La renovación del Tribunal Constitucional: una voz disidente
La lectura de la Constitución más allá de la letra -"el espíritu vivifica", recuerda el autor de este texto- significaría su interpretación y aplicación desde la perspectiva de profundizar sin desmayo la democracia, y el Tribunal Constitucional debe actuar, dice, como garante e intérprete que es, "en la creencia de que la justicia constitucional tiene que presentarse como un espejo donde se refleje la imagen de las luchas políticas, transformadas, eso sí, en litigios jurídicos".
En todas las democracias en donde la Constitución no es una mera hoja de papel se enfrentan, a veces, dos distintas concepciones en la forma de entender el significado último de lo que representa la norma fundamental. Cuestión que en nuestro país ha adquirido en estos días una apasionante actualidad y que afecta directamente al corazón mismo de nuestra vida política.Por una parte, se piensa que la Constitución, una vez aprobada, debe aplicarse en tanto que norma suprema que organiza los poderes e instituciones del Estado y que fija los derechos y los deberes de los ciudadanos de una vez y para siempre. En tal sentido, la única interpretación que se puede hacer de la misma es simplemente la literal: el principio de seguridad jurídica exige que no quepan diversas aplicaciones de sus artículos y, por supuesto, ninguna que no derive estrictamente de su letra. Todo intento de buscar interpretaciones que no sean de orden literal aparece así como un grave atentado a los postulados mismos del Estado de derecho.
Los que así piensan desconocen que si en aras de la seguridad jurídica se trata de aplicar la Constitución de forma dogmática, se puede caer en el despotismo de la norma y, lo que es peor, en la absoluta esterilidad de su aplicación. La Constitución, por supuesto, debe ser estable, pero no puede permanecer estática y ser aplicada en el vacío. Axioma, por lo demás, que puede generalizarse a todo el derecho. Se cuenta, en este sentido, que al anunciarle a Napoleón el primer comentario de su Código Civil, con las diversas posibilidades que ello suponía, comentó: "Pues, está perdido".
De ahí que la interpretación de la norma suprema por los jueces no puede ser, a pesar de lo que pensaba el emperador francés, una aplicación mecánica que derive del sacrosanto respeto a la forma jurídica, sino que, bien al contrario, por encima de ella hay que tener en cuenta su espíritu, en muchas ocasiones en contradicción directa con la literalidad legal. Así, se ha dicho que la letra mata y el espíritu vivifica. Esto es, no se puede aplicar separadamente un artículo de la Constitución, aislándolo de los otros e ignorando los principios de los todos derivan.
Es más, si, como ocurre hoy en España, los jueces constitucionales participan inevitablemente en la elaboración misma del derecho constitucional, no deberían asumir la tentación de apartarse demasiado de la regla democrática de la mayoría. De lo contrario, se podría entablar un sinuoso camino que podría llevar al Estado autoritario. En efecto, como ha escrito un autor: "Incluso los jueces que actúan de forma sincera por la protección de las libertades públicas podrían, a la larga, convertirse, sin quererlo, en instrumentos de tiranía si se apartan de la legitimidad democrática". ¿Es necesario recordar el triste papel reaccionario que desempeñó el Tribunal Supremo americano oponiéndose a la política progresista del presidente Roosevelt, denominada el New Deal, en aras de una interpretación estrecha de la Constitución?
Por otra parte, una segunda concepción del significado de la norma fundamental considera a ésta como el marco obligado de referencia en el que el pueblo debe ejercer continuamente su soberanía. Así, la Constitución debe ser interpretada y aplicada desde la perspectiva de profundizar sin desmayo la democracia, sirviéndose de las mayorías progresistas que puedan presidir la vida política. Si, a veces, para conseguir tal objetivo, hay que forzar la literalidad de sus artículos, lo que se pierde en legalidad se gana en legitimidad. La Constitución no puede ser in corsé rígido que regule de manera definitiva la convivencia de un pueblo ni puede considerarse igualmente, en modo alguno, como una panacea o talismán que, aplicadó en su literalidad, sea el medio le conseguir ad infinitum la salvaparda del Estado de derecho.
Ciertamente que una manera de adecuar las Constituciones a las exigencias y demandas sociales mayoritarias reside en la posibilidad de su reforma y, así, se establecen cláusulas, en la mayoría de ellas, para conseguir tal fin. Pero admitida tal posibilidad, a veces no resulta conveniente, por distintas razones, poner en marcha tal mecanismo.
Un punto de partida
De ahí que la función transformadora de una Constitución moderna no se agote con tal eventualidad. Existe también otra reivindicación de nuestro tiempo consistente en exigir, en el momento de su interpretación y aplicación, la voluntad política necesaria para convertir en legal y vigente el principio de la soberanía popular llevado a sus últimas consecuencias. Se trataría, entonces, como dice el preámbulo de nuestra Constitución, de posibilitar la marcha hacia una sociedad de democracia avanzada. Se consideraría, de este modo, a la Constitución no como un punto de llegada, sino como un punto de partida en cuanto consentiría y auspiciaría mutaciones profundas en la realidad social y política. Pero, claro está, para ello es necesario que concurra una voluntad política dispuesta a asumir esta orientación y ponerla en marcha. Sin embargo, no se puede negar que una orientación semejante, aun partiendo de los buenos deseos que anida, en la práctica puede ser un método ciertamente peligroso. Conviene recordar a este respecto cómo se disolvió el régimen constitucional y democrático de Weimar tras las mayorías manipuladas que llevaron al partido Nacionalsocialista al poder. Y, sin llegar a este extremo, cabe señalar también los excesos interpretativos propios de los regímenes parlamentarios franceses, en los que, en virtud de un postulado heredado de la Revolución de 1789, inspirado por Rousseau, la ley, que es expresión de la voluntad general, no puede ser, en consecuencia, instrumento de opresión para el pueblo. Tal axioma desemboca, así, en la inexistencia de cualquier tipo de constitucionalidad de las leyes, con lo que la norma suprema podía, en cualquier momento, ser desbordada por los excesos parlamentarios.
Pues bien, a la vista de ambas, orientaciones, se debe señalar que, con el ejemplo del precedente creado por el mítico juez americano Marshall en 1803, se fue extendiendo la idea recogida en las Constituciones democráticas europeas, después, sobre todo, de la segunda guerra mundial, de crear un órgano adecuado que tuviera como misión principal la de realzar el carácter supremo de la Constitución, cuyos postulados debían ser respetados no sólo por los poderes públicos y los ciudadanos, sino también por el propio legislador, estableciéndose para ello el sistema del control de constitucionalidad de las leyes. Ahora bien, la función de supremo garante e intérprete de la Constitución que debe asumir dicho órgano es necesario que descanse en la creencia de que la justicia constitucional tiene que presentarse como un espejo donde se reflejen, fielmente, aunque de modo fragmentario, la imagen de las luchas políticas transformadas, eso sí, en litigios jurídicos.
es catedrático de Derecho Político de la Universidad Complutense.
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