Armas y derecho
De nuevo ha tenido lugar un hecho lamentable en grado sumo: a consecuencia, según dicen las crónicas, de haberse saltado un ciudadano un control de la Guardia Civil, entre otras lesiones, ha resultado la muerte de un niño de dos años. A estas alturas es difícil determinar las eventuales reponsabilidades, cuya depuración en los Estados de derecho corre a cargo de los jueces y tribunales. Lo que en todo caso sí resulta desde ahora evidente es que dicho niño en nada es responsable de los hechos de los que fue víctima. Pero ni la corta, cortísima, edad de la víctima ni que los presuntos imputados sea miembros de la Guardia Civil puede nublar la claridad de visión que el caso impone.No puede abordarse, por somero que sea, el análisis de este luctuoso suceso ni desde la fácil perspectiva demagógica por la condición de quien ha sufrido la acción mortal ni, tampoco, debe tomarse la consideración que el caso merece como un ataque a la institución armada aludida. No se trata de atacar a la Guardia Civil para defender, aunque flacamente ahora a un inocente. Entiendo que, incluso desde la perspectiva más interesadamente corporativa, lo que es capital es llegar hasta las últimas consecuencias y poner al descubierto, si los hay, los errores, negligencias y, eventualmente, malas intenciones motivadoras de casos como el presente.
En esta línea conviene, en primer lugar, señalar que toda la actividad de la Administración en cualquiera de sus ramas o esferas parte de la existencia de una norma de rango legal que permita y/u obligue la actuación de algún organismo o entidad públicos. Ello es aún más de rigor cuando nos hallamos ante la actividad policial; y ésta, además, requiere para su completa realización el uso de armas de fuego o de similar poder de aniquilamiento físico de los ciudadanos. Esta habilitación legal, para ser plenamente lícita y eficaz, requiere que, al mismo tiempo, se establezca el correlativo deber de aceptarla por parte de los particulares. Es decir, junto al deber de detener impuesto a los funcionarios policiales, no ha establecido la ley el deber de los particulares de dejarse detener. Y no se trata de un lapso legal, lapso que en ningún caso puede ser enmendado por autoridad o funcionario alguno, ya que existe la división de poderes, sino que se trata de la más exquisita corrección.
En efecto, el dejarse detener lo entiende el legislador como una imposición contraria a la presunción de inocencia y anticipa al estadio policial o presumarial dicha garantía básica de nuestro proceso penal. Mientras, pues, que el sustraerse a la detención o retención -sea cual fuere el motivo que los funcionarios manifiesten o esgriman- se realice de forma no violenta para la persona de los agentes o de terceros, no se genera responsabilidad criminal alguna por parte del ciudadano en cuestión. Que la mayoría de los ciudadanos acepten por cortesía, ciudadanía o miedo la detención o retención no disminuye un ápice la rectitud de las previsiones legales.
Cómo detener al que se escapa
Pudiera objetarse, por evidente, que qué le toca entonces efectuar al funcionario que ve cómo se le escapa, huye, un ciudadano que no atiende a su mandato de alto. La respuesta, aunque chusca, es simple: correr más que él y atraparle; nunca, como veremos, balearle. Y ello sólo en el caso de que la detención esté fundada en la presunción razonable, para abreviar, de que el que huye está involucrado activamente en un delito; y no, por regla general, en una falta. Si, pese a todo, no consigue dar con el que se pone en fuga, el sentido común y la ley aconsejan que haga el agente acopio del mayor número de datos de dicha persona que las circunstancias permitan y que presente el correspondiente atestado a la autoridad judicial competente -o al ministerio fiscal-. Esta decidirá lo que haya lugar. Si, de otra parte, su sustraerse a la detención preventiva no es delito, pese a lo inusitadamente desmesurado del quebrantamiento de condena en nuestro Código Penal, mal puede serlo la no atención o la fuga ante el intento de detención o retención.
En consecuencia, los agentes de policía y los miembros de la Guardia Civil, entre otras cosas, únicamente podrán hacer uso de sus armas de fuego u otros elementos contundentes -para cuyo porte y/ o utilización deberán estar también legalmente habilitados-, si adecuan su actuación coactiva a los parámetros de necesidad, idoneidad y proporcionalidad del medio utilizado. Dado que la doctrina y, en menor medida, la jurisprudencia tienen delimitados dichos conceptos, cabe afirmar que son pacíficos y de obligado cumplimiento. Veamos: en cuanto a la idoneidad del medio empleado, ha de señalarse que, a falta de una disposición legal, como es el caso español, que determine el arsenal jurídico y material del que disponen las fuerzas policiales para poder poner fuera de combate -¡no aniquilar!- al presunto infractor, habrá que estar al prudente arbitrio del funcionamiento en cuestión. Ello no supone arbitrariedad, sino que, como mínimo, requiere dos subelementos, a saber: la realización de intimidaciones suficientes y suficientemente comprensibles y el dominio del medio utilizado. Sin intimidación previa y sin dominio del instrumento no puede hablarse de idoneidad de la coacción.
