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Incompatibilidad e incompetencia

Desde el invento de la democracia orgánica, que no está mal en cuanto casar lo incasable, he comprobado en el español una habilidad grande para defender lo indefendible y encontrar razones para lo irrazonable.Ahora, con motivo de las incompatibilidades de los parlamentarios, leo las declaraciones peregrinas de los afectados... Si no he comprendido mal, la teoría de los reacios al cambio es que el nivel cultural de los diputados y senadores disminuirá grandemente si obligan a los profesionales de altura a elegir entre ser sólo representantes del pueblo y alternar este trabajo con sus propias labores.

Tengo la impresión, quizá porque nuestra democracia es joven, que la mayoría de los que así hablan no tienen la menor idea de en dónde se embarcaban cuando se presentaron a las elecciones. Porque, señoras y señores, resulta que ser diputado o senador es ya una profesión, o al menos así se considera en todas partes donde hay democracia parlamentaria. Justamente por eso, yo he sido de los pocos españoles que no han protestado contra el aumento de sueldo de los representantes del pueblo; precisamente porque quiero que quienes van a decidir con su voto de mi futuro español estén lo suficientemente pagados para que puedan dedicar su jornada entera y su energía total a la obra legislativa, para lo que han sido seleccionados entre millones de españoles. Y esa jornada entera significa que en la carrera de San Jerónimo y en la plaza de la Marina Española el dinero que el país paga se vea compensado con un servicio completo para el cual no faltarán oportunidades. Senadores y diputados, además de asistir a los plenos, forman parte de comisiones diversas que deben de llenar su tiempo, pero además (algo que al parecer olvidan muchos) son los intermediarios entre la circunscripción que les ha votado y el Gobierno.

En otros países democráticos, especialmente los anglosajones, cuando un senador o un diputado no está en su despacho recibiendo a sus electores o contestando a los centenares de cartas que le mandan los que no pueden desplazarse, realiza viajes (muchas veces aprovechando los fines de semana, porque allí su trabajo es de full time) al pueblo que le envió a la capital.

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Allí se mezcla con los nativos, come con ellos, bebe con ellos; acude a la iglesia, al casino, al estadio local, escucha sus quejas y sus felicitaciones -generalmente más las primeras que las segundas- y vuelve el lunes al Parlamento con la cartera llena de proyectos que procurará apuntar en la primera intervención que le permitan, a fin de que el periódico local de su ciudad reproduzca su discurso y los electores se complazcan en ver que aquel a quien votaron cumple la promesa de defender sus intereses. (Que luego esa enmienda o proyecto de ley sean derrotados son gajes de oficio y ya no está en manos del electo el evitarlo. Al menos ha cumplido con su deber.)

Ese deber, ese sentido del deber, es el que echo en falta en los comportamientos de sus seño-

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Incompatibilidad e incompetencia

Viene de la página 11rías. Me da la impresión de que muchos consideran el cargo como un título más que añadir a su currículum: "Catedrático / universitario y diputado". "Médico eminente y senador", y que no piensan abandonar su profesión para actuar en la segunda. Del nuevo cargo sólo ven el oropel y no la esclavitud.

Hace poco leí el razonamiento de que un cirujano ilustre no podía abandonar durante cuatro años la práctica de su trabajo sin que sus manos sufriesen un anquilosamiento total. A mí me parece que si esa práctica que le permite mantenerse en forma debe realizarse varias horas al día, evidentemente tiene que elegir entre seguir siendo ilustre cirujano o diputado consciente de su deber, porque, salvo en el caso de operar a uno de sus electores, donde se puedan unir los objetivos de su vida, ese médico no puede conciliar dos trabajos que requieren una entrega total durante todo el día.

He leído también quejas de la indigencia intelectual a que se quiere someter a esos representantes del pueblo separados de sus vocaciones intelectuales. Cualquiera diría que el Congreso o el Senado sean unos círculos de analfabetos donde muere por consunsión la delicada flor del espíritu que hemos dejado fuera, en el claustro o en el bufete. 0 que no se pueda compensar con la lectura nocturna la gris existencia diurna.

La protesta mayor es de la derecha, lo que es lógico, siendo la izquierda la que ha decidido esas medidas, pero también suenan voces en el campo gubernamental, como la del propio presidente del Congreso, que ha llegado a decir, al hablarse de dejar su cátedra, que él no se hace "el harakiri intelectual" y que seguirá dando sus clases (eso sí, sin cobrar) en la universidad. Yo quisiera decirle al señor Peces-Barba que, si lo hace, no sólo restará una hora que puede ser importante a su arduo cometido de presidente, resultando un mal diputado, sino que, además, será un catedrático deficiente. Porque ser profesor -da vergüenza tener que decirlo a estas alturas- no significa dar una conferencia a un grupo de seres anónimos, sino seguir con ellos después, conocerles y oír sus comentarios. Recuerdo que cuando llegué por vez primera a una universidad norteamericana, la del Estado de Pensilvania, tras llegar a un acuerdo sobre las clases, me dijeron:

-¿Y cuándo señalamos las dos horas semanales para recibir a los estudiantes?

Me di cuenta de que estaba entrando en un planeta distinto del que conocía en la universidad española. Que no se trataba de acceder a que un estudiante me hablase de su problema, que era parte de mi obligación de profesor el orientarle, guiarle en su bibliografía o aclararle una duda tras oírme en el aula. Y tenían toda la razón. La misión del catedrático no termina cuando lo hace su hora de clase. Entonces es cuando empieza.

... De la misma manera que la de los senadores y diputados no llega a su consagración cuando se sientan orgullosamente en los escaños tantas veces soñados. Aquello no es más que el principio de una tarea larga, penosa y continua. No es una flor en el ojal del triunfador en otros campos. Y a los agoreros les diré que prefiero a representantes poco brillantes, pero entregados totalmente a su tarea, que a los genios que dediquen una hora semanal a la oratoria deslumbrante y el resto de la semana a su despacho particular. En el primer caso presumiremos menos... pero se resolverá más.

Porque en el Parlamento hacen más falta hombres que nombres.

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