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Reportaje:

Carabanchel: toma un pincho y defiende tu vida

Con la llegada del calor, la prisión madrileña se ha convertido en un campo de batalla entre reclusos

Dicen en Carabanchel que fue una pelea limpia, que Roberto Cande las y Feliciano Menéndez se encontraron en la escalera, cruzaron fieras palabras y recurrieron al implacable veredicto de los pinchos. De Roberto, un madrileño de 23 años, cuentan en la tercera galería, donde estaba internado, que era un sirlero, un especialista en el manejo de arma blanca, y también un qui, un tipo duro. Feliciano, su rival, el hombre que le clavó el hierro en el costado izquierdo, hundiéndole para siempre en el reino de las sombras, nació en Badajoz hace 20 años y, en esa estrella de cemento regado con sangre que es Carabanchel no se le conocía ningún incidente. Su galería era la séptima.La tarde que murió, la del sábado 11 de junio, Roberto Candelas dejó su celda hacia las 18.15 horas y, al frente del equipo de fútbol de la tercera galería, se dirigió hacia la séptima, en cuyo patio les esperaba el equipo rival. Roberto iba a ser el árbitro de un encuentro que nunca llegó a celebrarse. De lo que pasó después, todos coinciden en señalar la bravura y fugacidad de la acometida en la escalera entre Roberto y Feliciano, y algunos aseguran que el primero tomó la iniciativa de la lucha. Del motivo, los más dicen lo de siempre: enfrentamiento por antiguas diferencias personales o ajuste de cuentas por alguna mala pasada en el trapicheo de drogas. La de Roberto Candelas fue la cuarta, y hasta ahora última, muerte violenta de un preso en Carabanchel durante los tres últimos meses.

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La misma tarde que mataron a Roberto Candelas, el ayudante del cuerpo de prisiones Anselmo García, un asturiano de 28 años, casado y con una hija, comenzaba la más angustiosa peripecia de sus cuatro años de ejercicio en Carabanchel: el que sería tercer secuestro de funcionarios en el presente mes de junio."Hubo dos momentos en que creí que íbamos a morir. Cuando Santos Torres dijo que si veía el casco de un antidisturbios nos acuchillaba a todos, y cuando se puso nervioso porque Javier, un compañero también secuestrado, no encontraba una llave", relata el funcionario. Santos Torres, el principal protagonista de aquella rebelión, es un albaceteño de 28 años, que en Carabanchel ocupaba un chabolo o celda de la tercera galería, la de los multirreincidentes, los peligrosos según la dirección, los quíes.

En la tarde del sábado 11 de junio, Santos Torres estaba recluido en una celda de aislamiento, a causa de un reciente incidente en el que había amenazado con un pincho de cincuenta centímetros de largo a un funcionario, y Anselmo García era uno de los encargados de custodiarle. Anselmo iba desarmado, como van todos los funcionarios en el interior de Carabanchel. "Hacia las 18.30 horas", recuerda, "Santos regresó de un corto paseo por el patio con un nuevo pincho, que le habría tirado algún colega de la tercera galería, y me lo puso en el estómago. Luego me quitó las llaves, y junto con otro recluso, Ramón Borja, se dedicó a abrir las celdas e invitar a sus ocupantes al motín. De los 25 presos que había, se les sumaron otros siete".

Durante seis horas, hasta las 2.15 horas del domingo, nueve presos armados mantuvieron secuestrados a seis funcionarios, entre ellos un muchacho que iba a casarse el lunes siguiente. "No pudimos enterarnos de lo que pretendían, porque ni ellos mismos lo sabían. Sólo mostraban su desesperación, su deseo de salir del infierno de Carabanchel. El secuestro no tenía nada que ver con la reciente muerte de Candelas, porque ni los presos ni nosotros nos habíamos enterado de lo que había ocurrido".

"Como no vengan el presidente del Tribunal Constitucional y el Defensor del Pueblo, cada cuarto de hora cortaremos un dedo a un boqui", decía Santos Torres.

No fueron ni uno ni otro, pero sí el director de Carabanchel, Eusebio Hernández, el médico forense y el juez de guardia, presente en el centro para levantar el cadáver de Roberto Candelas.

La violenta situación se resolvió a tiros, ya entrada la madrugada del domingo, cuando Santos Torres salió al patio, donde estaba apostado con discreción un equipo de los GEO. Según la versión oficial, Santos atacó a los policías, y uno de éstos le disparó en el tórax, dejándolo gravemente herido. A las dos horas se entregaron sin violencia los demás amotinados.

