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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Regreso al Tribunal Constitucional

EL GRUPO del Congreso de Alianza Popular ha rechazado la propuesta socialista para ratificar en sus cargos a dos miembros del Tribunal Constitucional (Manuel Díez de Velasco y Francisco Tomás y Valiente) y sustituir a los otros dos magistrados (Francisco Rubio Llorente y Antonio Truyol Serra), pendientes de renovación reglamentaria. La fórmula defendida por Manuel Fraga es que la convalidación o el relevo debe afectar a los cuatro magistrados en bloque. Alianza Popular tiene, a nuestro juicio, toda la razón en este litigio. Recordemos que pertenece a la misma naturaleza del régimen parlamentario que las buenas causas, desprotegidas en un sector de la Cámara, puedan encontrar rápidamente refugio en otro rincón del hemiciclo, cualesquiera que sean las motivaciones profundas de una u otra decisión.Los socialistas, tras este fiasco, tratan de poner en marcha una estrategia alternativa que les permita cosechar en otros grupos parlamentarios esos votos que les niega Alianza Popular y que necesitan para alcanzar los tres quintos de la Cámara preceptivos. Con independencia de que esa operación logre su propósito, sería sorprendente que el PSOE, después de ponerse de acuerdo con Manuel Fraga para nombrar por abrumadora mayoría al presidente del Congreso y el defensor del pueblo, optase por designar, mediante una mayoría escuálida, a los miembros de un órgano tan esencial para el funcionamiento de nuestro sistema - jurídico político como es el Tribunal Constitucional.

La necesidad de proceder a la renovación del Tribunal Constitucional por terceras partes cada tres años explica que el mandato -improrrogable- de nueve años de los doce magistrados quede reducida a sólo tres para aquellos de sus miembros cuyo relevo haya sido decidido por sorteo en 1982. Sin embargo, el artículo 16 de la ley orgánica del Tribunal Constitucional admite la posibilidad de que esos cuatro magistrados -por azar los designados por el Congreso a finales de 1979- sean reelegidos excepcionalmente por otros nueve años. No resulta cómodo, en verdad, el dilema de tener que escoger entre la ratificación de los miembros del Tribunal Constitucional (lo que significaría otorgarles un mandato de doce años) y su sustitución (que reduciría su actividad a menos de tres años, dado que el alto órgano jurisdiccional no se constituyó hasta mediados de 1980). Pero la caricaturesca fórmula salomónica de reelegir a dos magistrados y sustituir a otros dos resulta demasiado sospechosa, ya que parece destinada a contentar las demandas de clientes insatisfechos, a saldar cuentas pendientes o, lo que sería todavía peor, a instalar lealtades partidistas en el seno del Tribunal Constitucional. Resulta difícil creer que el presidente del Gobierno avale, aunque sea de manera mediata y lejana, esta emboscada tendida por el grupo parlamentario socialista al Tribunal Constitucional, inspirada en un miope sectarismo partidista lesivo para los intereses superiores del Estado. Porque el prestigio, la autoridad y la autonomía del Tribunal Constitucional, pieza fundamental de nuestro régimen democrático, quedarían gravemente dañados si la independencia de sus miembros pudiera quedar en entredicho.

El portavoz socialista en el Congreso argumenta que la nueva mayoría parlamentaria debe reflejarse en una composición más progresista del Tribunal Constitucional. Esa aberrante teoría, llevada hasta sus últimas consecuencias lógicas, implicaría que el consenso alcanzado hace tres años en el Congreso y en el Senado para designar a los actuales magistrados no se basó en la idoneidad de los candidatos para desempeñar sus cargos, en función exclusivamente de su capacidad profesional, independencia política y probidad moral, sino que fue el resultado de un cambalache entre UCD y PSOE para proveer las vacantes con hombres de su confianza ideológica. Aunque nos resistimos a admitir tal monstruosidad, resultaría, caso de dar por buena esa teoría, que habría magistrados centristas -en este caso, Rubio y Truyol- y socialistas -Díez de Velasco y Tomás y Valiente- con deberes vinculantes hacia los partidos que les patrocinaron y que les seguirían instruyendo desde fuera sobre el sentido de sus votos particulares.

El rechazo verbal por el portavoz socialistas de esta lamentable interpretación, cuya misma formulación produce bochorno, tampoco le salvaría, sin embargo, de apuros. En efecto, la renovación del Tribunal Constitucional por motivos genéricamente progresistas, y no por lealtades partidistas, implicaría canonizar como avanzados a Manuel Díez de Velasco y Angel Latorre y condenar como regresivos a Antonio Truyol y Francisco Rubio. Pero ¿cuáles son los criterios objetivos utilizados por el Grupo Parlamentario Socialista para bautizar de tal manera a las parejas enviadas como inquilinos a esas maniqueas categorías? El prestigio profesional y el talante democrático de los dos magistrados puestos vergonzosamente en la picota convierten en pueril la tentativa de descalificarlos como ciudadanos cavernarios o juristas incompetentes. La biografía personal y la obra científica de Antonio Truyol, eminente especialista en derecho internacional y filosofía del derecho, y de Francisco Rubio, prestigioso profesor de derecho político y letrado de las Cortes, que trabajó en la ponencia constitucional y en el anteproyecto de la ley orgánica del Tribunal Constitucional, los sitúan por encima de toda sospecha. La única explicación a tanto despropósito sería, en consecuencia, que algunos dirigentes del PSOE, a la vista de las sentencias dictadas por el Tribunal Constitucional a lo largo de los dos últimos años, se disponen a premiar lealtades y a castigar independencias.

Al designar a Antonio Hemández Gil como presidente del Consejo de Estado y a Joaquín Ruiz-Giménez como defensor del pueblo, el Gobierno demostró su voluntad de confiar cargos de elevada responsabilidad a personas honestas y prestigiosas, aunque su trayectoria política arrancara del anterior régimen y fueran conocidas por su mentalidad moderada y sus hábitos conservadores. Las comparaciones son odiosas, pero en ocasioríes resultan necesarias. Resulta difícil así encontrar justificación para que, en el ámbito de las personalidades auténticamente independientes, como es el caso de las cuatro que nos sirven de ejemplo, Antonio Truyol y Francisco Rubio sean arrojados a los infiernos de la involución en tanto que el presidente del Consejo de Estado y el defensor del pueblo quedan inscritos en los cielos del progreso. La clave de la incongruencia tal vez radique en que, dentro del PSOE, exista una fuerte división de opiniones a la hora de definir los papeles. Porque nadie debe olvidar que también ha recibido el nombre de independiente, a la vez mentiroso y de mentirijilla, el inenarrable e inverosímil Calviño.

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