"Manifestación contra la despenalización de la ley del aborto"
Me he encontrado hace poco Madrid, muros y vallas, ilustrado con cartelitos de un azul subido, creo que con una imagen mariana por el centro, y encabezados a rótulo rojo con eso que transcribo como título de esta nota. Sírvanos al menos como ejemplo eximio de algo que vengo queriendo formular hace ya mucho y a propósitos diversos: que una perversidad o desconcierto de la sintaxis revela la carga de iniquidad o torpeza que bulle bajo la conciencia de quien pronuncia o -mejor- escribe la frase correspondiente; hasta el punto de que podría también enunciarse del revés: que un propósito turbio, por más que la conciencia del sujeto lo mantenga como bueno y noble, acaba por producir, contra su voluntad, una perturbación peculiar en la sintaxis de su discurso.Nótese que en este caso hay que suponer que el autor de esa frase no ha sido uno solo, sino toda una congregación o comité, más o menos numeroso, de organizadores de la manifestación mentada y de su propaganda, y que varios de ellos han tenido que leerla varias veces y hasta acaso, después de compuesto el cartel en la imprenta, dar su última aprobación para la tirada: parece, pues, que el no haber percibido ninguno de ellos la dislocación sintáctica y haber leído todos la frase tan naturalmente como se escribió revela una participación de los múltiples sujetos en la misma turbación subconsciente a la que aludo. Y es tanto más chocante y revelador el caso cuanto que bien podría
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"Maniestación contra la despenalización de la ley del aborto"
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haber temido alguno de ellos que lectores cándidos y atentos fueran a leer en el cartel lo que propiamente dice y a entender que se les estaba invitando a una manifestación para protestar contra el intento de que a una cierta ley del aborto se le librara de las penalidades que sobre ella hubieran recaído. Pero no: se saltó por encima del lenguaje y se confió en que el público en general entendiera lo que había que entender, o sea, lo que con una ojeada al cartel ya se sabía sin necesidad de leer nada; y díganse mis lectores (ya que no podernos aquí lanzamos a la encuesta y la estadística) en cuánto habrá acertado esa negra presunción respecto al público en general, y a cuántos, por una razón o por otra, les habrá pasado desapercibido el notable barullo de la sintaxis.
Deseo que se entienda bien á qué relación entre la sintaxis y el remordimiento de la subconciencia me refiero.
Pues no hablo de los innumerables hipérbatos, anacolutos y otras irregularidades que a cada paso produce en el habla de la gente la agitación pasional, el entusiasmo o mal humor, el alboroto afectivo del momento en que uno de ellos está hablando: eso son hechos triviales y hasta a menudo graciosos, que en modo alguno pueden atribuirse a la operación de ninguna idea fija que entre en conflicto con turbaciones que latan en las negruras subconscientes, sino más bien a un directo entorpecimiento de los mecanismos de producción lingüística por obra de los mismos flujos sentimentales y pasionales que alteran la circulación de la sangre, encienden o nublan la mirada o hacen temblar la voz. Por eso digo que las perturbaciones específicas de que hablo (aparte de lo que puedan ser formalmente distintas de esos otros hipérbatos o anacolutos) se dejan percibir mejor en la producción escrita, sobre todo cuando, como en este caso, la operación del humor o pasión del momento queda tan claramente retirada.
Pero tampoco hablo, por el otro extremo, de los efectos retóricos intencionados de que está plagado cualquier discurso de funcionario, cualquier artículo de profesional de la información, destinados a llenar su hueco cotidiano, a hacer creer a la gente que cada día pasan cosas, al mismo tiempo que a tranquilizarla haciéndole ver que las cosas que pasan están bajo control, puesto que se dejan decir con una combinación de los tópicos habituales: pues en tales casos, los recursos, propiamente retóricos, desde la selección del vocabulario coyuntural que ustedes saben y sanciona, simpática, la Academia, hasta los tics sintácticos que nunca defraudan sus legítimas expectativas, hay que entenderlos como conscientes y voluntarios, mecanismos culturales, que funcionan en las regiones, relativamente superficiales, en que las ideas personales se identifican armoniosamente con las ideas dominantes: digo lo que está dicho, porque me da la gana decirlo, y lo digo con la retórica que me gusta, que es la que está mandado que me guste. No es tampoco, pues, de esa calamidad retórica de lo que hablo ahora.
Me refiero a regiones algo más ocultas y profundas, aquellas en que, de una manera automática, según reglas de lengua y no de cultura (reglas que, de bien sabidas, no tengo por qué saber conscientemente), se construye la frase que me dispongo a pronunciar: es ahí, en esa que llamamos instancia organizativa de la frase, donde la conciencia moral, pero no la consciente, sino la reprimida (pues también la moral y la conciencia se reprimen), puede intervenir para perturbar la construcción normal de una frase, produciendo resultados característicos como el de nuestro ejemplo.
Una subconciencia moral turbia perturba así la construcción sintáctica, y al no dejar decir derechamente lo que quería su emisor (lo que se daba ya por dicho), ese error viene a ser a su vez un signo, que puede leer atentamente un psicoanálisis honesto, esto es, que no se limita a descubrir por ahí el alma personal de aquel sujeto, sino en ella al mismo tiempo la conciencia oculta de la sociedad que lo constituye.
