite de la URSS. Si Estados Unidos suspende sus compras de los productos tradicionalmente exportables (azúcar, algodón, frutas, minerales) del país elegido, es lógico que la balanza comercial de éste se desequilibre y que, para remediarlo, recurra a la de manda socialista. Como previsible resultado, el segundo diagnóstico será no menos obvio: peón de Moscú en el tablero del comercio mundial. Y si también Estados Unidos (porque en esta desigual partida de ajedrez el Departamento de Estado siempre juega con las blancas) establece un estricto bloqueo,que incluye comestibles y medicinas o productos esenciales para la industria, el país afectado no tendrá otra solución que apelar al siempre impopular racionamiento. Tercer diagnóstico: la terrible escasez perjudica a la población, ambientándose así el elogio retroactivo de la dictadura de puesta.

Las revoluciones derrotadas, en cambio, tienen la ventaja de que no sufren bloqueos ni deben tomar drásticas medidas contra la siempre meritoria labor de la CIA, entre otras cosas porque ésta ya las ha borrado de su mapa de urgencias. A veces pienso, sin embargo, que el discreto encanto que para algunos inte

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lectuales tienen las revoluciones frustradas acaso provenga de otras motivaciones.

Las revoluciones son duras, y no sólo en su etapa de lucha, sino también cuando triunfan, tal vez porque son conscientes de que si se ablandan o se aflojan están condenadas a que las arrasen.

Artigas, que, como Martí, conoció la derrota, pero siempre fue fiel a su concepto de la revolución, al proclamar su célebre Reglamento Provisorio de 1815, estableció "que los más infelices sean los más privilegiados", y este concepto es, retóricas aparte, una de las claves de cualquier revolución verdadera. No obstante, para que "los más infelices sean los más privilegiados", parece obvio que los económicamente más felices deben ceder una parte de sus privilegios. Y esto no siempre es admitido por los poderes tácticos, prácticos y fácticos, o sea, por los detentores autorizados de la felicidad.

Ya no se trata, pues, de decorar los muros con leyendas tan inspiradas como "La imaginación al poder" o "Hacer el amor es hacer la revolución". Se trata, en cambio, de una tarea más prosaica, pero también más necesaria. Se trata de expropiar las inconmensurables tierras de la United Fruits, o las refinerías de la Shell y la Texaco, o la bauxita de la Aluminium Company of America, o las minas de la Nicro-Nickel, o el metal rojo de la Anaconda Cooper Mining.

Ya no se trata de crear una cultura alternativa, o clandestina, o marginal, sino de dar la batalla cultural dentro (y no fuera) de la revolución, para que la libertad triunfe sobre la siempre latente (y universal) amenaza del sectarismo.

Es admisible y comprensible que un intelectual de orígenes progresistas llegue a tener problemas y contradicciones en el seno de una revolución, ya que ésta puede caer en esquemas rígidos e incluso maniqueos. Pero uno se vuelve inevitablemente desconfiado cuando aquel intelectual progresista, en vez de dar su batalla en la revolución, se margina de ella y acaba repitiendo impúdicamente los estribillos acuñados por el enemigo y hasta en algunos casos refugiándose bajo el alón del águila imperial. En casos así, lo más grave no es que el intelectual disienta con respecto a tal o cual partido o movimiento; lo más grave es que traicione su propio pasado individual, aquella buena época en que todavía podía creer en lo mejor de sí mismo.

Es evidente que las revoluciones triunfantes tienen ese problema: son incómodas, unas veces desagradables, implacables en otras. Pero son revoluciones. Si la humanidad ha dado pasos hacia adelante, ello se ha debido en gran parte a esas sacudidas inconfortables pero victoriosas. Y cabe preguntarse: si a estos puros y estrictos de hoy les merecen tantas objeciones las gestas cubana o sandinísta, angoleña o vietnamita, ¿qué les habría parecido la Revolución Francesa, que marcó su época a golpes de guillotina? Y, sin embargo, ¿acaso esa inclemencia poco menos que instituciónalizada hizo que fuera menos cierto e influyente el memorable tríptico (liberté, égalité, fraternité) que desde entonces invade y transforma la historia?

Es probable que la pretendida pureza de quienes no soportan las revoluciones triunfantes sea, después de todo, simple anacronismo, mero escape ante la realidad de que las revoluciones no las hacen los dioses, perfectos e inexistentes, sino los hombres, imperfectos pero reales. Y éstos son, somos, injustos, individualistas, egoístas, coléricos. No obstante, si una sencilla validez tienen las revoluciones, es que nos permiten descubrir que también podemos ser justos, llanos, generosos, pacíficos.

De modo que si algo habría que aconsejar a los puros, es que no se engolosinen con las revoluciones derrotadas. Entre otras razones, porque en ellas queda siempre vivo el germen de la victoria.

Precisamente, América Latina es particularmente rica en esa enseñanza. Bolívar y Martí fueron en apariencia derrotados; San Martín, O'Higgins y Artigas murieron en el exilio; Toussant Louverture y Miranda no sólo en el exilio, sino en prisiones; Tupac Amaru, Sucre, Hidalgo, Zapata, Sandino, el Che y Allende fueron asesinados.

Pero la razón esencial que subyace en sus respectivas derrotas se sostiene en ideas de asegurada germinación. Y ya comienzan a dar frutos. Por eso, y a pesar de toda la sangre derramada en el último decenio, este septiembre latinoamericano de 1983 es, después de todo, más estimulante y promisorio que aquel espectacular Mayo del 68, con sus 300 libros y su pobre ahogado del Sena.

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