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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La autonomía de Madrid, de la necesidad a la virtud

El día 16 de junio de 1983 quedaron constituidos todos los órganos que componen la Comunidad de Madrid, a la vez que desaparecía la Diputación. Este hecho no ha dejado de provocar una cierta perplejidad entre los propios madrileflos, los altos cargos del Estado y los representantes políticos de otras comunidades. Algunos hablan de Madrid como autonomía artificial; otros dudan de su necesidad; en fin, hay quien opina que la comunidad madrileña, que generaliza el proceso autonómico, por generalizarlo vacía de contenido a las autonomías con solera.Abrir una discusión sobre lo artificial, por contraposición a lo natural, en el terreno de lo humano, sena ocioso, pues en los comportamientos de los hombres todo es historia o, si se quiere, cultura; por tanto, nada de natural hay en ello y tan artificial es la primera guerra círlista como la última civil, el decreto de Nueva Planta como el derecho foral navarro. Cosa distinta es que unos resultados históricos provoquen ofensas y otros devengan a través de acuerdos; que unos sean justos y otros humillantes.

Nada de humillante u ofensivo hay en que 4.700.000 madrileños accedan a un nivel de autogobierno que la Constitución habilita, como tampoco lo hay en que lo hayan alcanzado 2.200.000 vascos, sin duda recogiendo añosas y respetables tradiciones, o seis millones y medio de andaluces tras duros avatares políticos.

La generalización del proceso autonómico que ahora, bien es verdad que con susurrros y no con gritos, se cuestiona por parte de algunos que lo iniciaron, es la única forma viable de organizar el Estado sin agravios y con racionalidad. No se trata de ninguna uniformidad: el Estatuto de Guernica es distinto del de Sau, y éstos, del de Madrid, pero todos ellos permiten alcanzar, si existe voluntad desde el Estado, los mismos grados de autogobierno. Esa voluntad sí la tiene el partido que sostiene al Gobierno y, por tanto, éste no tiene por qué tener ningún problema en ejecutar tal voluntad generalizadora. Sería ingenuo, sin embargo, olvidar el viejo axioma marxiano que reza: "El ser social determina la conciencia", que podría traducirse, para el caso, en frase menos sonora: "El sillón y la tropa determinan la actitud". El sillón es ahora, más o menos, ministerial, y la tropa, de funcionarios, cuyas ansias autonómicas, es de pensar, no son excesivas. Pese a todo, y desde la corta experiencia madrileña, los problemas que se plantean suelen ser de pequeña intendencia y no ponen en cuestión la voluntad política antedicha.

La necesidad de autonomía

Tantos años ha, no que se gobierna desde Madrid, sino que se gobierna sobre Madrid, que a nadie parece extrañar que la dotación de un parque, el de la Arganzuela, se haya hecho por ley de Cortes; que el agua que consumen los madrileños la siga gestionando un ministerio, o que, hasta ahora mismo, la Comisión Provincial de Urbanismo fuera un organismo autónomo del Ministerio de Obras Públicas, por no citar más que al gunos de los múltiples: ejemplos. La omnipresencia ministerial en la capital ha hecho, quizá, olvidar a muchos madrileños que en la democracia, aún reciente,; el Gobierno lo es de España, y por ello, elegido entre todos los españoles. ¿Por qué razón los asuntos que a Madrid competen habrían de ser dilucidados por un Gobierno elegido entre todos los españoles, mientras en el resto del país dichos asuntos los resuelven quienes habitan en cada comunidad?

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Se ha llegado a argumentar, para negar la evidencia que descubre la pregunta antes tormulada, con la falta de conciencia autonómica (¿quién tiene el concienciómetro que mida tales aspiraciones?) y con la necesidad de una especie de distrito federal (¿qué harían Aranjuez, El Escorial, Titulcia u Horcajo de la Sierra en un distrito federal al estilo de Washington?). Cualquier solución distinta de la que da el Estatuto, por cierto, votado unánimemente en las Cortes españolas, acabaría creando agravios de difícil o imposible solución.

Madrid, una autonomía viable

Una de las dificultades mayores del proceso autonómico radica en la existencia de una administración intermedia: las diputaciones provinciales, cuyo encaje es problemático. Piénsese, por ejemplo, en Castilla-León, con nueve diputaciones y tan sólo dos millones y medio de habitantes. Este es un problema que se resolverá al hilo del desarrollo estatutario, pero que en Madrid está ya resuelto al ser su autonomía uniprovincial.

Existen seis comunidades de este tipo, además de Madrid: Asturias (1.130.000 habitantes), Baleares (660.000), Cantabria (120.000), Murcia (960.000), Navarra (510.000) y La Rioja (260.000). La mayor de ellas representa demográficamente la cuarta parte de Madrid. Esta comunidad ficticia representa el 17% del producto español y su renta total es seis veces mayor que la de Asturias. Puede concluirse que, desde el punto de vista político-administrativo, económico o demográfico, no hay argumento sólido: que ponga en duda la viabilidad del proyecto autonómico madrileño. Ello no quiere decir que Madrid, como las demás autonomías, no se enfrente con serios problemas.

