_
_
_
_
Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La sanidad, insoportable

El consumo médico galopante se asentó, como una dolencia crónica, en el mundo desarrollado. Durante los últimos 30 años, el porcentaje del producto interior bruto absorbido por la asistencia sanitaria no dejó de crecer a un ritmo vertiginoso en todos los países industrializados. Se trata de un fenómeno común que no cabe relacionar con unos determinados sistemas asistenciales ni con el carácter público o privado de la financiación. Las tres naciones de mayor gasto sanitario, Suecia, República Federal de Alemania y Estados Unidos -con, respectivamente, el 9,8%, el 9,2% y el 9%, de sus productos interiores brutos en 1977, y hoy, sin duda, con porcentajes superiores-, muestran profundas diferencias en la organización de la asistencia médica y en la forma de financiarla. Y, en un mundo radicalmente distinto, la Unión Soviética destina a sanidad, según determinadas estimaciones, el 12% del presupuesto del Estado, que equivale a un 9,6%. de su producto interior bruto. El crecimiento de la renta, los cambios demográficos -con mayor envejecimiento de la población-, la extensión de los seguros sociales de enfermedad, el progreso tecnológico -que en saljidad no es capaz de mejorar la productividad-, el estilo de vida patógeno, el aumento exagerado de la propia oferta sanitaria -médicos y hospitales- y, sobre todo, una enorme ineficiencia subyacente son las causas principales que alientan el consumo médico y lo han empujado hasta niveles alarmantes. En varios países, "el ciudadano debe trabajar cuatro o cinco semanas al año solamente para pagar sus servicios sanitarios" (Abel-Smith, 1981).Esta tenaz y específica inflación sanitaria amenaza gravemente a todos los sistemas actuales de asistencia médica. El peso económico de la sanidad ha llegado a ser insoportable. No se percibe, además, una clara correlación entre las elevadas cifras del gasto sanitario y la mejora de la salud de la población, medida por el aumento de la expectativa de vida o el descenso de las tasas de mortalidad: entre las naciones con mayor consumo médico, unas, como Holanda y Suiza, presentan tasas de mortalidad muy bajas, y otras, como la República Federal de Alemania y Estados Unidos, muestran, sin embargo, tasas superiores a las de países con menor gasto. Los hechos son equívocos porque la asistencia sanitaria es sólo una, y no la más importante de las varias y diversas fuentes interrelacionadas (renta y educación suficientes, vivienda adecuada, hábitos higiénicos, alimentación racional, trabajo digno, atención médica) que componen el caudal de salud de una sociedad. Ya se ha generalizado la convicción de que el enorme volumen de los gastos sanitarios es desproporcionado a su utilidad, y en algunos países de vanguardia se exploran nuevas formas de prestación y de financiación de cuidados -prepaid groups y las propuestas legislativas denominadas procompetition, en Estados Unidos, o "presupuesto global hospitalario", en Canadá- que tratan de conjugar una mayor eficacia en la asignación de los recursos sanitarios con el indeclinable derecho a la asistencia médica. La sanidad de nuestro tiempo está definida por la necesidad de armonizar la equidad con la eficiencia.

Ejemplarmente imperfecto

En la asistencia médica concurren unas circunstancias peculiares, y probablemente únicas, que desbaratan las condiciones teóricas requeridas por la competencia perfecta del libre mercado.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

La soberanía del consumidor ha sido asfixiada por tal cúmulo de desviaciones que el propio provisor del servicio, el médico, establece -más exactamente, ordena, prescribe- el volumen, el tipo y la calidad del consumo. El enfermo / consumidor, ignorante de la ciencia médica, debe entregarse al médico, quien decide de modo casi absoluto el tiempo que dedicará al paciente, los análisis y pruebas diagnósticas a que éste debe someterse, el tratamiento farmacológico o quirúrgico, el ingreso o no en un hospital y, en caso de internamiento, la duración de la estancia. El médico puede incluso prescribirse a sí mismo y crear demanda sanitaria, la llamada demanda inducida. "En la atención al enfermo, siempre es posible hacer una cosa más", escribió Wildavsky. El médico es el único que dispone de respuesta a la demanda de asistencia del enfermo, y con la respuesta, su coste económico. Se ha calculado que el médico asigna directamente el 70%-80% de los recursos sanitarios, y de manera indirecta, el resto.

