Leyes naturales
Después de gestiones infinitas, de tocar no sé cuántos palillos y hacer qué sé yo cuántas antesalas, al fin conseguí la entrevista con el señor: el señor de los señores -quiero decir-, el propio Zeus altitronante, relampaguiarmado, nubipastoreante y demás títulos que la veneración le otorga.La mañana de la cita, vestida con el conjunto de lamé argentado y la estola de armiño que la dirección de EL PAIS me había alquilado para el caso, desciendo puntualmente de mi helicóptero, se lo dejo al entorchado Argos, vigilante del regio aparcamiento, y subo por la inmensa escalinata del palacio de la presidencia. El Olimpo estaba nevado todo, y algunos copos de nieve nueva estaban unos ángeles aún barriéndolos de los peldaños con escobillas de doradas plumas. Pero es un día sereno, y el sol invernal se cuela por los vitrales del pasillo cuando un diosecillo destacado de la portería (un nieto del dios Hermes, como se discernía por las alitas que le asomaban por debajo de las polainas) me conduce a los ascensores. Asciendo desalada en vértigos cristalinos y, ya en lo alto, paso a través de varias salas, donde héroes y genios de diversa librea y rango desempaquetaban resmas de finísimas fotocopias o reparaban cables políeromos de complejas redes de comunicación, hasta la entrada del gabinete del dios supremo.
Al toque preciso de las células fotoeléctricas se descorren las mamparas de par en par y penetro al antedespacho, donde diviso a la diosa Atena sentada ante el teclado de un enorme ordenador conectado con los bancos de datos, que cubren dos paredes de la vasta estancia. La virginal, la hija-de-solo-padre, no ha perdido por el ajetreo combinatorio su gracia soberana: con cierta coquetería incluso, tan elegante como vana (bien lo saben los ilusos a quienes enamora), la túnica entreabierta deja vislumbrar el broche de nácar de una liga ornamental que le ciñe la torneada pierna. Levanta hacia mí los glaucos ojos y, con una sonrisa no por oficial menos cautivadora, se inquiere de mi nombre y cita; susurra seguidamente unas palabras aladas por el interfono y, sin más demora, me hace seña con la afilada barbilla de que avance hacia la entrada del despacho.
Me he atrevido apenas a traspasar las puertas de vidrios irisados cuando el propio Zeus viene hacia mí, con el porte majestuoso que de siempre sabe el mundo, ondeando los bucles de violetas de su cabellera sobre los hombros milenarlamente juveniles, diseñando su bien peinada barba la blancura de la sonrisa de bienvenida.
Debidamente turbada por la presencia divina, me estrecha él cálidamente la mano entre ambas suyas, mientras me considera de abajo arriba con mirada que, sin falsa modestia, puedo llamar apreciativa, atendidos los áureos centelleos que animaron los ojos inmortales, y de la mano me conduce y me invita al diván de su tresillo de visitas, mullido de nubes primaverales apenas deshilachadas por el uso. Toma él asiento en el sillón cercano y, sin trabas ni forcejeos, gracias a su afable serenidad, discurre fluida la entrevista.
Servidora. Señor de hombres y dioses: no sé si habrán llegado a sus oídos las opiniones que acerca de la gestión de lluvias, vientos y demás fenómenos celestes circulan en la tierra.
Zeus. La verdad es que no dispongo de mucho tiempo para prestar atención a las chácharas de allá abajo. ¿Qué son esas opiniones?
S. Opinan los hombres de ciencia, y el vulgo tras ellos, que, dado que rayos y rocíos, bonanzas y temporales, equinoccios y solsticios, se producen ellos solos en virtud de leyes naturales bien conocidas y formuladas, su alteza olímpica y las otras divinidades a quienes se atribuía la gestión de tales operaciones, no teniendo ya que promover borrascas, ni recorrer con carro ardiente la bóveda del cielo, ni organizar heladas y plenilunios, puesto que todo ello se produce por sí mismo y por sus causas propias, deben de llevar una vida sumamente ociosa, o más aún -si me permite citar la descarada opinión de los más audaces-, que carecen de toda razón y derecho a la existencia. ¿Qué piensa su divinidad de tales opiniones?