280.000 parados; esa cifra señala el gran problema y, por tanto, el gran reto de la sociedad madrileña. 330.000 inmigrantes en los últimos 10 años delatan la existencia de unos déficit acumulados en infraestructuras y servicios, que cualquiera puede comprobar yendo de Carabanchel a Getafe, a Parla o Fuenlabrada, pasando por Villaverde y Vallecas o, simplemente, asomándose al corredor del Henares. Que la autonomía pueda incentivar la inversión, tanto financiera como en infraestructuras y, con ello, crear y ayudar a crear empleo y un mínimo de bienestar, depende de la capacidad de ahorro que pueda tener la comunidad y de los fondos que, para inversión, lleguen desde el Estado.

En momentos de crisis, los presupuestos del Estado acaban incluyendo en su déficit las malas cuentas de resultados de muchas empresas y organismos de pelaje variopinto. Quienes tienen la responsabilidad de estos graves asuntos están, con razón, preocupados, y hacen bien en intentar reducir el déficit; sin embargo, no deben olvidar que la multicopista (también llamada recurso al Tesoro) es de uso exclusivo del Estado y no lo es de las demás administraciones públicas. Cuando uno lee que un componente importante del déficit de los presupuestos generales son las transferencias a los ayuntamientos tiene la tentación de llevarse las manos al cabello, pues se olvida, al afirmar tales inconveniencias: a) Que los ayuntamientos españoles dan servicios imprescindibles a sus ciudadanos; b) que, con todo, el gasto de los municipios no llega en España, ni de lejos, al 15% del total correspondiente a las administraciones públicas (el 80% en Holanda; más del 50% en Alemania Occidental).

El proceso autonómico reclama que desde el Estado se medite en algo tan elemental como lo siguiente: el reparto territorial del poder político exige una distribución sobre la decisión del gasto. Esto sólo se consigue con generosidad o con tensión, y lo, primero es preferible a lo segundo.

El FCI y la inversión

Ese margen de maniobra que se reclama para las comunidades autónomas está previsto en la LOFCA y se acabará de normar con la ley de Cesión de Tributos y la ley del Fondo de Compensación Interterritorial (LFCI). Hay diversos riesgos, y el primero es que la parte de transferencias no cubierta en su financiación por los impuestos cedidos se mantenga como proporción (porcentaje) de los ingresos del Estado, pues, de otra forma, ese reparto político que la decisión sobre el gasto implica se vería muy seriamente afectado sobre todo en aquellas comunidades cuya participación en el FCI es muy baja.

En la legislatura pasada fue presentada una ley del Fondo de Compensación que fue aprobada en el Senado. Dicho proyecto de ley volverá a ser discutido en las Cortes españoles en septiembre.

El proyuecto de ley del FCI presentado en las Cortes reparte el 40% de la inversión nueva (fundamentalmente inversión en infraestructuras: red viaria, vivienda, equipamiento social, etcétera) entre las comunidades mediante una. fórmula de difícil lectura, pero cuya interpretación es obvia: el FCI así planteado conseguirá crear infraestructuras en las comunidades más pobres (una renta per cápita baja juega a favor) y con emigración (el saldo emigratorio juega a favor) y no donde el déficit de tales infraestructuras pueda ser mayor (previsiblemente, en las grandes concentraciones urbanas fruto de los movimientos inmigratorios pasados), independiente mente de que alguno de los indicadores que la fórmula propone son de muy dudoso cálculo (tal es el caso de la renta regional), el reparto podría ser el adecuado si se tratara de distribuir una inversión pública que sirviera de bomba de inyección para el futuro desarrollo regional (principalmente inversión financiera) lo que no es el caso de la inversión que el FCI asigna.

Desde la Comunidad de Madrid no se debe poner en tela de juicio la evidente necesidad de que los poderes públicos apoyen a las regiones más deprimidas. La ayuda suplementaria que puedan recibir Extremadura, Canarias, Andalucía o Galicia, por poner los ejemplos más llamativos, sólo merece el aplauso de los madrileños; pero, sin negar lo dicho, en lo que se refiere concretamente a las infraestructuras y la vivienda es posible que los extremeños, canarios, andaluces o gallegos que viven en Madrid o Barcelona necesiten más de ellas que sus compatriotas no emigrantes.

Ni política ni. funcionalmente vale el argumento, a veces esgrimido, según el cual los desequilibrios que el FCI provoca se pueden corregir por la vía de la inversión del Estado. Tal forma de pensar es de dudosa legalidad (las inversiones sobre competencias cedidas debieran hacerse desde las instituciones receptoras) y sobre todo, olvida algo elemental: cuando se está hablando de un proceso de distribución territorial del poder político no sólo importa la distribución territorial del gasto, sino también, y mucho, quién (qué institución) realiza ese gasto. Estos y otros problemas tiene la Comunidad de Madrid, que nace bajo el signo de la necesidad. Hacer de la necesidad virtud es, posiblemente, la más digna labor de los que se dedican a la cosa pública.

es presidente de la Comunidad de Madrid.

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