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Vicisitudes de lo kafkiano

En pleno centenario del autor de El proceso, la paradoja es que lo kafkiano es más antiguo que Kafka. De todos modos, uno de los graves accidentes que le pueden ocurrir a un escritor sustantivo es convertirse en adjetivo. Así, se habla normalmente del tiempo proustiano, de una gesta homérica, de la duda cartesiana, de una visión dantesca y, por supuesto, de la burocracia kafkiana. Lo curioso es que esa metamorfosis tenga lugar casi exclusivamente en escritores europeos.No tengo noticias de que en América Latina se hayan incorporado al lenguaje cotidiano giros equivalentes: oscuridad lezámica, autopista cortazariana, adolescentes onettianas, soledad gábica o garciamarqueña, alucinaciones roabásticas, salmos cardenalicios (de Ernesto Cardenal, claro) o tabernas daltónicas (de Roque Dalton). Si tal adjetivación suena ridícula es porque no integra el habla común, ni menos aún el léxico intelectual. Es claro que la regla también incluye su excepción confirmatoria: el laberinto borgiano, y por algo será.

Después de todo, el hecho de que un creador artístico genere un adjetivo a partir de su nombre puede ser interpretado como una cumbre de universalismo, y más aún si es uno de sus personajes el que se adjetiviza: actitud quijotesca, pasión fáustica, comida pantagruélica. Sin embargo, en el caso de Kafka su tránsito al adjetivo no ha sido saludable para su celebridad. Lo kafkiano ha ingresado en la jerga periodística, en la oratoria, en el estilo político, en el habla pequeñoburguesa, pero de ningún modo sirve para resumir las cualidades y las calidades de un escritor impar. Lo kafkiano, en ese uso generalizador, divulgativo, ha ido restringiendo su propio significado, tal vez como consecuencia de que muchos de sus usuarios no han leído probablemente a Kafka.

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Vicisitudes de lo kafkiano

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Un trámite oficinesco es kafkiano cuando el expediente no avanza, o circula muy lentamente de firma en firma, de despacho en despacho, de ventanilla en ventanilla. Un procesojudicial es kafkiano cuando el condenado ignora los motivos de su condena, la fecha de su juicio, los términos de la acusación (quizá convenga aclarar que situaciones así, tan comunes en el Cono Sur, no se deben a influencias de El proceso sino de Mein kampf). Hasta un partido de fútbol, si el cronista es suficientemente culterano, puede ser kafkiano, sobre todo cuando un equipo ataca furiosamente y sin resultados durante los 90 minutos, y sus mejores lanzamientos dan en el larguero o rebotan casualmente en un jugador contrario. O sea que, en su acepción más vulgarizada, lo kafkiano tiene ingredientes de absurdidad, de postergación ímprevisible, de inmotivadas clausuras o inexplicables desvíos.

Algo de todo eso emerge, por supuesto, del Kafka más visible, pero limitar su aporte a tan breve suma es simplificar en demasía. Kaika es más y es menos que lo kafkiano. Es más, porque en su obra siempre existe un símbolo tangencial, una curiosa forma de mensaje incoherente. El hombre de Kafka traza una espiral infinita; busca, en corroída soledad, a un dios que es aplazamiento, postergación sin término, y por eso su conciencia se angustia perpetuamente en la certeza de que nunca alcanzará su culminación. El ansioso, casi increíble atractivo de Kafka, se acentúa poderosamente merced al lenguaje realista, cotidiano, en el que se vierten hechos inverosímíles, y también gracias a la relativa conformidad con que el mundo y los personajes aceptan lo descomunal. En La metamorfosis, por ejemplo, la transferencia de un ser humano en monstruoso insecto, con todos los símbolos que la operación resume, convierte a ese relato burgués, casi balzaciano, es un agobiante testimonio del amasijo universal.

La jaula y el pájaro

Pero Kafka es también menos que lo kafkiano, ya que existen en el mundo muchos rasgos kafkianos anteriores a Kafka. Como recuerda A. V. Guliga, la novelista alemana Anna Seghers inventa (en su relato Encuentro en el camino) que Gogol (1809- 1852), E. T. A. Hoffman (17761822) y Kafka se encuentran, allá por 1920, en un café praguense y discuten sobre literatura. Cuando el camarero les presenta la cuenta, los rublos zaristas de Gogol y los táleros prusianos de Hoffmann han perdido su valor, por lo cual Franz paga la cuenta completa". Todo un símbolo. Gogol y Hoffmann son, en sus distintas modalidades, poco menos que kafkianos avant Kafka; sin embargo, es éste quien paga la cuenta completa, quien sintetiza, adjetivándose, un rasgo de complicada factura, que viene desde antiguo.