En muy pocos mercados, quizá en ninguno, el consumidor depende de tal modo del productor. Ni siquiera un hipotético consumidor debidamente informado podría liberarse de tan rigurosa sumisión, porque el estado de enfermedad en que se encuentra supone una merma en la vitalidad o, cuando menos, un desajuste de lo cotidiano que impide juzgar con frialdad y, en ocasiones, racionalmente. La actitud de la profesión médica no es, por otra parte, dialogante e informativa; de hecho, los médicos procuran -y en bastantes casos puede ser terapéuticamente necesario- mantener al enfermo desinformado.

La homogeneidad del producto o completa igualdad de la mercancía que vende cada uno de los productores (en este caso, de los servicios que el médico presta), condición también exigida por el modelo de libre mercado, es imposible en la asistencia sanitaria. La igualdad normativa no cabe en Medicina, donde el saber está sujeto a revisión permanente y acelerada, las acciones han de someterse a las circunstancias del enfermo y las tendencias terapéuticas son múltiples y variables. En Medicina todo se encuentra sumido en una fuerte incertidumbre. Es corriente que médicos diferentes no actúen del mismo modo en un mismo caso. Con frecuencia tienen criterios distintos o, a pesar de su capacidad técnica y de su experiencia, dudan acerca,de cuál es la atención más adecuada para un enfermo.

La ausencia de barreras para entrar o salir en el mercado y la existencia de numerosos compradores y vendedores que aseguren la libertad e independencia en la formación de los precios son también irequisitos de la perfecta competencia irrealizables en la asistencia sanitaria: el título de médico es indispensable para asistir al enfermo y conlleva un monopolio profesional, y la tarifa de honorarios médicos (precios) es establecida por los propios médicos.

Un 50% más

El mercado médico es, pues, ejemplarmente imperfecto, y se disloca todavía más con la presencia del denominado tercer pagador, o sea, el Estado, la Seguridad Social o las compañías privadas de seguro que garantizan la asistencia médica necesaria. El tercer pagador es una figura justa e indispensable ante la naturaleza imprevisible de la enfermedad y los gastos que causa, a menudo tan elevados que individualmente serían muy pocos los que podrían hacerles frente. Pero el tercer pagador tiene efectos económicos perversos. Al suprimir el pago directo por el consumidor crea en éste la ilusión de que los servicios mínimos son absolutamente gratuitos, aprecio cero, y así socava la conciencia de coste, estimula la insensibilidad personal ante el abuso e impulsa continuamente la demanda de asistencia. Dado que el enfermo / consumidor, paga poco o nada directamente por los servicios que recibe, carece de estímulo para limitar sus demandas de cuidado; el médico/ proveedor, pagado por un tercero -que le abona una cantidad fija o le reembolsa los honorarios-, tampoco tiene aliciente alguno para el ahorro, y el tercer pagador siempre puede transferir el despilfarro, repartiéndolo entre todos los asegurados (o entre to dos los ciudadanos, en caso de que el servicio sea estatal), que indirectamente pagan en sus cuotas (o en sus impuestos) la ineficiencia del sistema. En este triangular flujo de dinero, ninguno de los actores tiene suficiente estímulo para hacer elecciones económicas. Todos, por el con trario, están envueltos en un profundo desinterés que exacerba el consumo. "Las personas protegidas completamente por un seguro de enfermedad gastan alrededor del 50% más que personas similares protegidas por un seguro limitado a la grave enfermedad" (Newhouse, 1981).

Natualeza 'medicocéntrica'

Las imperfecciones del mercado médico y los efectos indeseables del tercer pagador ponen de manifiesto que los soterrados mecanismos que mueven el consumo sanitario se concentran en manos del médico. El libre mercado no es capaz de asignar con eficiencia los recursos sanitarios

(al menos, sin introducir fuertes y cuestionables dispositivos correctores), ni tampoco puede hacerlo la regulación estatal, porque en sanidad la facultad de decidir pertenece casi exclusivamente al médico. Es él, como dije, quien determina la cantidad y la calidad del consumo de asistencia sanitaria. Cualquiera que sea el sistema (Seguridad Social, servicio nacional de salud, Medicina liberal), o su fuente de financiación (pública, privada, mixta), o su nivel (primario u hospitalario), o su intensidad o su urgencia, siempre converge en el médico. En la asistencia todo es movedizo y contingente, excepto el lugar central que el médico ocupa. Irremediablemente, la naturaleza de la sanidad es, diría, medicocéntrica, y la actitud del médico constituye la variable crítica de cualquier proyecto o situación sanitarios.

