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Derecho a la protesta

El alegato comienza no por el hombre en general, por los derechos humanos dimanantes de la naturaleza o de la condición humana, y valederos, por eso, en todo momento y lugar; empieza, más bien, por la víctima, por el hombre que dice: "Me han torturado"; el que sabe: "Me buscan y me quieren eliminar"; el que tiene al padre, al hijo o al compañero encarcelado, desaparecido, ejecutado. Este arranque no hace irrisión de los discursos generales acerca del fundamento racional de derechos básicos de la persona, pero sí se aparta de ellos al resaltar que los argumentos al respecto adquieren significado muy distinto según el fondo sociopolítico frente al cual se pronuncian. Cuando alrededor de una mesa juristas europeos, o filósofos, o moralistas discuten pacíficamente sobre derechos del hombre, o cuando alguien -también yo ahora- escribe en la quietud de su estudio sobre estos mismos temas, como cuestión previa, preliminar a cualquier otra, habría de preguntarse: ¿qué sentido tiene este discurso en las calles de Beirut, en los campos de El Salvador, en los subterráneos de las comisarías?El discurso sobre los derechos humanos puede ser racionalizado y sistematizado en una filosofía. Pero, antes de nada, es sencillamente una protesta: no un puro grito, sino una queja asistida de razón, un alegato racional. Históricamente, las declaraciones de derechos civiles han aparecido como protestas razonadas de las víctimas, protestas que se cargaron de razón y de pasión en la experiencia misma de la cárcel, de la tortura y la opresión, y que llegaron a cristalizar luego no en forma de talión o de venganza, sino en fórmula racional de convivencia. Ortopedia necesaria para el caminar erguido de los hombres, según feliz metáfora de E. Bloch, las formulaciones de derechos humanos toman su sentido primario y más urgente allí donde los hombres yacen por tierra humillados, pisoteados, fracturados. Los derechos humanos, son por encima de todo, los derechos de las víctimas.

Y las víctimas las tenemos allí, a dos pasos. Físicamente pueden hallarse a miles de kilómetros, pero en imagen están con la proximidad de la pantalla del televisor. En la respuesta a la antigua pregunta de "¿quién es mi prójimo"?, la relación de cercanía concreta se ha alterado drásticamente con la transmisión audiovisual. Hoy podemos ver en directo un asalto a las Cortes, el asesinato de un presidente o el atentado a un Papa. No menos en directo -y más tarde en diférido, para refrescar la memoria y ahondar la experiencia- podemos contemplar cómo se mata y se muere en Líbano, cómo se hinchan los vientres de criaturas famélicas en los trópicos, cómo se reprimen manifestaciones en los cinco continentes o cómo multitudes tratan de traspasar en éxodo desolador las fronteras de Nigeria. Todas estas víctimas se nos hacen tan cercanas como si su tragedia estuviera consumándose a nuestra vista desde la ventana de casa.

Es, con todo, una cercanía frustrante y engañosa. Están las víctimas al alcance de los ojos, pero no de las manos. Poco o nada podemos hacer por ellas. Una acongojante sensación de impotencia -quizá también de alivio, como en el protagonista de La caída, de Camus, confortado al saber que afortunadamente no puede hacer ya nada y tampoco, por tanto, tiene nada que arriesgar- acompaña al telespectador en su sillón mientras presencia en directo la muerte, el éxodo o el desfallecimiento por hambre e insalubridad.

La transmisión planetaria de las imágenes de las víctimas -transmisión, por supuesto, no inocente, sesgada por los interesados filtros de las agencias de noticias y que nos escamotea los más obscenos terrores- despliega una nueva y no usual dimensión de la universalidad de los derechos fundamentales: la universalidad en la protesta. Los derechos humanos -dice la doctrina clásica- son universales en su fundamento, en su extensión a todos los hombres, en su validez en todo tiempo y lugar. Lo que a eso, y en consecuencia, debemos añadir es que de ahí se deriva también la posibilidad, la necesidad, de una protesta generalizada siempre que tales derechos son violados. Si son derechos humanos, todo hombre, cualquier hombre, justo y ya a título de hombre, está legitimado para protestar, para movilizarse allí donde se produzca su lesión. Esta universalidad de la protesta y de la movilización, abstractamente posible en otros tiempos, ha venido a convertirse en obvia y necesaria con la televisión y con los otros medios informativos, que me convierten los hechos del Próximo Oriente, de América Latina y de Africa Central en sucesos tan cercanos como los de mi ciudad o de mi barrio.

El tradicional principio diplomático de no injerencia de unos países en asuntos internos de otros ha favorecido una práctica de inhibición de los Gobiernos democráticos y de las instituciones públicas frente a los crímenes de Estado en otros lugares del planeta. Buena revisión es la que ese principio necesita en un mundo lleno de pesadas injerencias -económicas, militares- de las potencias y superpotencias en la vida interna de los países pequeños y no tan pequeños. Pero aun dejando en paz la no injerencia diplomática y gubernamental, si algún sentido tiene hablar de ciertos derechos humanos es bajo condición de que todo hombre se sienta herido cuando se lesionan; y de que cuando su violación llega a ser metódica, sistemáticamente practicada como forma de (des)gobierno, todo el mundo se levante del asiento frente al televisor, y todas las sociedades e instituciones, desde las reales academias, hasta las cofradías de la Virgen y las asociaciones filatélicas, se alcen indignadas como un solo hombre para protestar, boicotear -si es posible- y, desde luego, injerirse en asuntos que, por más que ocurran detrás de otras fronteras, no pueden serles extraños o extranjeros.

Las acciones urgentes de Amnistía Internacional, por las que miles de cartas son enviadas en solidaridad con ciudadanos injustamente detenidos, reprimidos, solicitando publicidad sobre sus casos y repudiando los abusos policiales con ellos cometidos, no son más que un ejemplo de posibles prácticas de solidaridad internacional con las víctimas de nuestro tiempo. Claro está que las acciones más eficaces -bloqueo de venta de armas a los Gobiernos dictatoriales, aislamiento internacional en las conferencias diplomáticas y en las competiciones deportivas, alertamiento y alentamiento de la resistencia de las víctimas mediante ayudas solidarias, difusión de informes sobre los crímenes de Estado- no se hallan al alcance de cualquiera, sino solamente de instituciones con verdadero peso internacional, aunque sólo sea por su credibilidad moral intacta.

No hay mucho de eso en el panorama actual. No hay movimientos prácticos que alarguen nuestras manos y nuestras posibilidades de acción hasta alcanzar, con pareja eficacia y poder, en camino de vuelta, los lugares y los horrores mismos que en imagen teletransmitida han viajado tan eficazmente hasta nuestra casa. Como el niño pequeño, padecemos de desproporción desmesurada entre lo que por ojos y oídos nos entra y lo que podemos ejecutar con nuestros actos. En parte, por la falta o la insuficiencia de adecuadas instituciones de solidaridad internacional, y de otra parte, por difícilmente remediables desajustes entre conocimiento y práctica, entre percepción y acción, no disponemos de una teleacción comparable a nuestra televisión y teleaudición.

Podríamos resignarnos a tanta impotencia si no fuera por las víctimas. El asunto carecería de importancia si lo visto y oído desde lejos fueran hechos humanos corrientes y molientes. Son también hechos inhumanos, atroces. El espectador de la pantalla no puede hacer nada (¿nada?) en su sillón; pero, si ha visto y oído bien, tampoco puede dormir. No tiene manos ensangrentadas de Macbeth ni tampoco manos sucias, y, sin embargo, acaso por tenerlas demasiado, limpias, las imágenes de la televisión le han matado el sueño.

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