Al juez, pues, le tocará examinar si los apercibimientos se hicieron tal como de las circunstancias cabía esperar; así, el lugar, la hora, la velocidad del vehículo, las maniobras de éste, etcétera; esto constituirá siempre un arduo problema de prueba. Menos dificultoso, en cambio, resultará saber si el agente tiene el dominio debido del instrumento utilizado; aquí las hojas de servicio, diplomas, distinciones o sanciones o, llegado el caso, la verificación ante el tribunal de la destreza con las armas en situaciones similares facilitarán al juzgador elementos sobrados de convicción.
La necesidad, por su parte, supone un paso más: no basta con que un medio sea en abstracto idóneo, se requiere, además, que fuere necesario en el caso concreto; es decir, no debería haber quedado otra alternativa. Pero en el bien entendido de que la necesidad ha de apreciarse, no en relación con el propósito concreto del agente, sino con el de la misión que tenía encomendada. Si, por ejemplo, se trataba de verificar la identidad de los transeúntes, no constituirá medio idóneo el infligirles lesiones; si, en cambio, se trata de la detención de un peligroso delincuente sorprendido en flagrante, sí procederán.
Proporcionalidad de los medios coactivos
Queda por último el tercero de los requisitos antes enunciados: la proporcionalidad. Este es el presupuesto básico, no sólo de toda la actividad estatal en todas sus esferas, sino, muy singularmente, de la policial, tal como pone de relieve el artículo 4.4 de la ley de Policía (1978). De tal principio se sigue que la injerencia coactiva tiene que ser lo menos lesiva posible. No se entendería que en la actividad coactiva más seria del Estado, la imposición de penas, se sujetara al legislador y a los jueces y tribunales al principio de proporcionalidad, y de él quedan exentos los miembros de los cuerpos de seguridad. Por tanto, expresiones tales como "uso de las armas cuando las palabras no sean suficientes", tomadas de la cartilla de la Guardia Civil, si alguna vez fueron de recibo, hoy hay que entenderlas lisa y llanamente derogadas.
Y es aquí donde pueden plantearse serios y gravísimos problemas. No se trata de una mera cuestión que sirva de entretenimiento a juristas ociosos en destartaladas torres de uralita. Es algo que trasciende a la mera discusión teórica, puesto que afecta de lleno a los derechos y libertades fundamentales, como un todo, de los ciudadanos. Sale, pues, a primer plano la cuestión tanto de la formación de dichos sujetos como su régimen jurídico. En cuanto a su formación cabe abrigar serias dudas de que se hayan puesto en práctica más allá de la letra del Boletín Oficial, con carácter general, planes de estudio para los nuevos miembros y de reciclaje de los veteranos, en los que la enseñanza de la Constitución y del régimen político español, democráticamente autoimpuestos por los ciudadanos, tenga el lugar preferente que merece y que, partiendo de ello, se hayan revisado todas aquellas técnicas y actuaciones que hubieren decaído y la introducción de las nuevas que la situación demanda. Ejemplos en este sentido, como el de la Escuela de la Guardia Urbana de Barcelona -y las de su influencia-, no parecen abundar como sería de rigor
No se trata, antes al contrario, de que los delincuentes campen por sus respetos; se trata, más bien, de reducir la delincuencia, pues es una razonable demanda social, pero acudiendo a métodos que sean compatibles con los de un Estado social y democrático de derecho.
En cuanto al régimen jurídico de cuerpos policiales como el de la Guardia Civil, es de destacar que, con la Constitución (artículo 8) y la Ley en la mano, es más que discutible que deban tener fuero militar o que deban ser considerados fuerza militar. Pero dejando de lado esta cuestión, porque desbordaría el marco de estas líneas, lo que sí es cierto es que la formación militar no es la más adecuada para luchar contra la delincuencia del signo que fuere.
Las misiones castrenses y policiales son diversas
Las misiones castrenses y policiales son diversas; por lo tanto, encomendar a soldados profesionales la represión en amplísimos sectores de delincuencia, en la práctica todos, es altamente disfuncional, como la práctica se encarga lamentablemente en demostrar. Si, por las razones que fuere, se quiere seguir encuadrando militarmente a algunos de los miembros de los cuerpos de seguridad, debe, en todo caso, operarse un giro copernicano en el modo de formación de los mismos. La legalidad vigente en buena parte es preconstitucional, es decir, franquista.
Por último, señalar que todos los agentes de policía gozan de la condición inalienable de ciudadanos. De uniforme, pero ciudadanos. Si ello parece que debe ser así, habrá que hacer muchos esfuerzos para comprender la perplejidad en que se hallarán los pocos funcionarios policiales, deseosos de cumplir eficazmente con su deber, ante la disparidad de mensajes recibidos: el normativo y el cotidiano. Perplejidad que aumentará, a no dudar, cuando deban ser juzgados en base al primero.
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