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Reivindicación de una España invertebrada

Fernando Savater

Me parece un ejercicio estéril y obtuso escuchar a nuestros nuevos gobernantes con el cepo permanentemente dispuesto para atraparles en el flagrante delito de su propia palabra. Ciertas cosas sólo son dichas para rellenar el ancho y peligroso vacío que bosteza entre las promesas y las realizaciones, para tranquilizar a los más asustadizos o para ganarse la siempre cuestionable adhesión de los remisos. Bueno, dolamas de la política. Pero a veces se dicen cosas que tocan cuestiones de fondo y ya ningún oportunismo momentáneo excusa trampear a ese nivel. De lo más sugestivo que se le oyó al candidato Felipe González durante su campaña fue que se iba a gobernar dentro de lo posible, pero no afrontando cada cuestión por separado y deshilvanadamente según éstas plantearan su apremio, sino dentro de un proyecto global a largo plazo (ideal, incluso) de la sociedad que se pretende mejor. Los que nos hemos tomado en serio esta declaración fundamental y hemos votado por ella, temo que vamos a ser bastante quisquillosos con ciertas grandes cuestiones de principio. En modo alguno pienso unirme al coro farisaico (o simplemente bobalicón) de los que se rasgan las vestiduras de izquierda de toda la vida al ver a Felipe González oyendo misa en la División Acorazada o depositando flores a los caídos: si a tanto zopenco poscristianoide y neoestaliniano no le gustaran demasiado los aquelarres de ETA (y de eso sí que debería avergonzarse en cuanto hombre de izquierdas), probablemente esa visita de prudente cortesía no se hubiera hecho precisa tan imperiosamente. Pero, en fin, hay quien ve la misa en el ojo ajeno y no ve la misa negra en el propio. Sin embargo, hay cosas que ya no son ni prudentes, ni corteses ni mucho menos precisas. Me refiero a estas palabras del presidente González, hechas públicas por este mismo periódico en que escribo: "El Estado-nación como concepto histórico nace ligado a la creación de ejércitos permanentes; es decir, su estructura es causa y conciencia de la existencia de las fuerzas armadas permanentes. Por tanto, cuando se habla de fuerzas armadas como estructura fundamental, a veces se dice, aunque suena a frase hecha, como columna vertebral del Estado, se está reconociendo una verdad histórica y actual.Quien no lo vea así, no puede hacer una política seria de defensa y de mantenimiento del orden constitucional, etcétera".

Aquí se dicen, como si fueran toda la verdad, afirmaciones que ya no son verdad y otras que es menester, políticamente hablando, que dejen de serlo cuanto antes.

Para empezar, me permito alguna tímida puntualización histórica. Ejércitos permanentes los hubo mucho antes de que en el siglo XVI se consolidaran los Estados nacionales. Ahí tenemos al Ejército de Esparta, que no era precisamente un estado-nación a la moderna, sino una ciudad-estado de vocación castrense. Pero, por lo general, parece que los ejércitos permanentes nacen vinculados no a la idea de nación o pueblo, sino a la de imperio: el caso de Asiria, por ejemplo, que desde el 1250 hasta el 612 antes de Jesucristo se impuso en lo que luego fue Oriente Medio con su Ejército organizado según el sistema decimal (el Antiguo Testamento habla del huracán ecuestre de su caballería ligera), y Alejandro Magno, genial manipulador de la falange macedonia, creada por su padre, Filipo; y sobre todo, el imperio romano. El ejército permanente no es la nación en armas, sino un instrumento especializado al servicio del afán imperial; es decir, una fuerza de ataque y conquista, no un sistema defensivo. Pero avancemos hasta el siglo XVI y la creación de los Estados nacionales: el ejército permanente es utilizado un poco en todas partes para acabar con las ciudades libres y para aunar coactivamente en una unidad superior y más abstracta realidades históricas diferentes que se resistían a ello. No vamos a hacer moral retrospectiva sobre sucesos de hace cuatro siglos, pero tampoco parece aconsejable convertirlos sin más en luz y guía de nuestra política presente. El ejército contemporáneo nace realmente algo después, con la Revólución Francesa, que instaura el servicio militar obligatorio. El primer beneficiario de esta medida revolucionaria fue el emperador Napoleón, no precisamente las naciones de Europa. Como reacción, Prusia decide organizarse militarmente a fondo y, a base de levas autoritarias y movilizaciones selectivas, va poniendo en pie el mejor ejército europeo a partir de 1813. En el año 1860 tiene un ejército permanente activo de 200.000 hombres, reforzado por las divisiones de la Landwehr; en Sadowa cuenta ya con 680.000 soldados entrenados, que serán 1.200.000 en 1870. Un estudioso del tema celebra así este colosal despliegue: "El Ejército prusiano evoluciona lentamente, sin demagogia, sin tibieza, sin retrocesos, gracias al ejercicio piramidal de la autoridad y bajo el efecto de una estricta disciplina, vivificada por la fidelidad de los oficiales y de la tropa a la corona y a la patria alemana". Añade luego: "El Ejército de 1914 es hijo de éste y también, aunque organizado con más prisa, el de l939". Es decir: el mayor esfuerzo militar de la Europa moderna se coronó con dos guerras mundiales (ambas perdidas) y el desmembramiento de la patria alemana, que aún sigue hoy dividida. De los usos imperiales represivos y antiprogresistas del Ejército español durante estos cuatro siglos me creo dispensado de hablar en detalle, así como tampoco me ensañaré en comentar los beneficios de grandeza política y concordia nacional conseguidos con tal instrumento.