Otros casos semejantes podría, con más espacio, presentarles, por ejemplo, en el fraseo habitual de la Prensa periódica, donde me he puesto a veces a pescarlos, venciendo el hastío de tener para ello que leerme algunas columnas de esas donde cada día se nos escribe lo que está escrito en el Libro del Señor; pero no hace falta que les entretenga en eso, ya que ustedes mismos pueden, sin ir más lejos, recorriendo con ánimo avisado y limpio las hojas de este número mismo del diario que están leyendo, encontrar alguno, sobre todo si los buscan en aquellos lugares donde el reportero, articulista, entrevistado, anunciante o lector indignado que apela a su director, es obligado a proclamar una vez más las inicuas y torpes ideas dominantes de la política, el comercio o la moral, mientras a la vez hay piadosamente que sospecharlo agitado por una subconciencia que siente aquella estupidez o negrura de lo dicho y pugna por manifestarse a través del desconcierto de la sintaxis.
También en estructuras textuales no lingüísticas, sino artísticas, me he molestado alguna vez en mostrar cómo, por ejemplo, en nuestros dramas del Siglo de Oro, la desidia y perfidia técnica que produce el ramplón hilván de versos y escenas, el torpe tratamiento de la, por así llamarla, sintaxis del drama, el pecado mortal contra el ritmo y el tiempo de la acción misma, esa maldad técnica está derechamente ligada con la miseria y negrura moral de los tiempos en que tales dramas se producían: el miedo vil del Señor de arriba y el consiguiente desprecio de las masas para cuyo entretenimiento se perpetraban la sumisión servil a la fe imperiosa y la reducción de todo el misterio de la ética humana a la cuestión del honor, paterno o marital, colocado entre las piernas de la mujer que a uno le perteneciera. Recuerden tales inoportunidades y fallos garrafales cómo, en Fuenteovejuna, la hija, en el momento de contarle al padre su violación, poniéndose a explicarle las reglas que rigen para determinar en qué hora del día de sus bodas el cuidado de la honra de la recién casada pasa de corresponder al padre a cargar sobre el marido, o cómo, en Peribáñez, muere el comendador consolándose, en sus últimas palabras, con que, habiéndole colgado él la espada de caballero a Peribáñez, al menos no muere a manos de villano, sino de caballero. Y lo que les cuento sobre el drama del Siglo de Oro podría igualmente, si tuviera paciencia, ejemplificarlo sobre la literatura para masas, más o menos cultas, que vomitan cada día nuestras prensas: una y otra vez, el error y la miseria técnica se descubrirá fielmente ligado con la subconsciente turbiedad de aquel que, en la conciencia, sostiene y repite la fe y los ideales dominantes.
Pero no era aquí lugar para esto. Ni tampoco voy a entrar en la cuestión del aborto y de sus leyes, que ha provocado el ejemplo de que arrancaba: sobre ello ya he tenido que escribir en este mismo diario hace unos meses, y allí podrá ver el lector, si le interesa, apuntada la relación dialéctica por la cual la defensa y preocupación por la vida abstracta, por ejemplo, la de los embriones humanos (como también, un ejemplo clásico, el cuidado amoroso de animalitos por parte de funcionarios de campos de exterminio nazis) se liga lógicamente, y no por casualidad, con un profundo desprecio por las vidas de los hombres, que prepara al sujeto para recibir con naturalidad, y hasta aplaudir, el consumo de vidas de muchachos o de hombres hechos y derechos en guerras, ejecuciones de justicia o servicio al desarrollo de la industria de la gasolina, para cuyo progreso es preciso que sigan naciendo consumidores y no se pierda feto. No vale tal vez la pena insistir hoy en la evidencia de esa relación de lo uno con lo otro.
Hoy quería sencillamente, en mi humilde condición de gramático, mostrar sobre el ejemplo la conexión entre una subconciencia moral en conflicto con su conciencia y la producción de ciertas perversiones de la sintaxis. Tocante a lo cual, termino precisando un par de puntos.
Uno de ellos, que ciertamente el mecanismo de esa conexión está en algún momento mediado por una actitud de desprecio por el cómo se va a decir la cosas, nublada la mente por la vehemente evidencia de qué es lo que se tiene que decir: la sañuda atención a la semántica (que es la idea, y en casos como este de hoy, propiamente la idea fija) desbarata el mecanismo semisubconsciente de la sintaxis: una potente fe en el significado, un implícito "da igual cómo se diga", puede, como en nuestro ejemplo, permitir un estropicio de la frase que llegue a poner en peligro el entendimiento mismo de su sentido, salvo contando con que los receptores, presas de la misma enfermedad, se salten igualmente la sintaxis, y viendo en el cartelito las palabras aborto y contra y juzgando por el color del cartel el resto, se desentiendan de las funciones que puedan cumplir ahí despenalización y ley.
Y el otro punto, apelar a la conciencia de mis lectores para que se entienda bien la realidad del conflicto entre conciencia moral aparente o proclamada y conciencia moral reprimida o recluida a subconciencia, que he puesto como lugar de arranque de la perturbación sintáctica: juzguen ellos, en sí y en otros juntamente, cuántas veces uno, por debajo de las ideas superficiales, explícitas, dominantes, que proclama vehemente y a las que profesa fe, sorprende allá por lo bajo un movimiento de repugnancia y rebeldía contra esas ideas arriba impuestas, que no llega a dar una profesión de fe contraria ni en idea ninguna, que no llega al alto nivel de la semántica, pero pugna por manifestarse a su manera. La cuestión de si aquel que, como individuo, sostiene la idea masivamente impuesta y ese otro que, menos individuo seguramente, y por tanto menos masa, protesta por lo bajo son o no son el mismo, habrá que dejarla para otro día.
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