Estragos

Me lo dijo el otro día una amiga:-Cuando yo conocí a Fraga, hace lo menos treinta años, era un hombre guapísimo. Aunque no te lo creas.
No me lo creí. La escuché con perplejidad nacida de la mera observación, de la posesión de dos ojitos, los míos, con los cuales he podido contemplar abundantemente a don Manuel, hasta aprenderme de memoria lo maltrecho de su envergadura, el diricil volumen de su cráneo.
-Pues sí, entonces era un chico alto y delgado, y pálido, ¿sabes?, pálido y con unos rasgos así, finos, de cara larga. Y en la cabeza tenía pelo, o sea, lo que se dice pelo, pelo como tú y como yo...
No es posible, me repetía yo, recordando el físico fraguiano, su corpachón de embestidor impenitente, su testuz turriadora, tan presente ahora en los cartelones electorales. Esa cabeza que alguien parece haberle clavado entre los hombros con inmisericorde martillazo, la sonrisa feroz y berroqueña, y, sobre todo, su desmesura occipital, esa frente imposible, que más que amplia parece estar hinchada con tanta cogitación achicharrante. Es una frente de tentempié plomado, de tal modo que siempre me admira ver a don Manuel en la verticalidad habitual, sin que se le descabale el peso y acabe por aterrizar de coronilla. Intenté explicar a mi amiga que al nacer todos recibimos un cuerpo, agraciado o desgraciado por azar, y que es después, al ir viviendo, cuando vamos conformando no sólo nuestro destino, sino también nuestra apariencia física. Que todos nos tallamos el rostro, día a día, hasta convertirlo en algo propio, fruto de mi decisión de ser quien soy. Que las arrugas de mi cara adulta son un reflejo de mis arrugas interiores.
-Claro. Y él se ha convertido en un tragón -decidió mi amiga.
¿Cómo ha ido esculpiéndose Fraga esa fealdad tan sólida? Ahora tiene la cara hecha a bramídos, y su propensión al exabrupto le ha hincado un profundo surco entre las cejas. Contemplo hoy sus fotos e intento imaginar cómo era antes, recuperarle por entre los estragos que con su propia vida se ha infligido, rescatar al joven guapo que Fraga encierra dentro suyo, a ese pobre prisionero de sí mismo. Qué desolación carnal, qué desperdicio.
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