Carta abierta a los obispos españoles sobre el aborto
Una de las pruebas más fuertes que el cristiano tiene que afrontar en su fe -dice el autor de este artículo- es el espectáculo de doctrinas y de actitudes sociales, que, con frecuencia, ofrecen las estructuras visibles de la comunidad cristiana. Y uno se pregunta: ¿A qué secreta humillación se debe el que históricamente parezca que la verdad y el sentido común están muchas veces mejor representados por sectores laicos de nuestra sociedad, incluso por sectores doctrinalmente contrarios a la fe católica? La Iglesia oficial parece llegar siempre tarde, y es deprimente ver que su misión pueda consistir en ir a remolque de la historia. El caso del aborto, que aquí se expone, valdría como ejemplo, en opinión del este teólogo.
La tan traída y llevada cuestión del aborto nos va a permitir, una vez más, comprobar lo afirmado. Toda la Iglesia oficial se obstina en repetir una doctrina cuya profundización científica está de antemano limitada por una decisión política irrenunciable. Da la impresión de que las posturas que se adoptan no obeceden tanto a un sano celo pastoral, sino más bien a un resorte instintivo de negación apriorística de doctrinas ajenas, sobre todo cuando estas doctrinas o actitudes morales llevan el sello de grupos ateos, socialistas, agnósticos y protestantes incluso Nos creemos los mejores paladines de la verdad moral, si no los únicos, y nos olvidamos de que la historia de la Iglesia católica debería habernos enseñado hace mucho tiempo a ser cautos y humildes.La Conferencia Episcopal española se siente en la obligación de hacer una declaración oficial sobre el aborto. Uno quisiera pensar que su preocupación es ayudar al hombre y a la sociedad a encontrar el mejor modo de solucionar sus problemas, y no sostener un pulso con los que se atreven a definir lo bueno y lo malo, entrando en un terreno que antes era de su exclusiva competencia.
El esfuerzo, por otra parte, parece algo inútil y reiterativo, pues los españoles no desconocen el pensamiento de otros episcopados sobre el tema. Y es curioso que aquí tengamos que planteamos de nuevo cada uno de estos problemas (derechos humanos, desarme nuclear, marginación, drogas, divorcio, aborto, discriminación de minorías sexuales, educación, etcétera) sin apenas aludir a argumentos, razones y datos científicos aireados y hechos valer en otras naciones. Tal postura indica, a mi ver, una gran desconfianza en el hombre y un orgullo desproporcionado.
Las fuentes de la verdad
¿Cómo es posible que ante un problema de esta magnitud, como el del aborto, que afecta a millones de seres humanos, nos atrevamos a decidir y a enseñar, sin una previa confrontación científica y humana de hipótesis, opiniones y sentires? Es sencillamente aberrante interpretar la función del magisterio eclesiástico de los pastores de la Iglesia como algo desconectado del sentir de esa comunidad a la que sirven, o como un poder doctrinal capaz de imponerse a las conciencias en virtud de mandatos divinos cuya naturaleza y límites ellos mismos fijan y definen. Quienes han pasado por los ambientes eclesiásticos, saben cuán difícil es substraerse a esta sensación de ser los enterados, los que tenemos la responsabilidad, los que en conciencia nos sentimos obligados a defender tal o cual doctrina.
El proceso de formación y el ambiente en que se vive (seminarios, universidades, parroquias, casas religiosas, bibliotecas con miles de libros de teología, curias, vida social entre sotanas y trajes grises, etcétera) es de tal naturaleza, que difícilmente se puede juzgar con objetividad y justicia un problema que surge lejos de ese ambiente. Todos sabemos que nuestros obispos son hombres versados en las ciencias y en las letras, asesorados por científicos y especialistas, en contacto con los problemas de sus fieles. Pues bien, algunos sabemos que, aun así, es imposible adquirir aquel sentimiento de connaturalidad con la verdad y la justicia de los problemas humanos que tienen los hombre que los viven de cerca y en su carne. La verdad no la tiene nadie y la tenemos todos.