Como ha escrito otro praguense, Rainer Maria Rilke, estricto contemporáneo de Kafka, "la fama es una suma de malentendidos", y en el caso del autor de El castillo, esa suma es más bien insólita, ya que se construye, gracias a Max Brod, en contra de la expresa voluntad del autor.

Es posible que la contradicción sea la palabra clave en la relación obra/vida de Kafka. Sus escritos enigmáticos, desesperanzados e hipocondriacos no siempre se corresponden con el talante alegre y sociable de que dan testimonio sus fieles amigos. En su obra, ciertos rasgos que son atribuidos al destino (o a Dios) y que son parte inseparable de lo más raigalmente kafkiano, constituyen a veces la contrapartida de sus actitudes en la vida real. En sus textos, todo (incluido el amor) es sacrificado a la literatura, a la mera posibilidad de escribir, pero en la realidad le ordena a su amigo y albacea testamentario que queme todos sus libros inéditos. En su obra está constantemente presente la angustia ante la incomunicación a que Dios y su padre le someten, mientras que en la realidad es él mismo quien se niega a enviar a su destinatario la famosa Carta a mi padre. En sus textos, y particularmente en El proceso y El castillo, la postergación sin término es la vedette de la narración y también el cepo del protagonista, mientras que en su vida es el propio Franz el responsable e impulsor de toda postergación (la postergación es casi su estilo de vida) y allí la víctima no es Franz sino Felice, la siempre amada y siempre postergada.

Sí, en Kafka la fama es una absurda suma de malentendidos. Recuerdo que la primera vez que estuve en Praga, hace exactamente 20 años, le pregunté a mi introductor cultural por la casa natal de Kafka, ante lo cual él hizo un gesto de extrañeza, dijo ignorarlo todo sobre el tema y en compensación me llevó a visitar la casa natal de Jan Neruda (un excelente escritor realista cuyos personajes no se convierten en insectos). Varios años después, nuevamente en Praga, teniendo en cuenta la experiencia anterior, no pregunté por Kafka, pero entonces fue uno de los colegas checos quien se ofreció espontáneamente a llevarme hasta la casa natal de Kafka, en el cruce de Maisova y Kaprová (una fotografia de la misma fue publicada en EL PAIS SEMANAL de 26 de junio). 0 sea que la consideración y valoración de Kafka en su propio país han sido relativamente kafkianas.

Su lenguaje sencillo encierra tal complejidad, su explicación llana cubre tales enigmas, que siempre existirá la tentación íntelectual de entrar a saco en su obra para interpretarla. Sólo así puede explicarse la incomprensión y hasta el rechazo que, desde el campo marxista, ha provocado en críticos como György Lukács o Yu Bóriev, entre otros. Es obvio que Kafka no es un pensador progresista: su metafísica está harto marcada por la imposibilidad de desprenderse de Dios y también de acercarse a él. Una extraña mezcla de claustrofobia y agorafobia. Pero tampoco es "mal profeta", como sefíala Bóriev. Aun apartándose del riguroso nivel artístico, en el que Kafka funda indudablemente una vanguardia, su obra puede ser provechosa en un examen de las condiciones sociales de su medio y de su época. Si Marx captó agudamente la utilidad del conservador pero intuitivo Balzac para efectuar un análisis de la sociedad capitalista, también es posible detectar en Kafka el sentimiento de aniquilación del individuo que suele provocar la sociedad burguesa.

Es cierto que Kafka no ve ni entrevé soluciones. Si artísticamente es un vanguardista, ideológicamente está en la retaguardia. De ahí que se quede en la frustración. Se siente incómodo en un mundo que considera oscuro e injusto, pero no consigue creer verdaderamente en el otro, cada vez más distante. "Lo bueno es en cierto sentido desesperante", escribió en uno de sus reveladores aforismos, y en otro, más impecable aún: "Una jaula fue a buscar a su pájaro". Pongamos que el pájaro sea, entre mil posibilidades, la palabra kafkiano; que la jaula termina por hallarlo y lo kafkiano no sale jamás de esos barrotes. Pero todo Kafka está fuera de la jaula. Todo Kaika es un formidable haz de preguntas a las que debemos hallar respuesta.

Ahora, al iniciar su segundo siglo, no estaría mal que los viejos devotos de Kafka (mi afición personal es anterior a 1948, fecha en que traduje y publiqué por primera vez, del alemán al castellano, una selección de sus parábolas) empezáramos una campaña por desaojetivarlo. Que vuelva a ser un escritor sustantivo. Y, en todo caso, arrimarle un adjetivo que no le haga mella. Afirmar, por ejemplo, que Kafka es decididamente kierkegaardiano.

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