La ley del cuchillo

"Yo sólo me explico lo que ocurrió por el ambiente general que se está viviendo en esta prisión y en la Modelo de Barcelona", reflexiona Anselmo García, a los pocos días del secuestro y cuando un nuevo suceso ha conmocionado a Carabanchel: la fuga de tres reclusos armados con una pistola de escayola pintada de negro.El pasado jueves, día la fuga, José Carlos Huertas, un estudiante madrileño de Medicina de 27 años, vivía sus últimas horas de estancia en Carabanchel. "Hay un clima de motín que sólo lo puedes sentir si estás aquí dentro", dice en su mugriento chabolo de la sexta galería, todo recubierto por fotos de chicas desnudas. "La gente está muy quemada, porque esperaba el indulto papal y luego una salida masiva con motivo de las reformas del Código Penal y la ley de Enjuiciamiento Criminal".

José Carlos ha cumplido en la prisión madrileña cinco meses de arresto mayor a causa de un accidente de automóvil, provocado por su ebriedad, y no cree que el problema de Carabanchel esté en una supuesta dureza de los funcionarios. "A mí la mayoría me han parecido tíos que están tan asustados como nosotros y que prefieren dejan hacer, antes que meterse en líos". "Lo que pasa", continúa, "es que aquí mezclan a violadores y asesinos con gente que ha robado una moto o ha tenido un acciden te, como yo. Estoy que doy saltos de alegría por haber salido vivo de aqui".

El interior de Carabanchel, y en particular la tercera y la quinta galerías, es hoy una selva de cemento donde mandan los más fuertes Las drogas, blandas o duras, circulan con total fluidez y provocan sucesos como el del pasado 27 de mayo, fecha en la que un recluso fue encontrado muerto de sobre dosis de heroína en un lavabo, con la jeringuilla colgando del brazo Los estupefacientes entran camuflados en flanes, tortillas o yogures, en los cerca de 200 paquetes que cada día acceden a Carabanchel, y que son controlados por lo propios reclusos, bajo la supervisión directa de apenas uno o dos funcionarios. La segunda vía de llegada son las comunicaciones íntimas o vis a vis que los internos mantienen con sus mujeres, novias e incluso con prostitutas contratadas por algún amigo del exterior.

Por lo demás, la movilidad de los presos es casi total en el interior del centro, y, durante la tarde, la cúpula, el corazón de la estrella, donde convergen todas las galerías, se convierte en un gran bazar de alcohol, drogas y fármacos, donde se llegan a pagar 7.000 pesetas por una botella de whisky, 2.000 por un gramo de hachís o 150 por una pastilla del tranquilizante roinol, ante la mirada de seis o siete impotentes funcionarios. Para satisfacer imperiosas necesidades sexuales, los reclusos saben que en la séptima galería pueden encontrar a travestis que venden sus servicios, y que tienen sus correspondientes chulos.

"Si quieres salir vivo de Carabanchel, tienes que ir armado", se dice, una y otra vez, allí. El arma en el talego es, sin duda, el pincho. Eusebio Hernández, 40 años de edad y director del centro, tiene en su despacho una buena colección de ellos, incautados en algunos cacheos. "Como no sea derribando la prisión o reformándola por entero, el problema de las armas es insoluble", dice; "aquí dentro está la mina".

Los pinchos se fabrican con asas metálicas de radiocasetes o cubos, con hierros extraídos de las camas o las ventanas, con cualquier cosa que pueda ser afilada y convertida en un punzón mortal. Y hasta se les dota de mangos con gomaespuma recubierta por cuero o esparadrapo.

Para Eusebio Hernández, al que todos reconocen haber impulsado una política de respeto de los derechos humanos de los internos en sus cuatro años como directivo, en Carabanchel es urgente "reducir el número de presos hasta uno por celda; doblar o triplicar el de funcionarios; crear una galería de máxima seguridad y trasladar a otros centros a los psicópatas asesinos que quieren imponer su ley". El ascenso de la conflictividad en los fines de semana lo explica el director por el hecho de que, esos días unos 150 presos incrementan la población de Carabanchel. Son hombres en tránsito, procedentes y destinados a otras prisiones españolas, y, en general, de talante violento.

Por esta vez, los tres sindicatos de funcionarios de Carabanchel coinciden en el análisis de la situación. En la prisión, afirman, hay ahora casi 1.600 presos, cuando su capacidad es de 800 a 1.000, y tan sólo unos 35 funcionarios, desprovistos de casi toda autoridad, y la mayoría, jóvenes e inexpertos, están de servicio en el interior de las cuatro galerías. "Nuestra moral está por los suelos", dice Anselmo García, "porque no podemos asegurar el principal de los derechos humanos de los internos: el derecho a la vida"

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