El tenis
Se queda uno hasta la 1.30 horas en el cuarto de estar, con restos de juguetes por el suelo, migas del emparedado carcomido y furtivos reflejos de grasa en el skay. A la izquierda ondean los vasos con sobras del cola-cao y hacia el fondo del pasillo se advierte cómo la oscuridad se emponzoña con el aliento de la familia abultándose en el sueño. Enfrente está el televisor ahíto del color verde de la pista del Flushing Meadows. A solas con ese resplandor, Ivan Lendl y Jimmy Connors pueden parecer infinitamente distantes, pero, poco a poco, a medida que la familia se va desvaneciendo, a medida que todos los escombros de la tarde dominical se agotan como atributos, la imaginación establece una sólida unidad con los tenistas. La mirada no tiene ya memoria ante la convicción de esa pista fascinante. De estar plantados en ella seríamos semejantes a Lendl y a Connors. No iguales, claro está: ellos se entrenan ocho horas diarias y no fuman. No idénticos: ellos se han dedicado absolutamente a este menester y nosotros hemos pegado muchos tumbos. Además sólo beben refrescos de naranja. Más allá, ¿qué otra cosa nos separa de esos mitos? Es difícil de concretar a estas horas. ¿Y si no nos separara nada? Cometen yerros, resoplan, se les ve al borde de parecerse gestualmente a un vecino. Si acaso existe un elemento inexorable en la diferencia es su fuerza física y su habilidad. Pero, ¿cómo puede esperarse otra cosa si son de una parte jóvenes y de otra profesionales?Multitud de aficionados norteamericanos acostumbran a presenciar los partidos de tenis televisados con el atuendo reglamentario y su raqueta agarrada sobre las piernas. Habría bastado en esa noche revestirse, así la cinta en la frente y las muñequeras bicolor a punto, para evidenciar las diferencias y conocer con exactitud su grado. Esa grasa de más en cualquier parte, esa menor disposición para la fatiga física, esa tos, en todo caso curable. Detalles accidentales. Efectos, al fin, de un descuido muy común y llevadero en esta noche en la que, imbuidos por el fulgor de la pista verde, descubrimos qué mínimo accidente, en verdad, existe entre lo que pudo ser nuestra vida y lo que de verdad ha sido. Caminando hacia la penumbra candorosa y emponzoñada, ¿tendría alguien valor para desengañarnos?
VICENTE VERDÚ
ELORRIAGA,
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