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Tribuna
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Tan a mano

Cerca de casa nos han montado una exposición itinerante de reptiles vivos. A veces, en el mismo lugar, se juegan partidos de fútbol vecinal, se instalan las ferias y los circos. Ahora, de súbito, ha aparecido una sucia y grande burbuja de políuretano regida por dos hombres astrosos -el que despacha los billetes y el portero- que farfullan un lenguaje inextricable. Se supone que estos promotores, acaso cátaros y apátridas, hacen negocio con los reptiles y viven asiduamente con ellos en una relación que se remonta al palcozoico.El interior de esta carpa es un espacio ahíto donde fulgen como coágulos las lámparas que calientan las vitrinas de los animales. En ese ámbito todo tiende al silencio o al sueño. Un silencio en el que se suman los haces extáticos de las luces y la extrema desolación que envuelve a los reptiles. Una lenta pesadilla que apenas mueve el aire; una larga y fluida lengua de culebra que hiende a intervalos la distancia y una aceitosa contorsíón de pitón, sin destino y sin ruido. Las tortugas, los cocodrilos enanos, las iguanas, están parados y cubiertos de moho como piedras inmemoriales. Esto es el adentro. Pero afuera, bruscamente y en consonancia con las evocaciones que una carpa propicia, hay una batería de altavoces que lanzan a los cuatro vientos una música alborozada. Es la feria. Es decir, la muerte reprocesada en circo, la repugnancia convertida en un don que nos visita el barrio. Una breve cola de padres con hijos esperan ante la taquilla al ritmo contagioso de la charanga. ¿Qué hacer en la crepuscular tarde del domingo? ¿Cómo dejar de apreciar esa oportunidad pedagógica que para los niños nos propone la visión de los animales? Y tan a mano.

Pero esta exposición no es pedagógica ni infantil. El niño golpea el cristal y mira al reptil, pero el reptil está saciado de veneno y de silencio. El niño brujulea, corre de una vitrina a otra, se anima entre exclamaciones y chanzas. Y el padre piensa que ese niño es tonto, o está blindado. Jamás, como en ese siniestro escenario, el padre descubrió que el ocaso de una tarde de domingo se halla directamente emparentada con la aplastada vida de los saurios. Y nunca, a la vez, pudo concebir que los niños, al azar, terminaran por ponerse del lado de las fieras.

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