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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Víctimas de la policía

UN ANCIANO de 86 años, un bebé y un menor de edad, presunto delincuente, murieron el domingo pasado en Madrid como consecuencia de una acción policial claramente desproporcionada y descontrolada en relación a los hechos que se trataban de combatir. Los cuatro menores de edad que ocupaban un automóvil robado no hicieron uso de armas de fuego -que no tenían- en la persecución de que eran objeto por un coche de la Policía Nacional. Se lanzaron a una carrera desenfrenada que acabó atropellando a una madre de veinticinco años, gravísimamente herida, y a su hija de seis meses, que quedó con la cabeza y un brazo seccionados. Poco después, y ya descendidos del coche, uno de los ocupantes fue herido de un disparo, otro cayó sin vida con dos tiros que le atravesaron la espalda y la nuca y un anciano, ajeno a los hechos, fue alcanzado por una bala suelta que le produjo también la muerte.Una matanza de esta magnitud, acaso comparable con esas bárbaras y sangrientas refriegas entre pistoleros y policías, se corresponde muy mal con el motivo que desencadenó el uso de las armas policiales. Y desde luego hace grotesco que a la brigada protagonista se la denomine Brigada de Seguridad Ciudadana. Poco puede esperarse que la vecindad, testigo de estos hechos, acreciente con actuaciones así su confianza y colaboración con las fuerzas de orden público y no tienda, en ocasiones, a verlas como un posible peligro añadido a los males que pretenden evitar.

En más de una ocasión sectores de la propia policía han denunciado los graves riesgos que se derivan de las deficiencias en la formación humanitaria y técnica que padecen nuestros cuerpos de seguridad. La prevalencia de un ánimo represor, adquirido en otras épocas, sobre la voluntad de vigilar y restablecer el orden con proporción y serenidad han conducido en no pocas ocasiones a desgracias de este género. Muertes y desafueros gratuitos que sólo se hacen inteligibles si se le atribuye a los responsables una suerte de ceguera y animadversión incompatibles con lo que ha de ser la profesión policial en una sociedad civil sujeta a los controles democráticos. Desde el mismo seno del cuerpo superior de inspectores se ha reivindicado la implantación de un reglamento de armas que ponga coto a la profusa discrecionalidad con que se usan las metralletas y las pistolas. Esta reivindicación, basada en una disposición de la ONU, establece que el empleo de la fuerza por los agentes policiales se legitimará sólo cuando sea estrictamente necesario, y, más allá, el recurso a las armas sólo se considera autorizado cuando el presunto delincuente oponga resistencia armada. No ha sido efectivamente esta última circunstancia la que ha marcado el trágico suceso del pasado domingo.

Estos descuidos mortales de las fuerzas de seguridad han pasado demasiadas veces sin el castigo necesario para los responsables, única forma., por otra parte, de que la sociedad tenga la confianza necesaria en sus policías. Pero no ha de imputarse sólo la culpa de lo sucedido sobre esos funcionarios concretos que, quizá faltos de preparación, de una educación coherente con sus funciones en un Estado de derecho y deficientes incluso en técnicas policiacas y preparación física, acaban comportándose de forma tan brutal. El mismo policía que efectuó los disparos homicidas contra el muchacho que conducía el coche cayó inmediatamente en una crisis de llanto, espantado por lo que acababa de realizar. Hay culpables más arriba. Madrid padece, desde hace años ya, uno de los peores gobernadores civiles y uno de los peores jefes de policía que recuerdan los anales. Incapaces de proteger frente al terrorismo los centros neurálgicos de la Telefónica, brillan por los despliegues de fuerza (que realizan frente a los oyentes de cualquier concierto de rock. La Prensa, y no sólo este periódico, ha pedido repetidas veces que estos responsables políticos de algunas barbaries que podrían haberse evitado no disfruten más de la dignidad de su cargo. Cuando el ministro Rosón se presenta en los carteles electorales hablando de eficacia habría que pedirle que destituya al menos a los incompetentes.

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