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Tribuna
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"Los valores de la Monarquía parlamentaria trascienden a quien encarna la institución"

El presidente del Congreso de los diputados, Gregorio Peces-Barba, pronunció el siguiente discurso en la apertura solemne de la legislatura:"Majestades: Es un gran honor para las Cortes Generales, reunidas en Pleno, recibiros para este acto de la solemne apertura de la legislatura, con su Alteza Real el Príncipe de Asturias. Es también altamente satisfactoria la presencia, como testigos de excepción del acto, de las infantas y otros miembros de la familia real, del presidente y de los miembros del Gobierno en funciones, de los presidentes y de los miembros de los organismos constitucionales y Consejo General del Poder Judicial, y de las restantes autoridades civiles y militares que nos acompañan, representantes de la Iglesia católica y de las demás confesiones o iglesias y decano del cuerpo diplomático. Todos los ciudadanos españoles podrán también estar presentes en este acto a través de los medios de comunicación social, a los que quiero agradecer su esfuerzo para divulgar nuestro trabajo y para ayudarnos en el empleo de acercar esta alta institución al pueblo, del que procede.

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Toda la dignidad y toda la importancia del poder político, que en el mundo moderno tiene un protagonista de excepción, que es el Estado, se expresa en este acto con la concurrencia del Rey de España, que es el jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, que modera el funcionamiento regular de las instituciones y que asume la más alta representación de nuestras relaciones internacionales de acuerdo con el artículo 56 de la Constitución, y para abrir de manera solemne la legislatura de las Cortes Generales, que representan al pueblo español, donde reside la soberanía nacional, de acuerdo con los artículos 1-2 y 66-1 de nuestro texto constitucional.

Dos grandes cuestiones deben evocarse por el presidente del Congreso, que: afectan a la textura y el funcionamiento de ese poder político y que tienen, a mi juicio, especial relevancia en esta hermosa andadura democrática que nuestro país está realizando. La primera de ellas se refiere a la idea de legitimidad, de poder legítimo, que en el mundo moderno, después del lúcido análisis de Max Weber, se identifica con la llamada legitimidad racional, es decir, con la legitimidad democrática. El poder legítimo es aquel cuya obediencia se considera fundada en bases justificadas. La idea de soberanía nacional que reside en el pueblo, o de soberanía popular, es la formulación cultural en la que cristaliza esa legitimidad racional del principio de las mayorías. Así un poder será legítimo si es expresión, en su formación, de esa forma de soberanía a través de elecciones libres por sufragio universal.

Se produce así una situación en la que los mismos ciudadanos que concurren por esa vía de la formación del poder son a su vez los destinatarios del derecho que producen los órganos de poder. En las Cortes Generales, y en general en los poderes legislativos, se ve muy claro el proceso. Los españoles, con su voto, forman las Cortes Generales y luego son destinatarios de las normas que produzcamos. La obediencia será más fiel porque el poder aparece más cercano, más propio del ciudadano en las sociedades democráticas. Legitimidad de un sistema y obediencia a sus normas son dos conceptos dependientes.

El poder será legítimo también en su ejercicio a través de la creación de las reglas de juego que permiten su funcionamiento reglado, es decir, sometido al derecho y no arbitrario, y que permiten el cambio, la reversibilidad del poder. Así, quien pierde una contienda electoral sabe que puede ganar la siguiente, y quien la gana sabe que tiene que respetar a las minorías. Esta filosofía está en la base de la concepción democrática del poder legislativo y es también la raíz de la Constítución española de 1978. El pueblo español la comparte por inmensa mayoría, como lo ha demostrado la masiva participación en las elecciones del 28 de octubre. Los que no la defienden, los enemigos del sufragio universal, quizá porque no son ni serán nunca capaces de ganar unas elecciones por ese sistema, son dogmáticos, violentos y dispuestos a imponer sus ideas por la fuerza. A través del tiro en la nuca, del atentado irracional o del insensato intento de romper con un golpe de fuerza la legalidad, se pretende sustituir la incapacidad para trabajar en una sociedad plural. Nuestro pueblo puede estar tranquilo porque su rechazo de esas posiciones, nítidamente expresado en las elecciones, tiene en las instituciones del Estado, y en estas Cortes Generales, una continuidad inamovible.

