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¿Para qué sirven los escritores?

La forma airada, burlona o despectiva en que la Prensa de Estados Unidos ha reaccionado ante la reunión de casi quinientos intelectuales en la venerable Universidad de la Sorbona, en París, es más bien un síntoma de que su trascendencia fue mucho más significativa de lo que pudiera parecer a simple vista. Los argumentos contrarios, en general, son los más frívolos. Los que se repiten con más ahínco es que los invitados viajan gratis en primera clase, y algunos, sobre todo los norteamericanos, lo hicieron en el Concord, lo cual sólo quiere decir que fueron menos cómodos pero llegaron primero; que todos fueron alojados en el hotel Plaza Athenée, que es el vividero predilecto de los grandes burgueses del mundo cuando visitan París, y que se hartaron de manjares exquisitos en los restaurantes más refinados. No hay nada falso en estas informaciones, pero tampoco nada raro.Tanto el mundo de este lado como el del otro lado se han complacido siempre en complacer a los intelectuales, mientras estos no levanten la mano contra sus Gobiernos soberanos, y nunca he visto nada de reprochable en que escritores, artistas y científicos disfruten de la buena vida que los burgueses han tomado para ellos solos. Si el Gobierno francés los invitó, está muy bien que lo haya hecho con todos los honores, y habría estado muy mal que lo hubiera hecho de otro modo.

El otro reproche que hace la Prensa de Estados Unidos es menos frívolo. Dice que Francia está tratando de recuperar un liderazgo cultural que perdió hace mucho tiempo, y que para lograrlo está dispuesta a gastarse hasta el dinero que no tiene y en un momento en que el país -como casi todos los del mundo, aun los más desarrollados- atraviesa el desierto de la crisis y se enfrenta al fantasma del desempleo. La Prensa de Estados Unidos, aun la que suele ser la más serena, ha aprovechado la ocasión para decir que Francia no es ya la de los grandes días de gloria de su himno nacional, que hace más de veinticinco años que sus novelistas no escriben una gran novela, ni sus poetas cantan con la misma voz de otros tiempos, ni sus músicos hacen lo mejor, ni sus pintores hacen ni siquiera lo menos peor. Son exageraciones de verdades que, sin duda, los franceses conocen mejor que nadie, pero ellas sirven más bien para celebrar que para reprochar las buenas intenciones de un buen ministro de la Cultura que trata de recuperar el paraíso perdido. Está en su derecho, y si algo podemos hacer los amigos de Francia por ayudarlo no hay en eso nada de reprochable, sino todo lo contrario.

Yo tengo y he tenido siempre grandes reservas, en general, por los congresos de escritores y artistas. Sobre todo, en los últimos tiempos, en que se han puesto de moda hasta un punto en que cualquier intelectual más o menos solicitado podría pasar el año entero viajando por el mundo entero y de ese modo malgastar su tiempo entero sin tener que hacer nada más fructífero. Según cálculos a primera vista, y según se desprende de las cartas y telegramas de invitación que han pasado por mis manos en los últimos días, en este año que apenas comienza habrá 63 congresos, encuentros, reuniones o seminarios masivos de escritores.

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Los costos sumados alcanzarían sin duda para resolver la situación de muchos escritores de menores recursos que de veras quisieran tener mejores condiciones para escribir. Pero no es eso lo que importa tanto, como el hecho demostrable por la experiencia de años anteriores de que los congresos de escritores no sirven para nada. Otra cosa son, sin duda, los congresos científicos, en los cuales se discuten e intercambian secretos útiles para el género humano. Pero los escritores no tenemos secretos que intercambiar, ni su divulgación -en caso de que los tuviéramos- serviría para nada. Durante muchos años me negué a asistir a congresos de escritores, pero cada vez me ha costado más trabajo decir que no, por razones que casi nunca tienen algo que ver con la literatura. El resultado ha sido siempre el mismo: me he aburrido a más no poder, asediado por preguntas cuyas respuestas todo el mundo conoce, o abrumado por las discusiones que los profesionales de los congresos sostienen sin tregua, aunque: sólo sea para que el congreso exista. En general, no hay muchas probabilidades de que de veras todos los asistentes tengan alguna posibilidad de participación. No quiere decir, por supuesto, que los escritores y artistas sean borregos fáciles de pastorear, al contrario, a muy pocos escritores les gustan los congresos, y si asisten a ellos es por razones que no tienen nada que ver con el congreso mismo. La mayoría -sobre todo, los que escriben bien- se aburren a muerte durante los debates y sólo desean que se levante la sesión para que vuelva a empezar la vida.

La verdad es que unos asisten para poder viajar, otros asisten por conocer lugares que de otro modo no podrían visitar, o por volver a encontrarse con amigos que de otro modo no podrían ver. Este último motivo es tal vez el más perdonable de todos, y el único, en definitiva, que me ha movido para asistir alguna vez a una reunión multitudinaria de intelectuales.

La otra noche se discutía en una fiesta cuáles son los métodos que debían utilizar los Estados benévolos para promover la creación artística. Mi respuesta fue bien simple: lo único que el Estado puede hacer es asegurarles a los escritores las proteínas necesarias desde que nacen, y luego asegurarles las condiciones para que puedan hacer su oficio sin sobresaltos y con una independencia absoluta. Es una verdad de perogrullo, pero, por desgracia, no hay otra.

Por fortuna, lo que Jack Lang ha intentado en la Sorbona no es que los escritores escriban mejor, sino algo original aun en el París de Francia, donde tantas cosas originales se han inventado. Ha tratado de que los artistas y los economistas se pusieran de acuerdo sobre lo que se puede hacer desde los precios de la cultura para enfrentar la crisis de este mundo. Un invitado norteamericano, quién sabe si en serio o en burla, dijo que los economistas han enredado de tal modo la economía que tal vez sean los artistas los únicos capaces de desenredarla. No sé por qué esta frase me hizo recordar el hermoso y sabio discurso de Saint John Perse cuando recibió el Premio Nobel, y en el cual demostró que los métodos de la poesía podían ser de una enorme utilidad para la investigación científica. Me acordé también de otro episodio menos significativo, pero que, de todos modos, venía muy al caso. Hace varios años, un profesor de Sociología de una universidad de Estados Unidos hizo una encuesta entre los novelistas latinoamericanos para averiguar cuál era el método que éstos utilizaban en sus esfuerzos por descifrar la realidad de sus países. El profesor consideraba que la metodología de los sociólogos había fracasado en esa tentativa, y pensaba que el método de los novelistas podía ser útil también para los sociólogos.

Nunca conocí los resultados de su encuesta, pero sé que la respuesta de varios escritores fue la misma: lo único que hacían para tratar de interpretar la realidad, era observar la vida, otra verdad de perogrullo que, sin duda, era la que el ministro de la Cultura de Francia, que es un hombre inteligente y febril, esperaba escuchar también como resultado final del encuentro en la Sorbona. Al fin y al cabo, también a la cultura, como a tantas cosas de nuestro tiempo, le está haciendo falta una buena dosis de sentido común.

© 1983, Gabriel García Márquez-ACI.

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