La estrategia económica de Estados Unidos
Las elecciones norteamericanas de noviembre no arrojaron un resultado inequívoco. Los demócratas lograron ganar veintiséis puestos nuevos en la Cámara de Representantes, pero los republicanos mantuvieron su control sobre el Senado. Estamos lejos de la desastrosa derrota que los demócratas pretenden haber infligido al presidente. Sin embargo, y a pesar de que los electores no se pronuncia ron masivamente por el rechazo a la política económica de Reagan, no parece demasiado aventurado afirmar que estamos asistiendo al fin de la reaganomics. Con la nueva composición de la Cámara de Representantes, va a ser casi imposible para el presidente hacer aprobar el resto de sus medidas económicas. No sólo los demócratas tienen ahora una mayoría de 101, sino que también muchos de los nuevos elegidos son liberales (equivalentes a progresistas en el lengua je político norteamericano). En la cámara anterior tampoco tenía Reagan mayoría, pero logró hacer pasar su presupuesto gracias a una coalición entre republicanos y demócratas conservadores. Una coalición similar va a ser mucho más difícil de crear ahora, especialmente si se tiene en cuenta que las medidas propuestas por Reagan para comienzos de 1983 implican nuevas reducciones en los gastos sociales y un incremento en los gastos de defensa, para lo que no cuenta ni siquiera con la unanimidad entre los republicanos. Ronald Reagan se verá forzado, por tanto, a hacer concesiones.'Vudú' económico
En realidad, el primer indicio de un cambio en la política económica se manifestó ya en agosto pasado. El Congreso infligió a Reagan su primera derrota, forzándole a reintroducir un cierto número de impuestos eliminados en 1981. Otro indicio importante fue, en octubre, la decisión del Federal Reserve Bank de levantar el estricto límite del 5,5% impuesto al aumento de la masa monetaria. Se trata en ambos casos de medidas muy significativas, ya que indican un cambio de dirección en materias que conciernen a los dos pilares fundamentales de la política económica de Reagan: la supply side economics (economía de la oferta), en el primer caso; el monetarismo, en el segundo.
La campaña electoral de Reagan se llevó a cabo con un programa económico que prometía simultáneamente reducir los impuestos (para impulsar la economía), controlar la cantidad de moneda (para luchar contra la inflación) e incrementar el presupuesto de defensa. Este tipo de vudú económico ha conducido a un enorme déficit y a una profunda recesión. El desempleo ha alcanzado su punto más alto desde la gran depresión: 11,6 millones de norteamericanos están sin trabajo (10,4% de la población económica activa). De ellos, 3,7 millones han perdido su empleo desde la llegada de Reagan a la Casa Blanca. Sectores enteros de la producción han sido desmantelados en los últimos veinte meses. La crisis afecta especialmente a las industrias tradicionales, a las que el Estado ha decidido no ayudar: automóviles, electrodomésticos, textiles y siderurgia. Se está operando un traslado de la potencia industrial del Este y del Norte hacia el Sur y el Suroeste, donde la mano de obra es más barata. Es en estas últimas áreas donde se están instalando las industrias en ascenso, como las energéticas (petróleo, carbón, gas natural).
América está en vías de dividirse profundamente entre las industrias ricas y las pobres, las regiones prósperas y las que declinan, los trabajadores con empleo estable y la masa creciente de los desempleados. La situación de estos últimos es cada vez más dramática, porque los subsidios en todas las áreas de los servicios sociales han sido drásticamente disminuidos. Con un déficit presupuestario que Wall Street estima entre 140 y 160 billones de dólares, Reagan pretende realizar ahorros suplementarios en el campo de los gastos sociales, bajo pretexto de que su Gobierno debe mantenerse en la brecha.
Hoy se ve con claridad el significado de la contrarrevolución que la reaganomics ha intentado poner en práctica. El objetivo era poner fin a cuatro décadas de política económica keynesiana durante las cuales, y a partir del new deal, un consenso se había establecido en torno a la idea de que el Estado debía contribuir a la prosperidad social y proteger a los ciudadanos contra las inevitables inseguridades de la vida en una economía capitalista. Tanto Margaret Thatcher como Ronald Reagan -siguiendo los análisis de Milton Friedman y de los otros teóricos neoliberales- consideran que es esta revolución keynesiana la que está al origen de la crisis actual, caracterizada por el fenómeno de la stagflation (alta inflación combinada con alto desempleo). La solución que proponen es simple: que el Estado deje de intervenir en la economía (salvo para controlar la masa monetaria) y que se restablezca el mecanismo del mercado, liberado de todo tipo de regulaciones y de la coerción de los sindicatos.
El 'espíritu de Dunkerke'
En el caso del Reino Unido, Thatcher puso desde el principio el acento en la lucha contra la inflación y llamó a la unidad nacional frente a la crisis. En Estados Unidos, donde no existe este espíritu de Dunkerke y donde la ideología del crecimiento es tan fuerte, el escenario fue algo diferente. El programa de Reagan puso énfasis en la promesa de un relanzamiento del crecimiento económico. Por eso la iniciación de su Gobierno se acompañó de un conjunto de predicciones económicas totalmente irrealistas que intentaban ganar apoyo popular a su política, al par que disfrazaban su real naturaleza. Es así como se anunciaba una baja en la tasa de interés, un crecimiento del 4% (contra el 1% bajo Carter), más una disminución no sólo de la inflación sino también del desempleo. ¡Y se prometía además un presupuesto balanceado para 1984! El eje de esta estrategia lo constituía la teoría de la economía de la oferta, que aseguraba que las reducciones impositivas proveerían potentes incentivos para la inversión y contribuirían al relanzamiento de la economía.
Ya conocemos los resultados. La nueva política fiscal, si bien no ha producido las inversiones esperadas, ha sido muy eficaz como medio indirecto de transferir ingresos hacia los sectores más afluentes. La campaña en defensa de la libertad individual frente a la intervención del Estado no tenía en realidad otro objetivo que reducir los gastos sociales y aligerar las disposiciones legales que protegían a los trabajadores, a los consumidores y al medio ambiente.
El fracaso de la reaganomics es hoy un hecho, pero lo es también la falta de una alternativa política coherente. Los demócratas están lejos de presentar una viable estrategia económica de recambio. Sus candidatos más probables para las próximas presidenciales, Edward Kennedy y Walter Mondale, se han limitado hasta ahora a vagas declaraciones de un tono decididamente proteccionista.
Varios proyectos están, sin embargo, siendo discutidos, tanto entre los demócratas como entre los republicanos, y está teniendo lugar un debate en torno a la reindustrialización de América. Todas estas tentativas tienen en común la insistencia sobre la necesidad de un nuevo contrato social y de una decidida intervención del Estado en la planificación industrial. La más conocida es la de Félix Rohatyn, director de la banca Lazard Freres, conocido por haber salvado a la ciudad de Nueva York de la bancarrota, hace cinco años. Rohatyn propone la creación de un organismo de financiamiento para público destinado a reconstruir la economía norteamericana, un poco a la manera de la Reconstruction Finance Corporation del New Deal. Su objetivo sería retener las viejas industrias en el Este y el Norte y crear las condiciones de un desarrollo regional que asegure la protección de las comunidades. Rohatyn insiste sobre la necesidad de una nueva revolución industrial en Estados Unidos. Pero más allá de los partidos y de los matices de los diversos proyectos (algunos son más autoritarios, otros más democráticos), parece haberse creado un consenso acerca del fracaso del monetarismo y de la economía de la oferta. Cualquiera sea el proyecto futuro que se imponga, una cosa cierta es que será muy diferente de la estrategia constituida por la reaganomics.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.