Z. De buena gana, me reiría de ellas (y aquí el dios bosquejó una mueca de risa, apenas una pizca intencionada) si no fuera porque implican tan graves errores de concepción y método. ¡Leyes naturales!. Pues sí que... ¿Es que se creen de veras que las nubes se amontonan ellas solas y rompen en granizo, que sin plan alguno el céfiro se levanta en primavera, que el sol sale sin más a su hora cada día ... ? ¿Cómo? ¿Por obra del azar acaso? Todo ese orden y repetición sutilmente variada con que se les ofrecen los sucesos celestiales, ¿creen que son efectos del azar?
S. No sé si del azar o de una máquina que funciona por sus leyes propias.
Z. Ya. ¿Sin que nadie la monte ni le dé cuerda? ¿Sin que la engrase nadie ni la controle y regule a su debido tiempo? Dulce sería, por un lado, que pudiera yo descansar para siempre en esa confianza.
S. Pero no es así
Z. No, mi linda representante de tan ciega raza; nada de eso. Tan sólo una planificación minuciosa y constantemente actualizada, tan sólo una red sumamente compleja de centralización de informaciones y distribución de instrucciones a nivel interplanetario; una organización tan rigurosa en sus principios como flexible en la eventual aplicación de sus regulaciones...
Nos interrumpe el timbre de cigarra estival de un artilugio resplandeciente sobre la mesa de mármol de paros del mando sumo; se disculpa él y, sin prisa pero sin pausa, se dirige a ella, toma el auricular de oro y, con voz grave y firme, comunica en vario idioma: "Sí, aquí Olympic HQ al habla". ... "Entendido, distrito SW/Hn3. ¿Cuál es su problema?" ... "Aténgase a punto 1.345 de organigrama de emergencia". ... "En ese caso, suspenda durante medio período de oscilación norma 37 de articulado gravitatorio. ¿Recibido?"... "Repita instrucciones". OK. Actúe sin demora. Corto". Y seguidamente vuelve con triunfal sonrisa junto al diván.
Z. ¿Lo ve? Así continuamente. Y tenga en cuenta que he dado órdenes de que durante el espacio de esta entrevista me pasen sólo las comunicaciones más urgentes de precisa decisión suprema.
Ya ve que es una organización sólidamente estructurada, en continuo proceso de renovación, de acuerdo con las exigencias de los tiempos, lo que se requiere para conseguir que allá abajo el sol luzca puntualmente en el cenit el primer día del verano, o que en determinadas latitudes caiga una cantidad proporcional de nieve alrededor de las saturnales o Navidades, o como ahora las denominen, resultados que, por la propia perfección del aparato, pueden dar los humanos por descontados y naturales, pero que aquí necesitan el esfuerzo conjuntado de todos los cuadros de la empresa que dirijo.
S. Pero me parece observar que han aplicado ustedes la automatización a una parte de los servicios.
Z. Cierto. Sería ridículo pretender atender a las crecientes demandas con métodos anticuados. Pero, naturalmente, la automatización no elimina, bien al
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contrario, la función de genios divinos que dirijan los servicios, el control de la programación, la planificación a gran escala y, sobre todo, la dosis de creatividad, sin la que el aparato no se mantendría largo tiempo a la altura de sus exigencias.
S. Lo creo, y me confieso admirada de la perfección de la empresa, dada la magnitud y diversidad de objetivos a que tiene que atender. ¿No se producen nunca fallos?
Z. Se producen, naturalmente, y las quejas que a menudo se nos tramitan sobre retraso de. precipitaciones o exceso de huracanes son testimonio de¡ margen de error con que hemos de contar. Pero contamos,esto es lo importante; también esas desviaciones de la norma quedan computadas y nuestros servicios de compensación procuran un equilibrio a largo plazo, en cuyo perfeccionamiento nuestra organización no cesa de progresar.
S. Pero hay otros fenómenos, como que el sol vaya saliendo cada día a la hora que le corresponde o que las fases de la luna se produzcan con los intervalos pertinentes, que funcionan con una exactitud infalible, ¿no?
