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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El sentido del cambio

La sociedad española viene transformándose profundamente desde finales de los años sesenta. En dicha década y en la siguiente las estructuras cambian, son rápidas las mutaciones. Al amparo del auge europeo -que se mantendrá hasta la primera crisis, atribuida al petróleo, en 1974- se producen transformaciones importantes en la estructura económica de nuestro país. La versión tecnocrática de la última época del franquismo -a partir del plan de estabilización de 1958- aparece como insuficiente para encauzar, ordenar e impulsar los cambios económicos. Cambia la estructura de la población, con aumento relativo de la urbana. El campo se despuebla por la emigración a las ciudades y al extranjero. La industrialización de la última época del régimen se asienta, como ha señalado Fuentes Quintana, precisamente sobre los sectores a los que la crisis golpearía luego con mayor contundencia: la siderurgia, la automatización, los electrodomésticos, la petroquímica. Las ciudades se rodean de barriadas, erigidas sin plan urbanístico e impulsadas por una especulación sin freno ni norma. El desorden, con todo, es la manifestación de una vitalidad de un país joven que ya había rebasado la tremenda dislocación de la contienda civil, el aislamiento internacional de la guerra mundial y la fase de la acumulación capitalista del período de la autarquía. Hacia 1977 y 1978 se habló del milagro político español. Consistía el prodigio en el tránsito de un régimen autocrático a la democracia parlamentaria, con relativa facilidad y escaso coste social. Se descubría con sorpresa que el español era capaz de mesura, de alto sentido de la convivencia. Todo esto era cierto, pero la explicación del supuesto milagro residía en qué cambios esenciales sociales y culturales habíanse impuesto, en dura pugna con la acción entorpecedora del franquismo en la última etapa de éste.Cambios sociales y, entre ellos, una transformación de la sensibilidad religiosa de las vanguardias cristianas. Cambios en la relación entre la pareja y entre padres e hijos. Cambios profundos, asilados, no obstante, por los valores tradicionales, que no habían sido desvelados, sino que se modernizaban. La visión oficial de la pretendida cultura española -el nacionalcatolicismo- no correspondía a unas generaciones en contacto con las ideas y realidades europeas. El aggiornamento de la Iglesia bajo Juan XXIII, en la primera época del pontificado de Pablo VI, y sobre todo con el impacto del Concilio Vaticano Ii había facilitado la aceptación de las mutaciones.

De manera que, a partir de fines de los sesenta, el sistema imperante era un traje estrechísimo, que agobiaba a un cuerpo social en crecimiento. El sistema del general Franco estaba muerto antes de que desapareciera físicamente el jefe del Estado.

El mismo capitalismo español, superadas las fases autárquica y de la relativa racionalización tecnocrática, aspiraba a una reforma del sistema, que le condenaba a un sistema productivo, que imponía una proyección exterior que chocaba con las fuerzas expansivas y que hacía imposible a plazo medio la cita con Europa.

La operación conservadora

La derecha española -mucho más inteligente en esta circunstancia histórica de lo que le atribuye la leyenda- realizó una operación de modernización para salvar lo esencial de los controles económicos y culturales. La restauración democrática -aplazada hasta la muerte del dictador- se realiza mediante una amalgama de reforma / ruptura. La reforma, tal y como la preconizaba en 1976 -un año decisivo- Fraga Iribarne, era una cosmética insuficiente, que hubiera agravado la lucha de clases y la oposición política. La ruptura significaba una liberación de fuerzas que hubiese encontrado difíciles vallas para contenerla.

La función histórica de la improvisada UCD consistió en modernizar el sistema casi exclusivamente en el plano institucional y mantener lo esencial de los controles sociales e ideológicos.

El compromiso que impusieron a la izquierda las circunstancias históricas -sin excluir factores internacionales, que habrá que estudiar- encerraba por su propia naturaleza unos límites temporales, unas cotas a alcanzar.

Hoy se pregunta el ciudadano por la razón profunda de la desintegración de la UCD. No es explicación suficiente una supuesta proclividad de sus miembros a la discordia intrapartidista. La verdadera razón reside en que la UCD representaba la conjunción de fuerzas necesaria a la operación de mantener lo esencial de la situación anterior, modernizando el sistema y haciéndolo aceptable internacionalmente, y satisfaciendo en una parte del camino los deseos de reforma de los sectores poco concienciados políticamente. En la medida en que la crisis reaviva la necesidad de soluciones en profundidad, el centro pierde su función histórica y, en definitiva, su virtualidad como proyecto.

Hoy el cambio no significa la sustitución de un sistema social por otro. Significa acabar con los obstáculos que se manifiesten nítidamente en el plano político a las fuerzas sociales que vienen desarrollándose desde hace unos quince años. No se trata, pues, de una potenciación de la voluntad para inaugurar algo inédito, sino de acabar con la disfuncionalidad de que sigan en el plano de la administración del Estado como principios y políticas algo que la sociedad ha superado. Se trata de ordenar en un proyecto total y congruente lo que está imponiéndose en la sociedad parcialmente y sin coordinación. Las fuerzas opuestas al cambio no pueden, ciertamente, cegar el proceso; pero su sostenimiento en el poder mantendría el desequilibrio que nace de la coexistencia de la renovación y lo residual, creando, a la postre, tensiones que un cambio congruente y realista hace desaparecer.

Fernando Morán es diputado electo del PSOE por Jaén.

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