La Iglesia y el cambio
Ya estamos metidos en el cambio. Al menos, estamos en las agujas de ese nuevo carril del cambio. Sus promotores lo presentan como un proceso que va a cambiar el rumbo de nuestra historia. En el discurso de investidura, el presidente del Gobierno. lo describió como un reto ético y cultural, para el que pidió la colaboración de todas las fuerzas políticas y sociales. Hay que poner en marcha resortes que están más allá del alcance del poder político, aunque el Ejecutivo de este poder represente ahora a más de diez millones de votantes. El cambio interesa a toda la sociedad. Fuera de la esfera estrictamente política, en el estrato más profundo de las convicciones, la Iglesia, quiera o no, tiene que habérselas con estas fuerzas propulsoras del cambio. Pero, ¿desde qué supuestos cabe esperar una contribución global de los católicos al proyecto socialista?Sólo los ingenuos podrían creer que el mundo católico, por el hecho de haber contribuido con su voto al triunfo socialista, se habría identificado ya con todos los puntos de su programa. Si la dirección del partido siente ahora la necesidad de explicar a todos sus miembros la estrategia concreta del Gobierno, cuánto más tendrá que convencer al amplio espectro de sus electores. Debe hacer todo lo posible para ensanchar la base de colaboración ciudadana. Porque mucho más trascendente que el éxito electoral y parlamentario es crear un movimiento social proporcionado al cambio de pautas de conducta que se pretende y capaz de instaurar formas de convivencia más justas y democráticas. Para ello no basta contar con una Constitución ni siquiera con las instituciones políticas de una democracia social.
Los socialistas saben que es en la sociedad, en sus formas de pensar y de comportarse, donde tienen que producirse los cambios más profundos.
Los obispos españoles, antes de la campaña electoral, recordaban a los católicos que "es obligado acatar el resultado de la voluntad popular, respetar las instituciones y el Gobierno resultante de las urnas". Después del 28 de octubre no han faltado voces episcopales, como la del obispo de Málaga, pidiendo respeto y aprecio para unos españoles que se han hecho acreedores de la confianza de una gran mayoría de los españoles y llegan al Gobierno "con innegable buena voluntad, gran ilusión, ideas nuevas y hasta, como se afirma, con una gran capacidad de servicio". El momento político obliga a recordar un texto de Pablo VI en la Octogesima Adveniens: "Hoy día, los cristianos se sienten atraídos por las corrientes socialistas y sus diversas evoluciones. Tratan de reconocer en ellas un cierto número de inspiraciones que llevan dentro de sí mismos en nombre de la fe. Se sienten insertos en esa corriente histórica y quieren realizar dentro de ella una acción".
La primera cuestión que suscita un proyecto tan ambicioso es la de quién va a ser el sujeto impulsor y protagonista de esa transformación. El Estado y el poder político solos es claro que no van a conseguirlo. Esta persuasión forma parte de la doctrina socialista. Cualquier movimiento social, cuando se politiza, se desprende de su base natural y de su fuente impulsora. Y si llega a institucionalizarse como parte del aparato estatal, pierde capacidad de crítica y fuerza creadora. Basta contemplar el espectáculo de ciertos intelectuales y periodistas simpatizantes del programa socialista marcando ahora distancias que no debieran haber perdido nunca. El bache que atraviesa la Prensa independiente es más que notable.
La sociedad, concebida como sujeto unitario del cambio, es una pura abstracción. Lo que existe son los pueblos, los sectores y, los grupos culturales y religiosos. El individuo se integra en la sociedad a través de agrupaciones diferentes y sólo por la participación libre en las mismas logra realizarse como hombre y ejercer su libertad. El colectivismo burocrático, allí donde ha sido implantado, absorbe la espontaneidad social y bloquea los destinos humanos. El hombre es receptivo en el grupo que libremente elige y dentro del cual sus aspiraciones personales llegan a tener corporeidad social. Cualquier estrategia de cambio tiene que ser múltiple y sectorial. El útero de la sociedad no es el Estado, sino los grupos intermedios en los que la libertad y el ingenio engendran la cultura. Por eso son estos grupos, culturales o religiosos, los que tienen derecho a promover y desarrollar en el cuerpo social, desinteresadamente y por sus propios caminos, las concretas convicciones particulares sobre la naturaleza, el origen y el fin del hombre y de la sociedad. El proceso de democratización de la sociedad avanza o se detiene según el espacio de juego que, dentro de la justicia, seamos capaces de ofrecer a la creatividad de las instituciones y grupos sociales.
En la misma medida, el tratamiento que ha de darse al hecho religioso deja de ser real si se mantiene en el plano de la abstracción. No existe la religión, sino los hombres y mujeres motivados por convicciones religiosas concretas y organizados según la regla o credo que libremente abrazan. La libertad religiosa que no llega a traducirse en libertad confesional es pura quimera. Los rasgos característicos de una confesión religiosa son parte integrante de su propia identidad querida y respetable. El Estado laico declara su incompetencia para formular juicios de valor religioso. Pero no es ciego ni sordo a la relevancia social de los grupos religiosos. Tiene que tutelar su libertad y debe, como manda la Constitución, mantener con ellos relaciones de cooperación. Los prejuicios y recelos históricos no deberían apoderarse de aquellos que ahora tienen que llevar a la práctica, desde el Estado o desde la Iglesia, los cambios de su propio ámbito para conseguir una sociedad más igualitaria y libre. Las confesiones tienen derecho a comparecer en la vida pública tal como son, incluso como defensa de unos determinados intereses. La Iglesia tiene que defender a sus miembros cuando se ven afectados en su pertenencia religiosa. Debe promover una estructura social que favorezca su misión tal como ella la entiende en un momento determinado de su historia y en el ámbito de las libertades constitucionales. Esta expresión de sus intereses no sólo es necesaria para el buen funcionamiento de sus instituciones. Es igualmente imprescindible para el funcionamiento político de la sociedad en el que se han de articular los diversos intereses que se limitan entre sí, bien por la vía de la negociación o bien por el reconocimiento a una misma ley.
En el programa político del PSOE se anuncian puntos conflictivos, como el de la despenalización del aborto y la derogación de la ley de Estatutos de Centros Docentes. Corre el riesgo de que batallas concretas polaricen las tomas de posición de los católicos y les aparten del apoyo que merecen otras muchas medidas previstas en el programa socialista, tales como las encaminadas a hacer más real el ejercicio de las libertades, a equilibrar las relaciones entre las fuerzas de producción y a regenerar la moral pública.
La Iglesia no puede identificarse con ningún proyecto político. Pero exalta valores y defiende aspiraciones del hombre que coinciden en buena medida con el cambio ético y cultural al que ahora se nos invita. Entre el Estado y la sociedad en la que -ella se inserta no se puede trazar una línea divisoria. Preocupa, sin embargo, el papel que va a asumir el Estado en ese cambio cultural y las formas de intervención de los poderes públicos en los medios culturales de titularidad estatal, tales como la escuela y la televisión. Son servicios públicos que deben transparentar en toda su riqueza la pluriforme creatividad de todos los grupos sociales. Cegar esa fuente o absorberla equivaldría a herir de muerte la ética del cambio.
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