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Las personas de la democracia

"Creo en Dios, pero no en los curas", decían antes almas sencillas, pero expertas. Esta recelosa actitud se está traspasando ahora a la democracia. Se cree en ella; se duda de los hombres que la desempeñan. Hay personas a las que se les nublan los ojos de emoción al hablar del régimen parlamentario, pero se enfurecen ante los diputados, sus sueldos, sus prerrogativas, sus compatibilidades. Se define la libertad de Prensa, pero se denuesta a los periodistas. El derecho de huelga es bueno; a condición de que no haya huelguistas. Este es un país que tiene mal resuelto el problema del traslado de lo abstracto a lo concreto, de lo teórico a lo práctico. Adora lo que no ve, lo que no toca; se burla con lo próximo. Las autocracias tuvieron siempre un conocimiento profundo de esa condición: los emperadores ante los que había que estar en cuclillas, con la vista baja y una distancia llamada respetuosa. Todavía hay remedos de ese distanciamiento del poder en los estrados y los cordones rojos que separan a los magistrados del vulgo, o en la ventanilla del funcionario ante la que hay que agacharse para parlamentar sin tener más visión que la de un busto parlante que representa lo abstracto: la Administración.Franco llevaba la guardia mora o los motoristas endomingados, y un considerable séquito, no sólo para su protección, sino para su alejamiento como persona. No entraba: hacía su entrada; no llegaba: aparecía. Distribuía su imagen en monedas, sellos de correo, retratos oficiales, nodos, primeras páginas: luego, en el altarcillo doméstico de la televisión. Sé de alguien que compartió con él la tiendecilla de campaña en Africa y luego el cuartel general en la guerra civil, lo cual le valió algunas prebendas: pero un día fue recibido a solas en audiencia y el emocionado amigo no pudo contener su emoción, abrió los brazos y exclamó, imprudentemente: "iiiFranquito!!!". Le había confundido con una persona. Y lo perdió todo.

Las personas de la democracia se defienden mal. Cuentan que en el antedespacho de Felipe González alguien advierte a los visitantes que no deben tutearle ni llamarle compañero, sino señor presidente. Rosa Montero, en su excelente entrevista con Alfonso Guerra (EL PAÍS SEMANAL, del 13 de febrero de 1983), dice de él: "Un personaje singular de la política española", "...uno más de los misterios que acompañan a este hombre...": todo eso ayuda, despersonaliza, distancia. Estamos en un país donde cuando se habla de alguien genial, importante o heroico, el interlocutor puede negarlo todo diciendo simplemente: "¿Ese? ¡No, hombre, no! Pero ¡si a ese le conozco yo mucho!" (creo que estoy citando una anécdota escrita por Fernando Díaz-Plaja, pero no estoy seguro). Cuando el español conoce a alguien está inmediatamente seguro de que no puede hacer nada importante.

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Las personas de la democracia

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bien cómo había que utilizar esta debilidad. Cuando se hablaba de la igualdad de las razas humanas, de los derechos civiles de los negros, decían invariablemente: "Todo eso está muy bien, pero ¿dejaría usted que su hija se casara con un negro"? Para ellos una cosa era el negro lejano, abstracto, delicado objeto de salvación, y otra era un negro en casa. Sus hijas podían dar sellos viejos a las damas negras, y alguna limosna, para bautizar a un negrito; pero si el negrito redimido hubiera aparecido en el hogar pidiendo un nuevo sacramento, el del matrimonio, con la núbil, hubiera sido apaleado. La izquierda misma no está exenta de esa hostilidad a la aproximación. La esposa de un diputado me contaba, hace ya años, que el marido ,había reunido a la familia antes de ir al Congreso. "Escuchadme bien", dijo a sus hijos, "voy ahora a defender la mayoría de edad a los dieciocho años. Pero en esta casa, hasta que tengáis, por lo menos veintiuno (y después, ya veremos), no os movéis; y a las diez de la noche os quiero seguir viendo aquí".

Uno de los muchos problemas que plantea la democracia es esta identificación de lo próximo con lo abstracto, de la persona con la idea. Es una transubstanciación difícil. Hay detrás tantos años -siglos- de misticismo, ascetismo y austeridad que uno querría ver a los diputados y a los gobernantes convertidos en pálidos eremitas ayunadores, asexuados, levitantes, inefables, insomnes, omnipresentes y justicieros: sobre todo justicieros con nuestro vecino, nuestro compañero de trabajo, que de sobra sabemos cómo son -¡los conocemos nosotros!- y lo que se merecen; y, al mismo tiempo, admiradores nuestros, seguros de nuestras virtudes y nuestra ejemplaridad de únicos y verdaderos demócratas. Es, naturalmente, una idea aberrante de las personas de la democracia.

La idea de que el Gobierno vea a los ciudadanos como ayunadores, puntuales, eficaces y absortos en el gozo de nuestras propias incompatibilidades es, también, aberrante.

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