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El lavado

Como hacía tiempo que no veía detenidamente la televisión, ignoraba el estado del conflicto. Ha sido ahora, en vacaciones, cuando he vuelto a percatarme de la irreductible magnitud de la pugna. Ninguna tregua en esa dura batalla de los detergentes. A su lado, el resto de la publicidad televisada es apenas un simple comparsa. Cada anuncio enseña su producto con pasión, pero nada de esto es comparable con la excitación que alienta el discurso afectivo de los detergentes. Su énfasis en que esos compuestos lavan más blanco no es tan sólo la enunciación de una extraordinaria propiedad; se trata de la proclamación de un dogma que nos acarreará muchas y humillantes consecuencias no creer. Cada detergente es un profeta de irreprochable probidad que, como efecto de su rectitud misma, obra pulcramente el prodigio del blanco. El tenso vigor de su convocatoria, su crispación predicativa, es el correlato de la justa ira que en cualquier santo provoca la ceguera de las muchedumbres. ¿Cómo no ven rotundamente esos desdichados que el verdadero blanco-blanco es este blanco? ¿Cómo no sospecharon de antemano que aquel otro blanco iba a ser en seguida refutado por este blanco veraz?El auténtico profeta distingue las cosas con sublime nitidez. Pero, ¿y nosotros? ¿Cómo discernir entre el profeta veraz y los impostores? Queremos salvarnos, anhelamos lavar más blanco, necesitamos creer, pero ¿cómo hallar el camino?, ¿en qué marca reposar nuestra conciencia? La tensión familiar, hace unos meses, había crecido hasta tal punto que, tras escrupulosas meditaciones, nos decidimos a escoger. Entrañaba, ciertamente, un riesgo, pero en este punto, y considerada la presión apostólica, el agnosticismo era intolerable.

Nuestra sorpresa ha sido ahora, sin embargo, mayúscula. El detergente sobre el que habíamos deposítado nuestra esperanza, al que creímos máximo y seguro productor del blanco-blanco, se presenta en estos días reforzado y con la promesa de un blanco-blanco más blanco que aquel blanco que abrazamos como el absoluto blancoblanco. Humillados, fementidos, arrastrando nuestra espiritual miseria, ignoramos ya para siempre con qué lavar.

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