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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La negociación con el Mercado Común

PARA LA España democrática, la entrada en la Comunidad Económica Europea ha dejado de ser desde hace tiempo una materia de convalidación política. Un régimen constitucional homologable con las naciones pluralistas, tres limpias elecciones generales y un cambio de Gobierno que ha mostrado el funcionamiento efectivo de la alternancia en el poder son pruebas más que suficientes de nuestra idoneidad como socios del proyecto de una Europa unida. Pero si bien la integración en la Comunidad europea, conjunto de países con una vieja tradición de libertades y usos democráticos, continúa siendo una decisión con profundo contenido político, la adhesión a la CEE incluye también esas asperezas y conflictos de la vida económica que la larga crisis mundial ha agudizado. En definitiva, el planteamiento político del ingreso de España en las instituciones comunitarias se encuentra rodeado y condicionado por los términos de la negociación económica.Al igual que la tecnocracia del anterior régimen, el Gobierno de UCD enfocó la entrada en el Mercado Común fundamentalmente como el intento de conseguir un éxito diplomático. Cuando las puertas de Europa no sólo se entornaron, sino que casi se cerraron ante nosotros hace dos años, como consecuencia indirecta de los graves conflictos intracomunitarios en torno a la política agrícola y presupuestaria, el señor Calvo Sotelo aceleró, por diversas razones, el proceso de ingreso de España en la OTAN. Pero la entrada en esa alianza defensiva y militar ha avivado en los españoles la frustración de permanecer al margen de la integración económica y social de los países europeos. Y esa frustración puede suscitar en el Gobierno de Felipe González una especie de compulsión para negociar, aunque sea por capítulos separados, una entrada en el Mercado Común excesivamente precipitada y llena de hipotecas.

La negociación debería tener, sin embargo, como único objetivo la plena integración de España en la CEE, sin admitir restricciones a nuestras exportaciones agrícolas e industriales o trabas a la libre movilidad de los trabajadores. En justa correspondencia, la apertura del mercado español a los productos comunitarios tendrá que plantearse, asimismo, sin otras condiciones que las relacionadas con la duración de los calendarios de reducciones arancelarias y sin más limitaciones que las destinadas a amortiguar las consecuencias inmediatas de una competencia súbita y fortísima difícil de asimilar de un solo golpe. Cualquier desviación de este planteamiento supondría una adhesión discriminatoria que perjudicaría gravemente los intereses españoles y resultaría menos conveniente que el actual estado de cosas. Parafraseando a Juan de Mairena, cabría decir que entre negociar una buena integración o claudicar ante una integración en malas condiciones, siempre existe la posibilidad de aplazar sine die nuestra integración en Europa.

En términos generales, el actual modus vivendi comercial con la CEE, bien diseñado en el Acuerdo Preferencial de 1970, funciona con suavidad y de manera mutuamente satisfactoria. La peligrosa tentación de aceptar, a fin de ir desbrozando el camino de la integración, un proceso de conversaciones en el que se fueran acordando, aunque de manera provisional, compromisos sobre los productos siderúrgicos, textiles o agrícolas, no sólo equivaldría a la modificación del Acuerdo de 1970, sino que supondría también llegar con un gran lastre a la ronda final de negociaciones. El Gobierno español debería rechazar la fórmula de los acuerdos sobre capítulos aislados, ya que, pese a la claúsula de que todo es renegociable, las cesiones iniciales son siempre difíciles de rectificar y plantean una gran incertidumbre en los sectores sujetos a condicionamientos. El establecimiento de un calendario fijo que definiera la fecha de comienzo de las negociaciones sería ciertamente deseable, pero tampoco es fundamental. Mucho más importante que la determinación de un día D es mantener clara la idea de que nuestro ingreso en la CEE deberá producirse en condiciones equivalentes a las alcanzadas en su día por los actuales países miembros. Y si las dificultades actuales que se derivan de la crisis económica impidieran a los organismos de Bruselas establecer una fecha conocida para iniciar una negociación global, lo razonable sería continuar con el Acuerdo Preferencial de 1970 y acomodar al máximo unas relaciones de buena vecindad.

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Algunos ejemplos prácticos pueden ilustrar el razonamiento mejor que mil argumentos teóricos. Así, se podría empezar obteniendo un trato no discriminatorio para nuestras naranjas, que actualmente pagan unos derechos arancelarios por su entrada en la CEE superiores a las procedentes de otros países competidores de la cuenca del Mediterráneo. Esta discriminación plantea un serio agravio comparativo y nos impide llegar a un acuerdo de tránsito con un país tan importante para España como es el Reino de Marruecos. También suscitan serios problemas aquellas materias que, como la pesca marítima, no formaron parte del Acuerdo Preferencial. El número de barcos pesqueros españoles que faenan en aguas comunitarias ha descendido desde 400 a un centenar, límite ya razonable. En contrapartida, España podría mantener sus compromisos de importar pescado procedente de la CEE y acelerar, por ejemplo, la implantación del Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA). Nuestro sistema actual de desgravación de las exportaciones puede ser acusado de introducir subvenciones encubiertas, y como los mayores ingresos del IVA son aplicables a la reducción de las cargas de la Seguridad Social, no hay ninguna razón para no atender los deseos de los negociadores de Bruselas en este punto.

En definitiva, el nuevo Gobierno debería mantener la firme postura de que España es un país candidato al ingreso en las comunidades europeas con todos los derechos. Mientas tanto, habrá que encontrar el mejor acomodo posible en aquellos puntos que están recogidos en el Acuerdo Preferencial y sean fundamentales para el desarrollo de unas relaciones de buena vecindad entre futuros asociados. España, sin embargo, debe evitar la tentación de discutir capítulos aislados, especialmente sensibles para la CEE, que ofrezcan a la galería la falsa impresión de una auténtica negociación, pues esas conversaciones sólo tendrían de tal las apariencias diplomáticas. Quizá la composición del nuevo equipo negociador español con Bruselas no sea la más idónea para este tipo de planteamiento, pero los fracasos del pasado, y sobre todo la tranquilidad parlamentaria del nuevo Gobierno, permiten la contrapartida de una reflexión seria y sólida sobre el significado de la entrada en el Mercado Común y la estrategia a seguir hasta entonces.

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