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Dice Felipe González que hablar de las Fuerzas Armadas (por cierto, ¿no será la revolución pendiente lograr que haya alguna vez fuerzas, desarmadas?) como columna vertebral de la patria suena a frase hecha. Pero lo peor no es eso, presidente: lo peor es que suena a frase hecha por Franco. Y, lejos de ser además una verdad histórica y actual, es, como todo buen tópico franquista, una falacia reaccionaria. Es decir, la voluntad deliberada de presentar como necesidad histórica un determinado propósito ultraconservador. Las metáforas orgánicas aplicadas a la política siempre son peligrosas, pero al menos antes se hablaba del Ejército como brazo armado de la nación, que era quien lo manejaba; ahora es la columna vertebral que sostiene al Estado en pie; en determinados países ya deben ir viéndole como el cuerpo todo estatal, quedando para los ciudadanos civiles el papel de posaderas sobre las que el gigante se sienta satisfecho. Pero, a fin de cuentas, lo que se quiere decir es que el Ejército es la parte dura y resistente con la que cuenta el Estado para apoyarse. La cosa viene ya desde hace más de siglo y medio: por un lado, los ciudadanos, individualistas, protestones, igualitarios al menos en su derecho, que todo lo cuestionan y que quieren el máximo de transparencia y autogestión social; por otro, un cuerpo jerarquizado rígidamente, disciplinado, donde el principio de autoridad se impone a las veleidades críticas y los procedimientos judiciales toman cariz sumarísimo. Al Estado, en lo que tiene de despótico y caduco, de temeroso ante el ascenso del morbo democrático, no le es difícil elegir en quién puede confiar mejor. Aunque tampoco es cierto que esto ocurra por igual en todos los países, ni mucho menos: el Ejército es la columna vertebral del Estado polaco o guatemalteco, no del danés, el canadiense o el costarricense. A fin de cuentas, los dos únicos ejércitos que merecen el nombre no ya de columnas vertebrales, sino también de sistemas nerviosos, musculares y qué sé yo, pertenecen no a dos naciones cualquiera, sino a dos imperios modernos: EE UU y URSS. De nuevo se revela así el parentesco entre los ejércitos permanentes y la voluntad avasalladora e imperial, mucho más que puramente defensiva. Que, le toquen una pieza del tablero a cualquiera de los dos grandes o a uno de sus clientes principales, y entonces se verá para quá sirven, fuera de toda retórica, los ejércitos.

Los antimilitaristas no tenemos que ser obligatoriamente antimilitares; es decir, somos sin duda capaces de respetar a los individuos que, dentro de las actuales circunstancias y con honrada disposición de servicio, asumen las tareas castrenses aún vigentes. También podemos comprender que ningún Gobierno por sí solo (y sobre todo el nuestro) puede abolir de un día para otro un terrible mecanismo tan complejamente acendrado en la estructura social. Ni siquiera estamos seguros de que toda forma de lucha o resistencia violenta deba ser descartada a priori de modo rotundo. Pero algunos principios nos parecen irrenunciables:

1. Que los ejércitos no son un bien en sí mismos, sino un medio para obtener paz y seguridad. Como resulta que hoy nada amenaza tanto la paz y la seguridad como la existencia de ejércitos, quizá fuera cosa de ir pensando alcanzar estos dos bienes anhelados por otros medios.

2. Que las naciones deben dejar de ser vistas como imperios pequeñitos (lo mismo que los imperios siempre quieren presentarse como naciones grandes), y, por tanto, renunciar a vertebrarse, en torno a sus ejércitos.

3. Que los gastos de armamento son una desnuda inversión de lucro y poder so capa de patriotismo, defensa de sagrados valores, etcétera, y que motivan muchos de los desequilibrios económicos Y sociales de este bendito planeta.

4. Que no nos vengan con más monsergas sobre la agresividad natural del hombre, la violencia como deseo, etcétera; ni nos intenten hacer pasar las instítuciones por instintos. No sé si la abolición de toda formación agresiva en el hombre es posible o descable, pero sé que la renuncia a fabricar bombas atómicas es posible y deseable.

Si fuese una verdad histórica y actual que los ejércitos forman la columna vertebral de sus respectivos Estados, deberíamos concluir que en esto también se ve la oposición entre naturaleza y cultura: pues mientras la evolución de la vida va de lo invertebrado, a lo vertebrado, el progreso de la historia deberá orientarse en sentido opuesto...

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