Quienes viven más de cerca los problemas, están más cerca de su entendimiento y de su solución. La verdad sobre el aborto nos la tienen que decir, en primer lugar, las mujeres, también las mujeres cristianas, pero no sólo ellas. Nuestros obispos deberían promover un diálogo y un gran debate en la comunidad cristiana y oír allí la voz de las mujeres.
En segundo lugar, deberían reconocer la mayoría de edad del laico crisis, máxime en problemas de es índole.
En tercer lugar, deberían escuchar a la sociedad laica, a los millones de hombres que también son hijos de Dios y buscan con honestidad una solución a sus problemas. ¿Cómo se puede llamar asesinos a millones de hombres y mujeres que mantienen en esta cuestión una opinión distinta a la de la Iglesia católica? ¿Es que de repente el mundo ha perdido el juicio y sólo lo conservan nuestros ilustres prelados?
La Iglesia, la vida y el sexo
Si uno se detiene a pensar que la moral que rige en Occidente en cuestiones sexuales ha estado tradicionalmente inspirada por personas célibes, no puede extrañarse de que las cosas no encajen. La Iglesia no ha pagado todavía su deuda con el sexo, como no ha pagado todavía su deuda con la mujer.
El antifeminismo de la Iglesia no necesita ser demostrado. Bastaba contar las mujeres presentes en el Concilio Vaticano II. Dos mil hombres legislando para millones de mujeres, la mitad de su Iglesia y sus más asiduas practicantes. Ante esto, cualquier proclama en favor de las mujeres pierde su fuerza y su credibilidad. ¿Puede extrañarnos entonces que su voz, la de las mujeres, apenas se tenga en cuenta en problemas de la vida y del sexo? Mucha más importancia tiene la todavía llamada ley natural, porque es algo que fue estudiado por el teólogo en densas monografías. ¿Pero es que el hombre no tiene una razón para entender cuál es el mejor modo de realizarse en este mundo? ¿Es que el hombre no puede intervenir en la naturaleza física y biológica con el fin de lograr mejor su realización y la creación de un mundo más justo y feliz? ¿Qué sentido tiene prohibir al hombre el intervenir en los procesos biológicos, si su razón así lo aconseja, cuando puede decidir que existan miles de seres más, concibiéndolos, o que no existan, negándose a procrear? ¿Quién ha culpado a un hombre por negarse a ser padre otra vez, siendo así que sólo por comodidad no existen a veces nuevos seres? ¿Quién llora a los seres que no fueron llamados a la vida? Más aún: ¿dónde están los cementerios llenos de flores, que conservan la memoria de tantos seres que no llegaron a nacer porque un aborto natural malogró el proceso? ¿Es que por ser natural el aborto eran menos personas, o menos seres humanos, o como quieran llamarlos los defensores de la vida? Por la muerte de un ser vivo hay luto y dolor.
Por los abortos que naturalmente se producen a millones en el mundo entero, no hay esquelas mortuorias, ni noticias en los periódicos, ni lloros cuando no eran concepciones deseadas.
Estimados hermanos en la fe: no escribo estas líneas desde una posición anticlerical. Sé muy bien lo que de positivo ha hecho la Iglesia conservando a lo largo de los siglos la buena nueva para el mundo y practicando el amor y la justicia en muchos de sus miembros. Pero no es hora de alabanzas. Estoy convencido de que, una vez más, la verdad nos la van a decir las gentes de nuestros pueblos y ciudades, los jóvenes de nuestros institutos y discotecas, las mujeres de nuestras fábricas y oficinas, porque por esos campos anda Dios. La sacristía le resulta mucho más aburrida.
es seglar católico, doctor en Teología Moral por la universidad Lateranense, licenciado en Teología Dogmática por la universidad Gregoriana de Roma.
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