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Siete meses y siete días de Mendès-France

"Su jefe y el mío son parientes", me dijo una vez el jefe del gabinete de Pierre Mendès-France. Mi jefe, según él, era Franco, y tenía razón, porque era el de mi Estado. La historia que le contó Mendès-France era la de que los Franco fueran unos judíos galaico-portugueses: unos -los de mi jefe- eligieron la condición de marranos; otros -los del suyo- se fueron a Francia huyendo de la conversión y de la inquisición y cambiaron la última letra de su nombre para evitar confusiones comerciales -franco, libre de gastos_ y para halagar a su nueva patria, France. La familia debía tener genio: por las dos distintas vías llegaron al poder.Aun así, sobre Pierre Mendès-France cayó ese difuso racismo francés que pesa tanto sobre los emigrantes, pero que limita hasta cierto punto a los poderosos: el que impidió ser presidente de la República al del Senado, Gaston Monnerville, mulato de Guyana. Pierre Mendès-France, además, había comenzado la política como subsecretario en el Gobierno de otro judío, Leon Blum, el hombre del frente popular; mala genealogía para un momento de la guerra fría y de la guerra caliente en Indochina, que él terminó, y en Argelia, que vio comenzar.

La experiencia Mendès-France, como se llamó a su presidencia del Consejo, como para dar a entender que era algo de mero carácter experimental, investigador, y no definitivo, duró siete meses y siete días.

La política y la historia tienen revueltas inesperadas, y efectivamente, aquella experiencia ha renacido casi treinta años después, y tras numerosos saltos atrás, aventuras y alguna farsa: la Francia moderna, la de hoy, nace de la experiencia de Mendès-France, de lo que aprendió a su lado el todavía joven François Mitterrand, que tenía entonces 37 años y que ya había sido ministro de casi todo y con los más diversos Gobiernos. Mitterrand era una especie de cangrejo ermitaño, aún dentro del partido radical. Lo ha sido después, introduciéndose en la concha del perdido y abandonando SFIO -partido socialista- hasta darle el vigor actual. Lo que ha llevado Mitterrand a su partido, y ahora a Francia, es lo que aprendió en el partido radical, y especialmente en la breve y fecunda etapa de Mendès-France. Recordemos también que el partido radical era a su vez un partido para todo, del que podía salir desde una extrema izquierda para gobernar con el frente popular a una extrema derecha, fascista, para colaborar con los golpistas de la OAS.

'Gobernar es elegir'

La experiencia de Pierre Mendès-France se basaba aparentemente en una frase, título de un libro suyo y lema de su Gobierno: "Gobernar es elegir" (gouberner c'est choisir), aparente obviedad, pero con un sentido pragmático considerable. Cuando se gobierna no se hace en ningún caso lo que se quiere, y menos aún lo que un programa electoral y una doctrina de partido exigen. Se hace lo que se puede, y la única latitud del gobernante es la de elegir entre distintas opciones de lo posible. Comenzó eligiendo quienes le habrían de votar: Mendès-France, en una sesión de investidura histórica, declaró que descontaría los votos comunistas de todos los que otorgasen y que, de no ganar ellos, no aceptaría el cargo. Ganó de una manera aplastante: 462 votos contra 13 (y 134 abstenciones del MRP). Era el resultado de una situación dramática en Francia.

Poco antes, el mariscal Juin había iniciado una intervención militar en la política, sosteniendo que el prestigio militar estaba devaluado por los manejos civiles. Y casi en seguida el poder militar había sido gravemente devaluado no por los civiles, sino por el enemigo en el campo de batalla: la derrota de Dien Bien Fu.

El Parlamento y el país creía que era necesario un cambio. Y el mutante era Mendès-France, un experimentador. Todo lo contrario de la vieja Francia. Tenía la osadía de llevar a la tribuna de la Asamblea Nacional un vaso de leche: en el país del vino era un desafío (y los cosecheros y exportadores se quejaron seriamente de que perjudicaba una imagen de Francia). Pálido, diminuto, mal afeitado siempre -"una característica racial"-, tuvo tiempo de acabar con la guerra de Indochina (acuerdos de Ginebra, aprobados por la Asamblea Nacional el 23 de julio de 1954), de hacer la declaración de Cartago, que abría la paz en Tunicia, de intentar que Francia ratificase la CED y de pretender unas negociaciones con Ferhat Abbas en Argelia cuando todavía era tiempo. Pareció que iba demasiado lejos, y ahí terminó: en un debate sobre la política en Africa del Norte. Le sucedió Edgar Faure, que era también radical, pero exactamente lo contrario: la vieja política en lugar de la experimentación.

En ese tiempo, en siete meses y siete días, lo que nació fue un nuevo concepto de la vida en Francia; en una izquierda francesa. En torno suyo se afirmaron L'Express y Observateur -luego evolucionarían-. Fue cantado por la pluma fuerte de François Mauriac -que después se enamoró literariamente del general De Gaulle- y una juventud empezó a ver que había soluciones posibles y que el cambio era posible. Es el cambio que ha sobrevivido hace un año y que se está tratando de practicar ahora: el cambio de Mitterrand. La experiencia no fue inútil. La muerte le ha llegado al político después de haber visto el retorno de lo que quiso hacer y no le dejaron: después de haber escuchado el 21 de mayo de 1981 cómo el nuevo presidente Mitterrand le decía al abrazarle: "Sin usted, yo no estaría hoy aquí". Ni Francia, probablemente, estaría donde está ahora.

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