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El golpe anunciado

Juan Luis Cebrián

La fatalidad es una palabra demasiado irracional para inscribirse sin más entre quienes la veneran. A mí me sigue pareciendo todavía que la historia la hacen los hombres y que el fatum de la tragedia clásica viene al final, más determinado por las maldades humanas que por la voluntad de los dioses.La Crónica de una muerte anunciada, el último libro del reciente Nobel de Literatura, nuestro entrañable García Márquez, es, sin embargo, un texto para disentir de estas tesis. Todo el mundo en la novela, menos la víctima, sabe que Santiago Nasar va a ser asesinado. Nadie quiere quizá verdaderamente matarlo, pero nadie hace, desde luego, nada que lo evite. El desarrollo reciente de la política española me ha refrescado hasta la irritación la memoria de este episodio. Sabemos que se está preparando un crimen, conocemos casi los protagonistas de la historia, el lugar y la hora, pero ¿qué se está haciendo?

Más se acerca el día de las elecciones, más se crispa el ambiente de quienes tienen la premonición de su derrota. Para luego habrá que dejar los análisis sobre la destruccíón acelerada del partido del Gobierno o los proyectos efectivos de gobernación de los socialistas. De ahora mismo es, en cambio, la preocupación múltiple que envuelve a la calle ante la oleada de rumores, el aluvión de promesas y la confusión de noticias en torno a una eventual intervención militar que bien podría denominarse a estas alturas "el golpe anunciado".

La trama de la conspiración violenta que se preparaba para evitar las elecciones no ha sido descubierta -según fuentes oficiales- sino en una pequeña parte. El Gobierno sigue perplejo lo mismo ante la identidad de la dirección militar que ante la complicidad de destacados personajes civiles.

La blandura de la represión -tres detenidos y un puñado de urgentes cambios de destino- sólo se explica en la voluntad de no generar solidaridades añadidas en el Ejército bajo el pretexto del compañerismo. Sobre la ausencia de informaciones solventes se extiende además un piélago de rumores inventados y sabiamente difundidos. Desde que este verano una revista publicara las listas de fusilables del 23-F, elaboradas mayormente con las candidaturas a Cortes en 1977, no han cesado de ver la luz misteriosos documentos y excitantes revelaciones en la Prensa, sometida a toda clase de filtraciones interesadas. Los teléfonos suenan en los periódicos, en las oficinas públicas, en los ministerios, hasta en la centralita de palacio: el golpe -dice la voz anónima- será el próximo lunes.

Creo no traicionar ninguna confidencia si narro la equivocación que Regis Debray cometiera en Chile y que él mismo me contaba en su reciente y fugaz paso por Madrid. "Estuve en Santiago hasta el 2 de septiembre de 1973. Todo el mundo hablaba del golpe, en las calles, en los restaurantes, en las casas". Se marchó Debray un poco harto de tanta rumorología y convencido de que no habría de pasar nada. Una semana después, Pinochet se levantaba en armas contra la Constitución que hacía poco había jurado defender. ¿Dónde situar entonces nuestro índice de probabilidad de error? Resulta que hablar del golpe, denunciar los desfallecimientos en su persecución, especular con tramas e implicaciones de terceros, contribuye de un modo u otro lo mismo a alimentar el ambiente que los conspiradores necesitan que a cubrir de amenazas el cielo electoral. Y alguien, sin duda, se beneficiará de las urnas del miedo. Pero no decir nada de estas cosas sería como dejar a los españoles sentados a la intemperie de una peligrosa ignorancia. La que desconoce que el nivel de pánico de la derecha reaccionaria es tan grande ante la eventual victoria de los socialistas que están dispuestos a evitarla por todos los medios legales e ilegales a su alcance. Medios legales apenas les quedan. Sólo les restaría tratar de impedir las votaciones.