La eficiencia indispensable

Los programas o reformas que no consigan penetrar en dicha actitud, jamás serán otra cosa que vestiduras de tul y lentejuelas, como la falda de Colombina. La ineficiencia sanitaria se origina en una situación absurda: el médico decide de manera casi absoluta el uso de los recursos que la sociedad destina a la asistencia sanitaria, pero la misma sociedad prescinde del papel económico del médico, lo omite. Mantiene al médico recluido en las funciones técnicas y artificialmente ajeno a su excepcional poder económico, desentendido de él, de modo que el médico decide el gasto sanitario sin responsabilidad económica, sin conocer el valor de lo que gasta, sin advertir incluso, en muchas ocasiones, que al decidir clínicamente está produciendo un desembolso. Gasta millones de millones sin saber siquiera que los gasta. En Estados Unidos, 241.000 millones de dólares fue el coste de la sanidad en 1981, y se estima que será de 758.000 millones en 1990; en Francia, 215.000 millones defrancos en 1980; el mismo año, 12.000 millones de libras esterlinas en el Reino Unido; en Alemania Occidental, unos 120.000 millones de marcos; en Suecia, 32.000 millones de coronas en 1977, y se prevé que ascenderán a 84.000 millones en 1985. En España se carece de datos fiables, pero puede afirmarse que el gasto sanitario no ha sido inferior a 1,2 billones en 1982. Las cifras son exorbitantes y, sin embargo, no se ha establecido sistema alguno para informar o alertar al médico. Su enorme capacidad de decisión funciona a ciegas, porque la sociedad oculta al médico el excepcional poder económico que el mismo médico tiene en sus manos.

Naturalmente, tal ocultación no es inocente. La ignorancia económica del médico sustenta buena parte del desmesurado crecimiento del consumo sanitario que nutre muchos negocios poderosos. Un médico informado y con incentivos para el ahorro sería un prescriptor austero. No haría uso innecesario de aparatos sofisticados y carísimos -por ejemplo, el CT Scanner, que tiene un precio de 500.000 dólares y muy altos costes de mantenimiento-, cuyas posibilidades de venta se limitarían a lo justo, y reduciría el consumo excesivo de medicamentos, a la vez que sustituiría los de elevado precio por sus bioequivalentes más baratos (sólo esta sustitución podría ahorrar a la Seguridad Social española unos 4.000 millones de pesetas al año). La información económica del médico no favorece los intereses de la gran industria electromédica y farmacéutica. Instaurar la eficiencia sanitaria requiere, por tanto, esforzarse en revelar la realidad, en reconocer socialmente el singular papel económico que el médico desempeña, y adoptar las medidas consecuentes. No se trata de inyectar en el ejercicio de la Medicina la obsesión por reducir el gasto sanitario.

El fin de la eficiencia médica no es el de contener directamente los costes, sino el de construir un sistema capaz de soldar la actual ruptura entre decisión y responsabilidad, garantizando que los que deciden el consumo sanitario tienen conciencia económica de sus actos.

La eficiencia reside en la voluntad ilustrada y despierta del médico, y por eso los incentivos profesionales y económicos son imprescindibles. No hay que temer decirlo.

Tales incentivos resultarían baratos y liberadores: el médico eficiente puede hacer soportable la sanidad, que el despilfarro ha convertido hoy en insoportable e insolidaria. Los recursos son inevitablemente limitados, y la atención excesiva o innecesaria a un paciente supone la privación o la insuficiencia asistencial de otro. Hay que distribuir mejor los recursos, y los políticos progresistas cometerían un grave error si no dedicasen la misma atención a procurar incentivos al médico / provisor de la asistencia que a conceder beneficios al enfermo / consumidor de la misma. Lo que no impediría rechazar el gremialismo y ajustar el poder profesional.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_