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Reportaje:ELECCIONES DEL 8 DE MAYOCiudades del mundo

La lenta muerte de Venecia

Juan Arias

Venecia muere es una obra que se ve en todos los escaparates de las librerías de Venecia. Es la acusación más grave hecha a los políticos italianos y ha sido escrita por dos enviados especiales del Sunday Times. La conclusión no puede ser más dramática: "Hoy, Venecia está muriendo y no hay esperanza de salvarla". Sobre esta Venecia, de la que ha escrito James Morris que "provoca emociones como ningún otro lugar del mundo", había escrito, con acentos desgarradores, Le Corbusier, en su última carta al alcalde de Venecia, considerada como su testamento espiritual: "No asesinéis a Venecia. Discutid en ella, ciudad armoniosa, el futuro del mundo, porque se trata de un milagro viviente".Para salvar a esta ciudad -de la que salió el primer europeo, Marco Polo, a la conquista de China, y que fue en el siglo XV la ciudad más rica y más grande de Europa, más que Londres, Roma y París- existen nada menos que cinco proyectos del Parlamento: el primero con fecha de 1937 y el último de 1973. Existen en todo el mundo más de 15 comités creados para impedir que esta ciudad de góndolas, sin coches, motos ni bicicletas, con sus calles de agua, sus 400 puentecitos medievales para atravesar sus canales, sus 220 palacios de ensueño y sus 100 iglesias tapizadas de pinturas de Tiziano, Tintoretto, Tiepolo y Veronese, no acabe sepultada y abandonada como una reliquia de un pasado glorioso. Todos los críticos están de acuerdo en que Venecia que fue la cremallera entre Oriente y Occidente, el centro más imporrtante de toda la humanidad durante varios siglos, es la ciudad que más ha inspirado a todos los gran des genios -en ella vivieron y de ella se interesaron desde Dante a Goethe, a Galileo Galieli, a Petrarca, a Wagner, a Verdi, a Proust, a D'Annunzio, a lord Byron, a Hemingway, a Chaikovski, que, frente al canal grande, escribió su Cuarta Sinfonía.

Su esplendor, sus proezas, su belleza irrepetible enamoró siempre al mundo entero. Pero, ahora, Venecia está enferma. Basta recorrer sus callejuelas, que tienen aún el nombre español de calle, y hablar con la gente para darse cuenta de que rezuma en todos amargura, desilusión, fatalismo. "Están obligando a los venecianos a irse fuera. Están regalando nuestra Venecia a los nuevos millonarios, que vienen sólo a pasar el fin de semana. El Gobierno nos abandona. Se incrementa sólo el turismo, pero es un turismo", afirma la hija del gran artista del cristal Constantini, "que es peor que la alta marea. Es una invasión de gente que se vuelca cada día en Venecia arrasándolo todo". "Pasan por Venecia", dice, "corno escuadrones de caballería, pero no ven la ciudad, no la gustan, no saben saborear su silencio, captar su magia, apreciar su misterio. Y menos saben comunicar con la gente veneciana, que es acogedora, no violenta, enamorada de su laguna, de sus canales y de sus rincones preñados de arte y de historia".

¿Qué responde a estas críticas el primer ciudadano de Venecia, el alcalde socialista Mario Rigo? Conversando con EL PAÍS, en su despacho, frente al canal grande, afirma que, si fuera un mago, haría tres milagros para salvar a Venecia: resolver el problema del agua alta, el de la vivienda y el del turismo. Si no se resuelve el drama de la alta marea, que unas 10 veces al año inunda las casas, a veces amenazadoramente, como en 1966, cuando se pensó en la tragedia final con dos metros de agua en la plaza de San Marco, Venecia no tendrá futuro. Se irá desmoronan do poco a poco. Y ahora todos los bajos de las casas están inutilizados. El proyecto para controlar, con instrumentos de alta ingenie ría, la entrada del mar Adriático por las tres bocas de los canales existe. Según el alcalde socialista, tras largos años de apatías y de mezquinos intereses, junto a dificultades técnicas reales, ahora podría acabar resolviéndose el problema eterno de Venecia: el de sus aguas. Es un problema provocado, en parte, por la naturaleza, que es imprevisible en la fuerza misteriosa del mar pero, en parte, porque el hombre ha violentado el equilibrio delicadísimo de la naturaleza, que, con sus bajas y altas mareas, ha regulado siempre el nivel de las aguas y asegurado su limpieza con un recambio natural de aguas cada 12 horas.

El problema de fondo es que Venecia tiene dos caras: la Venecia de ensueño que todos conocen, sin coches y sin fábricas, y la Venecia horrible, monstruosa, de Mestre, que es la otra mitad de la ciudad, unida a Venecia por un puente empezado a construir por Napoleón. Mestre industrial es como la periferia fea, en la tierra firme, de la otra Venecia centro histórico, nacida sobre las aguas de la laguna.

