La lidia: Arcadia a las siete
Contemplar por televisión una corrida de toros es, hoy por hoy, una de las pocas ocasiones que le van quedando al afligido mortal para pensar que, verdaderamente, vive en el mejor de los mundos posibles. No ya la capacidad de crítica, sino la simple y visceral protesta por razones tan baladíes como la falta de trapío de un toro o la desidia de un torero quedan diluidas en un contorno de benevolencia suave, como muy hecha, ya de años, a contemporizar sin riesgos mayores.Todo lo comprende Matías Prats, todo le agrada al veterano locutor, a todo asiente sin una queja, sin una mala cara, sin sacar nunca los pies del tiesto. Así, quien ve la corrida en la pantalla reparará en que una cosa es lo que ocurre en la plaza y otra lo que en verdad se cuenta. El martes, como siempre, quien viera una media verónica chusca y mal rematada oyó, al mismo tiempo, que muy bien, que cuánto aseo en el lance. Si Ángel Teruel se echa fuera descaradamente y pincha en hueso media docena de veces, todo será fruto de la suerte adversa y de no haber dado, qué injusta es la vida, con las partes blandas.
Pero para que no quepan dudas de nuestro privilegio, de la felicidad que debe colmarnos frente al aparato, aún se hará una alabanza de la ventaja que supone ver la corrida en casa. En efecto: gracias a ello, precisamente por quedarnos en casa, confundiremos, como el toro, "el peto del caballo con una brazada de paja mullida", sabremos que "cuando Dámaso se desabrocha el cuello es que entra en reacción" y que el asesor taurino de la presidencia de la corrida, señor Rodríguez, se ha lesionado en una pierna y ha tenido que ser sustituido por "el popular Pepe Amorós". Datos todos ellos, como bien se ve, esenciales al discurrir de una lídia, seguida, gracias a las cámaras, "en España, gran parte de Portugal y una buena extensión de Francia".
Torear es, a través de la televisión, un noble oficio de caballeros bienintencionados que, al hacerlo siempre lo mejor que saben, ganan con honradez el pan para sus hijos. El ruedo, como una nueva Arcadia, se puebla de belleza en los momentos de mayor desconcierto: los trapazos son lances celestes, las banderillas caídas, barras de oro; los achuchones para tomar el olivo, aladas gracias. También los toreros -matadores y subalternos- tienen madre, y, digan por ahí lo que digan, están en toda ocasión dispuestos, eso le consta a nuestro intermediario, a cumplir con ese público que envía telegramas de agradecimiento y apoyo. Ese público que, en su inocencia, ignora que "El Ecijano, buen banderillero, es, como su nombre indica, astigitano". Ese público que desconoce genealogías, que pasaría con gusto sobre la toponimía y la onomástica, los lazos de sangre y el documento nacional de identidad de los alguacilillos, con tal de que le digan lo que pasa. Aunque Arcadia, por un día, sea Troya.
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