Las semifinales y la final
Los impresionantes dinosaurios, que durante milenios dominaron la tierra, desaparecieron rápidamente al final del cretácico, hace unos 65 millones de años. No se fueron solos. La quinta parte de las especies terrestres se fue con ellos. Ningún vertebrado de más de 25 kilos sobrevivió.¿Por qué desaparecieron todas estas especies animales y vegetales? Hasta 1980, ninguna de las hipótesis propuestas era aceptada con carácter general. Pero el descubrimiento en ese año de un exceso de iridio en los niveles sedimentarios marinos en el límite entre el cretácico y el terciario cambió totalmente la situación. La única explicación propuesta -y hoy día casi unánimemente aceptada- de este exceso de iridio que apareciera en numerosos lugares de los dos hemisferios era el impacto sobre la tierra de un asteroide de unos 10 kilómetros de diámetro, con una abundancia de iridio bastante superior a la media de la Tierra. Se conocen cientos de asteroides con órbitas que interceptan a la Tierra, y la probabilidad calculada de que uno de ellos caiga sobre nuestro planeta es muy pequeña: un asteroide de este tamaño debe colisionar con la tierra cada 10 [elevado a la 8ª potencia] años. El impacto de un asteroide del tamaño indicado debe producir un cráter de unos 100 a 150 kilómetros de diámetro y, además, cambios importantes en el clima terrestre. Si el impacto, como parece más probable, tuvo lugar sobre un océano del hemisferio Norte -donde los excesos de iridio son más frecuentes-, la enorme cantidad de agua proyectada sobre la atmósfera habría producido una elevación de la temperatura media de más de 10ºC, además de los efectos de corta duración, como un tsunami gigantesco acompañado de olas de cientos de metros de altura. Los complejos y duraderos cambios de clima ocurridos, en curso de estudio actualmente, explican la extinción del 75% de las especies vivas en ese momento crucial de la evolución de la vida.
Desde que la vida empezó a diversificarse, al menos otras cuatro o cinco veces, causas distintas barrieron especies enteras en una poda arbitraria y caprichosa del árbol filogenético. Estas extinciones masivas nos recuerdan el precario equilibrio de tantas formas de vida que sólo pueden perdurar en pequeños intervalos de temperatura, intensidad de luz y de radiactividad, composición de la atmóstera...
Hasta bien entrado este siglo, el hombre, como todas las demás especies vivas, ha sido sujeto pasivo de su entorno. Los grandes cambios que en éste se producían, los soportaba como podía, pero nunca pudo modificar apreciablemente el medio en que vivía.
Su creciente inteligencia le permitió pasar paulatinamente de espectador a actor. Pero, en su estado actual, el grado de desarrollo de su inteligencia y su psiquis no le permiten más papel que el del malo que perturba y estropea o rompe casi todo cuanto toca: aumenta el CO2, destruye la frágil capa de ozono, poluciona ríos y mares, tala y quema bosques...
Es el azar casi el único que puede realizar las buenas acciones, y a este diosecillo es bien sabido que no le gusta prodigarse.
Por de pronto, la inquietante realidad es que nuestro malévolo actor ha encontrado la llave del núcleo atómico y se encuentra ya bien provisto de una buena panoplia de medios de destrucción. Sus todavía inexpertas manos, dirigidas por su todavía primitiva psiquis, en la que con demasiada frecuencia todavía afloran pasiones agresivas demasiado parecidas a las de sus predecesores, pueden en cualquier momento apretar los botones que llenarían los cielos de muchos millares de explosivos nucleares.
La vieja receta de mirar al pasado para prever el futuro, en esta ocasión sería mejor olvidarla.
En el pasado, el hombre nunca ha puesto de lado un juguete mortífero sin antes jugar lo suficiente con él. Por eso, Einstein, tan riguroso en su pensar, creyó siempre que la guerra nuclear era inevitable. Pero, cuando Einstein murió, una guerra nuclear no habría supuesto ciertamente la caída definitiva del telón y el final de la representación. Hoy, casi 30 años después, es posible que el precario equilibrio que permite vivir a tantas especies -y entre ellas la nuestra- podría ser irreparablemente roto por un conflicto nuclear a escala mundial.
Pero también es muy posible que nuestra especie pudiera encajar el golpe y, aunque muy disminuida, seguir adelante.
Pero de este paradójico semirevolucionado mono -al que se le ha caído ya casi todo el pelo, anda totalmente derecho y ha sido capaz de inventar el cálculo diferencial absoluto y descubrir que el espacio es curvo- podemos tener la absoluta certeza de que no dejará de exprimirse concienzudamente el cerebro, en algún lugar del cual todavía permanecen casi intactas las mismas estructuras en que nacen y se justifican los instintos agresores de los saurios y los mamíferos, y se lo exprimirá hasta que no le quede ni la más ligera duda de que dispone de medios sobrados para que nadie, nunca más, pueda volver a oír las sonatas y sinfonías del inmortal sordo.
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