"Una reserva de indios"

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Para mantener el desarrollo industrial de Porto Marghera, el primer centro químico de Italia y el tercer puerto más importante del país, se ha alterado el equilibrio de la Venecia artística. Y la ciudad se va hundiendo un centímetro cada dos años.

Y, sobre todo, sus aguas han sido contaminadas. Una política miope ha empujado a los jóvenes hacia las fábricas y Venecia ha perdido en 30 años la mitad de su población. Hoy tiene sólo 85.000 habitantes. No habiendo funcionado los planes de reestructuración de Venecia aprobados por el Parlamento, una buena parte de sus edificios se está desmoronando. La gente se va porque no tiene dinero para restaurar sus casas y el Gobierno no favorece a los privados. Sólo los millonarios, llegados de fuera, pueden comprarse una casa y arreglársela, como un trozo de cielo. El alcalde socialista afirma que habían pedido al Gobierno una ley para que permitiera al ayuntamiento comprar las casas que se venden para poder dárselas a los venecianos, a los hijos de la laguna, pero que dicha ley, por un falso respeto a la propiedad privada, nunca ha sido aprobada. Y comentó: ¿Qué será un día Venecia sin los venecianos? Perdida la venecianidad se acabará todo el encanto de este paraíso. "Los venecianos se sienten como una reserva de indios", añade el teniente de alcalde comunista Paolo Cacciari, quien añade: "Es un crimen hacer morir a una ciudad, única en el mundo, construida a la medida del hombre, donde el mayor placer de la gente ha sido siempre el de encontrarse. Y el responsable de la enseñanza, el socialista Cesare de Michelis, dice, entre amargado e irónico: "En todas las ciudades del mundo están sudando sangre para resolver el problema del tráfico en el centro histórico. Aquí este problema lo ha resuelto la naturaleza, porque nunca hubo espacio para un coche o para una moto". "Si acaso", subraya el teniente de alcalde Cacciari, "el problema de tráficc, se plantea en los canales, porque no existe una ley que regule la presencia de barcas a motor y porque la marea de turistas impide a la población viajar tranquila por sus aguas". "Aunque un hecho positivo", añade, "es que se está volviendo al gusto por la barca a remo, que fue desde siempre el único coche de los venecianos".

La ciudad más cara de Europa

Durante más de 20 años se ha luchado para incrementar el turismo en Venecia, dice el alcalde Rigo, y, ahora, paradójicamente, acabamos de tomar una decisión que la comunico por primera vez a EL PAÍS: "Varnos a parar y reglamentar el turismo, porque, si no, esta ciudad explota y los venecianos acabarán escapando todos, porque la vida en la ciudad se hace imposible. También como ciudad cara. Y ahora es la más cara de Europa". Y, en realidad, hay hoteles en los que cuesta 38.000 pesetas dormir una noche, como el Gritti Palace o el Floriani. En un restaurante, una tortilla francesa cuesta 1.200 pesetas y una comida normal no menos de 4.000 pesetas. El mercado de fruta y verdura cuesta el 50% más que en Roma. El problema, dice el alcalde, es encontrar instrumentos jurídicos para controlar el turismo, porque Venecia es de todos y no podemos echarle cerrojos. Se piensa ya en que se pague un billete para entrar a la ciudad o que no se pueda tomar un hotel para menos de tres días. Y el drama de los venecianos, constreñidos a dejar Venecia y sus canales para irse a vivir al hormiguero de cemento de Mestre, es, en realidad, doble, nos dice la gente obsesivamente. No es el de cualquier ciudadano de una ciudad que tiene que dejar el centro histórico para irse a un barrio. Aquí, el paso es más dramático, es cultural. Para muchos supone la muerte prematura. Porque el veneciano vive en simbiosis con su laguna. Baste pensar que cada año, en la fiesta de la Ascensión, se celebra, desde hace 806 años, el rito del matrimonio de Venecia con el mar. Van todos en procesión con las góndolas y echan al mar una corona de flores y un anillo de oro, y repiten, desde hace ocho siglos, la fórmula autorizada al doge por el papa Alejandro II: "Te esposamos, oli mar, en señal de verdadero y perpetuo dorninio". Un matrimonio con el cemento, con los coches, con los rascacielos, para un Veneciano es mucho peor que un rito fúnebre, porque supone arrancarlo de una ciudad de la que decía James Morris que se percibía en ella "un sentido de mágica tranquilidad, un sentido de liberación del ordinario, una oscura percepción del absoluto que es, al mismo tiempo, arte, naturaleza, sorpresa, emoción, enigma, exaltación y melancolía".

¿Sería así una Venecia conquistada, habitada, saqueada por los nuevos ricos del mundo, sin el calor y el sabor de sus gentes, que la hicieron grande, bella, dulce y misteriosa como el signo de Piscis bajo el que la pusieron las estrellas? Es esta la pregunta angustiada que se hacen hoy todos: los administradores locales y la gente entristecida de la calle.

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