Un plan más ambicioso
La voladura del centro se ha reflejado rotundamente en las últimas elecciones que demostraron el enorme daño inferido al que fuera partido del Gobierno desde 1977 a 1982. El descenso de los votantes de UCD hasta 1.550.000, y la reducción de sus escaños a doce, unido al poco éxito del CDS, con 615.000 votos y sus dos escaños, explican, con la implacable desnudez de las cifras, el saldo final de la operación destructora.Es preciso, sin embargo, analizar con mayor profundidad el proceso de ese descalabro progresivo. He leído juicios de alto interés sobre la etiología del acontecimiento. Para unos, se trata de una serie de luchas intestinas entre grupos y personas que acabaron desgarrando la unidad del partido. Para otros, fue poco menos que una saga kafkiana de suicidios políticos cercanos a la anormalidad psíquica o a la autofagia. Finalmente, hay quien busca la explicación en el hecho de que el tejido de la sociedad española actual buscaba ansiosamente la polarización de un dualismo rotundo y confrontador en dos modelos de sociedad antagónicos, preparados para una lucha abierta y despiadada.
La destrucción del centro ha sido una operación minuciosamente planificada desde fuera y desde el interior del propio partido. Se tomó la decisión de dinamitarlo, gradualmente, por una motivación esencialmente política. La técnica con que se llevó a cabo ese plan se apoyó, claro está, en las numerosas contradicciones internas que existían y proliferaban día a día. Pero el propósito obedecía a una estrategia de más largo alcance, que nada tenía que ver con el deseo de cambio del electorado.
Lo que se ventilaba en los hostiles gabinetes planificadores era en realidad el dilema de si el sistema democrático plural, la actitud conciliadora, el talante de la convivencia, la necesidad del entendimiento en profundidad para la defensa del sistema constitucional, el pacto permanente de la derecha y la izquierda en el servicio a los intereses generales de la nación y la Monarquía, eran objetivos que convenía seguir propugnando o si, por el contrario, era preferible dar por terminado el capítulo de: los diálogos y de los acuerdos y volver a las posiciones beligerantes de antaño. Es decir, dos bandos enzarzados en un forcejeo perenne y agresivo.
Se decidió que el objetivo primordial y urgente era éste: destruir el centrismo como filosofía integradora de la transición, acabar con la tentación de una derecha civilizada y liberal, liquidando su bagaje cultural y su intento de modernizar la vida española en sus vertientes más importantes. Poner fin a una aventura y a una apuesta que se había iniciado años antes de la transición, cuando un núcleo importante de gentes de nuestro país, procedentes en su mayoría de la derecha sociológica, aceptaron la idea de que únicamente en el ámbito de la democracia parlamentaria con libre alternativa de poder, basada en el sufragio universal, se podían evitar los traumas de un tránsito político tan complejo y delicado como iba a ser el español. Y que solamente dentro de la estructura de una monarquía constitucional, homologada con las naciones de la sociedad abierta de Occidente, podían y debían inscribirse las coordenadas del sistema político de la convivencia futura.
¿De dónde: vinieron los numerosos y entusiastas dinamiteros del edificio centrista? De muchos y variados sectores.
Hubo estamentos confesionales que se sentían heridos por actitudes que se consideraban lesivas para la enseñanza o para la protección familiar. Existían sectores empresariales que se manifestaban irremediablemente afectados por la política social o fiscal del centrismo. Había minorías ancladas en los prejuicios de antaño que se declaraban incompatibles con el cambio que se ha llevado a cabo en nuestra sociedad en los últimos siete años. Añorantes del poder antiguo, lectores de los evangelios de la nouvelle droite, especie de droite divine del fascinante cenáculo parisino. Tertulianos del cristianismo social-bávaro en Marbella y extrapoladores irreflexivos del reaganismo californiano. Y, por supuesto, núcleos minoritarios del entramado golpista, más o menos activista y uniforme. Un ejército de nostálgicos privilegiados y beatos, unidos tan sólo por la solidaridad del cabreo.
Fue una coincidencia rigurosa. Y, como se dice ahora con cierta pedantería gramatical, puntual. Cada uno asumió su papel en la explosiva operación. Los goteos, las fugas, los derrumbamientos parciales, los anuncios jubilosos acogidos con el clamor de los iniciados, la insistencia en que no quedara piedra sobre piedra, en que se arrasaran los cimientos, en que se arrojara sobre ellos sal y vinagre, denotaba todo ello una saña tan insólita que había que suponer que algo más importante se pretendía tras ese ruidoso derribo.
Hubo cuantiosas aportaciones de medios. Ayudas financieras apenas disimuladas y también plumas que se convirtieron en cotidianos partes de guerra. Aparecieron las descalificaciones personales y las ironías de cierto propagandismo piadoso. Y mientras tanto, se vendía el producto más rentable que la aniquilación del centro ofrecía a las clases conservadoras: "A cambio", se les decía, "de que el centrismo desaparezca, el neoconservatismo logrará el poder, puesto que en la España electoral la derecha es mayoritaria. Lo que pasa es que hasta hoy estuvo a la defensiva y no se atrevió a decir su nombre. Ahora verán ustedes".
Y efectivamente, ya lo han visto. El socialismo ha logrado diez millones de votos y más de doscientos escaños en una impresionante e ilusionada avalancha popular. Las fuerzas conservadoras que habían de beneficiarse, supuestamente, de la inexistencia del centro, han sumado 5.400.000 votos, y logrado 106 escaños. Es un resultado notabilísimo si se considera el nivel del que partieron. Pero es una confirmación más de que la derecha conservadora, por sí sola, no alcanzará verosímilmente la mayoría que se necesita en una democracia para gobernar. Lo único que puede hacer, constitucionalmente, es criticar tenazmente la tarea del Gobierno socialista durante cuatro años. Y después... ¿cómo arrebatarle al socialismo moderado, que ha recibido seguramente millones de votos no socialistas, de centro y centro-izquierda, esos cinco millones de sufragios que le distancian del voto conservador? ¿Merecía la pena -desde su punto de vista- destruir el centro entre grandes risas de alegría y burbujas de champaña para facilitar la instalación del socialismo en el poder en los próximos cuatro -o quizá ocho- años de nuestra vida política? Pocas veces se conoció victoria pírrica semejante.
El centro, factor esencial en la primera fase de la transición, ha sido derrotado por ella en la segunda fase, de la misma manera que Saturno devoró a sus hijos. Pero sin la existencia de algo parecido a un centrismo progresista e identificado como tal y, desde luego, no confesional, es difícil ofrecer a la opinión una alternativa realista capaz de ejercer el poder dentro de cuatro, ocho o doce años. Además, la ausencia, por exterminio, de una formación tolerante, liberal, modernizadora, europea, que hable un lenguaje sencillo y pacificador y que garantice la continuidad de la democracia y del régimen de libertades, sería la señal de otro proceso más grave. Es un camino que abre las posibilidades a cuantas tentaciones montaraces y totalitarias acechan al conservatismo español con peligrosas ilusiones y proyectos conspiratorios. La otra vía, la del involucionismo, empieza a sonar en determinados cenáculos como solución de emergencia si las cosas van mal de aquí a unos meses. Y uno se pregunta si la voladura del centro que se llevó a cabo no tendría en su origen un propósito más alevoso. ¿No se propondrían algunos de sus iniciadores dinamitar la democracia parlamentaria española y acabar con nuestro sistema constitucional?
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