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El orden social que resulta del ejercicio del poder legítimo se expresa por medio del derecho que se produce en las Cortes Generales y que es el primero y más importante de la soberanía. Los sectores marginados de la convivencia democrática están contestando la firmeza de este orden social y de su ordenamiento jurídico, que deriva de la convicción de la inmensa mayoría, y saben que no pueden derribarlo utilizando la violencia. No pueden hacer sino renunciar a ese cauce y volver al seno de los que quieren la paz, la convivencia y la libertad para nuestro país, aceptando las reglas del juego de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico. Otra actitud será condenarse a permanecer en las tinieblas, que conducen sólo a la destrucción y a la muerte. El Gobierno que se forme parte del enorme peso de su legitimidad democrática, le da fuerza y el poder, si es necesario usarlo, y también serenidad y generosidad si se dan las condiciones para ello.

Sentido de la Monarquía parlamentaria

La segunda cuestión que procede tratar en este acto es el sentido del sistema parlamentario, en una organización política con forma de Estado monárquica que nuestra Constitución califica como Monarquía parlamentaria.

En los orígenes del mundo moderno, y hasta el siglo XIX, Monarquía y Parlamento eran dos términos antitéticos, de tal manera que la afirmación de uno era la negación del otro. La historia nos muestra ejemplos conocidos, especialmente en Inglaterra, pero también en otros países como Francia y España. Por otra parte, la propia concepción del Estado legislativo-parlamentario se pone en entredicho en los años treinta, a través de los legisladores extraordinarios -ratione materiae, ratione supramitalis y ratione necesitatis-, que se perfilan, por ejemplo, en la Constitución de Weimar, que permiten anunciar el fin del parlamentarismo y la llegada de los nuevos leviathanes fascistas y nacionalsocialistas.

¿Se puede seguir diciendo hoy que Monarquía y Parlamento son dos términos opuestos y que el parlamentarismo está en decadencia? Me parece que los planteamientos han cambiado y que un parlamentarismo renovado y racionalizado surge hoy, después de la segunda guerra mundial, que supera las dificultades en las que se basaba el anuncio de su destrucción. La Constitución española es un ejemplo, y quizá el más eminente, de cómo la legíslación extraordinaria, el decreto-ley, la delegación legislativa en favor del Gobierno y los Estados excepcionales están en todo caso bajo la autorización y fiscalización de las Cortes Generales.

También el Tríbunal Constitucional, como órgano que garantiza la integridad material de la Constitución, como intérprete supremo de la misma, está hoy perfectamente encajado en el ámbito del sistema parlamentario y no supone distorsión del mismo.

Por otra parte, Monarquía y Parlamento no sólo no son términos antitéticos, sino complementarios, y su integración en la Monarquía parlamentaria, tal como se dibuja en nuestro texto constitucional, produce una estabilidad, un equilibrio y unas posibilidades de progreso difíciles de encontrar en otras formas de Estado.

La garantía de permanencia de los signos de identidad de una comunidad que asegura la Corona se hacen así compatibles con la necesidad del progreso y del cambio que la situación de la cultura política de cada tiempo exige, por su radical historicidad, y que se realiza en el sistema de partidos, a través de los mayoritarios, por las Cortes Generales y por el Gobierno.

Vivas al Rey, a la Constitución y a España

Desde esa perspectiva me parece que se deben dar pasos racionales que asienten esos planteamientos y los transformen en teoría general. Se han acuñado términos que expresan el sentimiento de estima de nuestro pueblo por Su Majestad el Rey. No voy a insistir en su importancia y menos en su presencia. Sin embargo, sí que creo que procede objetivar más el tema. Sin perjuicio de las condiciones personales del actual jefe de Estado, Su Majestad el Rey don Juan Carlos, creo que los valores positivos de la Monarquía parlamentaria son generales y más permanentes, y trascienden a la persona que encarna en este momento a la institución.

Está por hacer una teoría general de la Monarquía parlamentaria actualizando la que hizo Bagehot en el siglo XIX. Es un objetivo para estudiosos y profesores. Sin embargo, hay algo muy gráfico que ya se puede decír.

En el ámbito de una Monarquía parlamentaria, como la de nuestro país, da lo mismo decir viva el Rey que viva la Constitución o viva España. Por eso, si me permiten, voy a terminar mis palabras diciendo con reiteración tres vivas que significan, al menos en mi espíritu, lo mismo: ¡Viva el Rey!, ¡Viva la Constitución!, ¡Viva España!".

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