El pesimismo es mayor para después de los comicios. Concretamente, cara al mes de interregno constitucional que ha de transcurrir desde que se conozca el vencedor hasta que se constituyan las Cámaras y éstas elijan nuevo presidente del Gobierno. ¿Qué credibilidad tendrá el actual Gabinete, qué autoridad si es, como parece, aplastado en las urnas, y su partido se convierte en algo evanescente y huero? Si los pronósticos electorales se cumplen, será necesario, dicen algunos, montar una especie de Gobierno paralelo o de Gabinete fantasma y gobernar de un modo u otro con los socialistas desde el día inmediato a las elecciones. Eso, claro está, en tanto en cuanto el PSOE obtenga mayoría absoluta y no quepa error ni margen de duda sobre la necesidad de una coalición. De todas formas, este noviembre resultará crucial en nuestra historia: los socialistas van a ser puestos a prueba aún antes de sentarse en el banco azul.

Como una sombra ambigua y repleta de interrogantes se cierne en torno a este panorama la actitud del Ejército y la de aquellos sectores civiles dispuestos a ampliar el círculo de quienes, como Fraga, entenderían un golpe. Todas las hipótesis se manejan: desde un atentado contra el Papa en su próxima visita, hasta una retirada masiva de depósitos de los bancos, bien orquestada como es lógico. Los expertos aseguran que el mercado de cambios puede venirse abajo en el plazo de quince días. El dinero ha comenzado a huir a través de las fronteras y hacia el forro de los colchones. La demagogia fraguista ha hecho su mella en capas de la baja y media burguesía: "Ahora vendrán los rojos y nos quitarán la finquita", se dicen. El pánico financiero necesita menos complicidades y organización que un golpe militar. Pero, ¿cuál es la divisoria que pasa entre la necesaria precaución y la alarma injustificada; entre el miedo paralizador y la prudencia en cada movimiento? Las gentes piensan que si la guardia del Rey tiene motivos para ponerse alerta, otras personas e instituciones deben tenerlos también. Y otra vez se perfila como única referencia de poder seguro la Corona.

No existe, sin embargo, una sola de las condiciones que se dicen objetivas y necesarias para dar golpe de Estado. Claro que esas condiciones se pueden crear. No se vislumbra ningún apoyo exterior, ni una base civil entre la población dispuesta, según parece, a depositar sus esperanzas en el cambio vendido por el PSOE. No es entonces éste un argumento para tranquilizar a los atribulados ni para llamar al optimismo ciego. Las condiciones ésas se pueden crear, y se van a intentar crear. Es solamente una reflexión que nos habla de la utilidad de hacer algo para evitar que se lleve a cabo la atrocidad de la conspiración en marcha. Un nivel elevado de abstención facilitaría la demagogia de los agitadores. Movilizar al pueblo es siempre la única respuesta válida frente a los que le provocan, y en una democracia, las elecciones son la movilización más real, efectiva y pacífica que puede darse. Un desequilibrio electoral tan abultado como el que anuncian los sondeos es también peligroso. La bipolarización que se prevé es la de un partido de izquierda moderado y otro de derecha ultramontana. El mantenimiento de un grupo parlamentario de centro, suficientemente sólido parece indispensable para garantizar algunas dosis de sensatez en la vida política, lo mismo que la existencia de un partido comunista no anecdótico. Las dudas sobre si será bueno o malo para el conjunto de los demócratas que los socialistas obtengan la mayoría absoluta en el Congreso pueden ser inicialmente despejadas por las noticias que cotidianamente nos distribuye el Ministerio de Defensa. Vamos a necesitar un Gobierno fuerte en los próximos años, tanto más fuerte aún si es un Gabinete de dirección socialista. Vistas así las cosas, el juego de las coaliciones puede ofrecer, no pocas desventajas.

Me parece que éstas son unas reflexiones comunes a muchos ciudadanos de los que se dicen de a pie y que conocen a diario de los augurios lúgubres que unos y otros tratan de esparcer sobre el futuro del cambio. Es ridículo despreciar los signos del peligro cierto que nos acecha. Tanto como abandonar la búsqueda del camino que lo sortee. Pero, además de ridículo, sería también trágico que pudiera decirse de los españoles lo que García Márquez narra de quienes "pudieron hacer algo por impedir el crimen y, sin embargo, no lo hicieron". Se consolaron con el pretexto de que hay "asuntos que son estancos sagrados a los cuales sólo tienen acceso los dueños del drama". Esta vez el drama nos pertenece a todos.

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