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Anécdota, hábito y hastío

Los títulos de las primeras páginas de los periódicos acostumbran a destacar los sucesos menos eventuales y más dramáticos y previstos: en los últimos días, la cantada y rápida y asustadora vietnamización de América Central, por ejemplo, o la escalada irresistible -y dicen que histórica- de Mrs. Thatcher, la británica dama de hierro con carita de heroína talluda de novela rosa, a quien empujó al éxito una guerra lejana y pintoresca. De cuando en cuando, por fortuna, alguna noticia mínima y humana consigue desbancar a tan duras competencias, amparándose no más que en la sorpresa; verbigracia, la mujer del jefe del Gobierno español dando con sus huesos en tierra al bajar la escalera.La caída de doña Carmen Romero de González ha provocado una agria polémica sobre lo que, siendo en sí trivial y anecdótico -en la medida en que pueda serlo una caída sin mayores ni menores consecuencias-, puede resultar agresivo para una figura pública.

Para mí tengo que el velar por la dignidad ajena puede abocarnos a no pocos problemas para producir, de rebote, el efecto contrario al deseado, aunque declare que tampoco abrigo ahora la intención de moralizar acerca de las glorias y las miserias de la censura de benévolo talante. De mayor interés juzgo el rumiar un poco y hasta con naturalidad sobre esas servidumbres que impiden al ser humano caerse por las buenas y sin que se le ocurra a nadie publicar la noticia a los cuatro vientos.

Cuando alguien se cae, lo probable y acostumbrado es que el espectador lo entienda como motivo de sano regocijo, a mayor abundamiento si se trata de un vecino grande y poderoso o de una señora, que, tras el leñazo, nos enseña las enaguas mientras golpea sus carnes y siembra el suelo con las cien dispersas tripas del bolso: la costumbre es la costumbre. Luego vienen las inevitables ayudas a la fuerza, como si nadie pudiera levantarse sin ellas, y los gestos no menos forzados de preocupada conmiseración. Todo eso es una ingenua farsa que no puede justificar el interés de nadie: ni el del periodista, ni el del mirón o el lector.

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Quizá la noticia esté vinculada a la pérdida de toda condición privada y cotidiana, y el hecho de caerse pasaría a ser algo así como el ejercicio de un derecho a lo doméstico y habitual, que se pierde cuando se alcanza un determinado rango. De secretario de Estado para arriba, pongamos por caso, se acaba la oportunidad de la caída anónima y sin trascendencia para cualquiera de los cónyuges. De ahí en adelante la cosa se radicaliza y las exigencias van depurando los últimos resabios de lo común y, en seguimiento, un Príncipe en el sentido maquiavélico -por eso lo escribo con mayúscula- incluiría en su virtud la estabilidad absoluta e indiscutible. El mundo político sería, así, un universo platónico en el que los planetas y los cometas y las estrellas están clavados sin remedio en el tapiz sobrehumano. ¿Quién no reclamaría honores de portada para una fotografia de los astros desplomándose?

Yo no sé si los monarcas y los validos de las monarquías absolutas se caían o no, pero, si así lo hacían, jamás ningún pintor, aun tan poco respetuoso con la realeza y tan apegado a su tarea notarial como pudo haberlo sido Goya, osó reflejar con sus pinceles la imagen de una alta dama rodando por las escaleras abajo. Y si eso sucedía -y eso, sin duda alguna, sucedió alguna vez- no se consideraba motivo de retrato. Entonces, ¿qué es lo que ha pasado después de la Revolución Francesa? Decir que los reyes, los presidentes y los ministros han recuperado su estado humano, su condición humana sería demasiado fácil y evidente. Pienso que debe haber algo más que todo eso, algo que pueda explicarnos el porqué de la atracción de los resbalones reales y presidenciales, y también pienso que quizá pueda ser cosa del protocolo.

Los diplomáticos viven agarrados al protocolo como si se tratase de las tablas de la ley. Allí viene escrito bien a las claras todo lo que le puede suceder en materia de compromisos y trances difíciles, tanto a un humilde secretario tercero como al propio y solemne jefe de la misión. El protocolo prohíbe tajantemente la caída, incluso de traje largo y tazón alto, y para ello utiliza el medio más cruel en los usos diplomáticos: la ignorancia del suceso. No hay un protocolo de caídas ni de ayudas consecuentes, situaciones que se dejan a la más casual improvisación, en la casi seguridad y buen entendimiento de que el lance no rebasa unas ínfimas cotas de probabilidad. De ahí que una caída oficial y ante el cuerpo diplomático tenga asegurado el éxito que se brinda a las noticias ancladas en lo insólito. No es de extrañar que algún alma piadosa intente, en estos casos, recortar y amañar las fotografías para reducir la noticia a la dama por los meros suelos, ahorrando a todos el espectáculo de la perplejidad de quienes la rodean, huérfanos de toda solución protocolaria o administrativa.

Por lo común, el tema tolera tan mal la promiscuidad como la reiteración. Hubo un tiempo en el que un presidente de Estados Unidos, de nombre Gerardo -y tampoco fue el único-, llegó a hastiar a los fotógrafos con sus tropezones, sus zancadillas, sus falsos pasos de baile y sus traspiés.

De hecho, el presidente Gerardo estaba más tiempo por tierra -bien que involuntariamente, quizá para distinguirse del Papa- que asentado y en equilibrio Pues bien: los trastabillones y trompadas del presidente norteamericano pronto empezaron a no ser noticia y a cansar a los periodistas. La fotografía del presidente por los suelos no era ya una sorpresa y, salvo para los muy sutiles y sofisticados especialistas, tampoco. llegaba a serlo la fotografía del presidente de pie. Carezco de información de primera mano sobre si el reiterado incidente llegó a provocar la aparición de un capítulo en el protocolo de la diplomacia yanqui. Si llego a averiguarlo se lo comunicaré al lector.

Copyright Camilo José Cela, 1983.

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