Z. Mi hermosa niña: le diré confidencialmente (y aquí puso sobre mi rodilla temblorosa su divina mano, que no se alzó de allí a lo largo de la confidencia) que también esos servicios sufren a veces pequeños fallos; pero ello no supone sino la inmediata intervención de los terminales de corrección de datos, que en el acto modifican imperceptiblemente los órganos y aparatos de observación de, los seres racionales, de modo que con el reajuste se salve toda aparente inexactitud de los procesos; pues sepa que la objetividad de la observación... (En plena confidencia, un imperioso taconeo se siente avanzar desde dentro hacia la puerta privada del despacho, y el sumo padre, retirando su mano, susurra precipitadamente:) Es la señora; no puede enterarse de que una mortal acude a visitarme sin que... (Y poniéndose en pie:) Querida Hera...
Es Hera, braciblanca, que ha irrumpido majestuosamente en el despacho, ondeando al aire los velos azafranados prendidos de sus hombros y caderas; se para ante nosotros con continente regio, apenas agitados por la respiración los pechos generosos; trae un manojo de oficios y telegramas en la mano, y midiéndome un momento desde lo alto, los boyunos ojos tras las inmensas gafas de conchas irisadas, se dirige al inmortal esposo:
Hera. No olvides, Zeus...
Z. Querida Hera: he aquí a una laboriosa corresponsal de los humanos que me informa de ciertas dudas que cunden allá abajo sobre la necesidad de nuestra empresa para el régimen de las leyes naturales.
H. ¿Conque "leyes naturales"? ¿No es demasiado amplia, Zeus, tu magnificencia al dedicar tu tiempo a tales naderías? ¿Le has explicado a la señorita cómo, desde que sus Copérnicos y sus Newtons dieron en meter nariz en el asunto, ha venido aumentando la complejidad de nuestros servicios, por puro afán de ajustar las apariencias a sus nuevas teorías, hasta el punto de que ya no darnos abasto a cubrir los cuadros de una burocracia en perpetuo desarrollo? Y eso que hay que decir (aquí entornando los purpúreos párpados hacia el esposo) que los hay en la casa que se han mostrado siempre sumamente activos en la procreación de nuevos semidioses y héroes auxiliares. En fin, Zeus, no olvides que dentro de minutos tenemos el almuerzo con los delegados de la agencia de cometas.
Y, dedicándome un imperceptible ademán de su barbilla, sale, gloriosa, hacia el despacho de la diosa Atena, dejando abiertas las mamparas.
S. Perdón, patrón supremo, ¿qué decía la señora?
Z. ¿Sobre la procreación?
S. ¡Oh, no, gran Zeus! Sobre lo del ajuste a las teorías.
Z. Ah, sí. Sobre eso no ha exagerado nada: el progreso ha supuesto para nosotros la centuplicación de las actividades. Con la aparición de las concepciones heliocéntricas o galácticas, ha habido que reestructurar enteramente la mayor parte de los dispositivos, y no me quiero acordar, por ejemplo, cuando hace poco hubo que montar a toda prisa una superficie lunar para que alunizaran en ellas según sus previsiones. Pero, en fin, ésa es la vocación de nuestra empresa: servir al público y atender a sus cambiantes exigencias. La empresa es fuerte y ello no hace sino acelerar su potencial de desarrollo.
S. Gracias, señor. No puedo robarle un minuto más de su precioso tiempo. ¿Desea añadir alguna recomendación para los humanos?
Z. Dígales esto solo: planning, footing, standing y, sobre todas las cosas, organización y voluntad: ése es nuestro lema.
Y añade no más, en alado susurro que me cosquillea la oreja insufriblemente, mensajes privados que no son de interés para los lectores.
Salgo como en trance y paso por el antedespacho bajo la aguda mirada glauca y la áurea mirada altiva de las dos diosas, sin osar tornar la cabeza para despedirme.
Desciendo a la cafetería del palacio y, delante de una ambarina copa de ambrosía on the rocks (la dilución al 1% que una vez por vida se les autoriza excepcionalmente a los mortales visitantes), me dedico febrilmente a corregir y completar mis notas de la entrevista antes de recoger mi helicóptero para el descenso a nuestros valles. Sí, he de volver: ni la gloria prometida de conocer los abrazos del poderoso bastará a vencer mis naturales reparos y temores. No esperaré a que el lucero asome trayendo tras de sí las huestes de la noche sobre el Olimpo.
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