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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

JaruzeIski inventa el pasado

EL ESTADO polaco, adscrito a la esfera de influencia soviética como consecuencia de la segunda guerra mundial, se había distinguido durante los últimos 35 años por hallar un acomodo con la realidad social y religiosa del país que no tenía parangón en el resto de la Europa oriental. Para los comentaristas occidentales menos cegados por la maldad intrínseca del comunismo, Polonia brillaba con una luz débil, pero no exenta de esperanza, la de que una cierta evolución acabaría abriéndose camino en el monolítico mundo del socialismo real. Ese acomodo con la realidad no tenía, sin embargo, una correspondencia jurídico-legal; el Estado polaco no se diferenciaba apenas en lo teórico de los modelos que lo flanqueaban, y aun quedaba por detrás de la modesta reforma sindical que el kadarismo había llevado a la Hungría posterior a la revolución de 1956. El milagro polaco era un talante, una cierta capacidad de diálogo, la realidad incuestionable de una Iglesia católica que era el refugio nacional de una gran mayoría de ciudadanos, y la inteligencia de líderes como Gomulka, primero, y Gierek, después, que, con todos sus errores y corruptelas, no pretendían que los polacos dejaran de ser polacos para prestar su acatamiento al régimen.Esa situación, que ya había sobrellevado malamente los trastornos de 1970, entraba en bancarrota con la insurrección pacífica pero firmísima que comenzó en los astilleros Lenin y que convirtió en una jaculatoria doméstica el nombre de Lech Walesa, el elocuente y carismático electricista de Gdansk al que una revolución eligió como su cara votiva. El Gobierno que entonces encabezaba Edvard Gierek, hoy caído en desgracia, pero que en 1970 consiguió que la matanza de obreros se detuviera, no tuvo estómago para lanzar los tanques contra los trabajadores del sindicato Solidaridad en revuelta, y se inició entonces un curioso proceso en el que un poder comunista aceptaba una negociación que, en alguna medida, significaba un primer desmantelamiento de las estructuras totalitarias con que se había gobernado durante 35 años.

El poder vivió a la defensiva, con esporádicas tarascadas de represión, durante casi todo 1981, sin ser capaz de proponer una alternativa jurídica a lo que se le venía encima; una reforma hecha desde dentro que fuera capaz de absorber o al menos de aminorar la fuerza revolucionaria del. movimiento nacional polaco, hasta que, finalmente, el golpe de Estado militar del 13 de diciembre pasado, que convertiría al general Wojciech Janizelski en dictador por encima del propio partido comunista, aunque actuara en su nombre, suponía la primera contraofensiva del poder: la tentativa de establecer un new deal que, suprimiendo las conquistas de Solidaridad y aun la propia existencia del sindicato libre, pusiera las cartas sobre la mesa de lo que era capaz de ofrecer el Estado polaco.

Y todo parece indicar no ya que ese ofrecimiento es la mejor receta para que la discordia civil y el terrorismo urbano se apoderen de un país poco propicio a renunciar a las conquistas del inmediato pasado, sino que lo imposible es, precisamente, expresar desde un punto de vista jurídico compatible con las exigencias del Kremlin esa posición especial que Polonia ocupa dentro del bloque soviético.

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A la hora de formular propuestas, de inventar una nueva forma de ser polaco y comunista a un tiempo, el Estado que domina Jaruzelski se adentra en peligrosos vericuetos que otras dictaduras, como la del franquismo, ensayaron sin suerte. Así, la tentativa de evitar el reconocimiento de una plena libertad sindical lleva a Varsovía a codificar la existencia de un sindicalismo bien entendido, aquel en el que el derecho de formar asociaciones de defensa obrera quede limitado al ámbito de la unidad de producción de que se trate, de forma que esa desintegración desde arriba de las reivindicaciones de los trabajadores haga que pierdan todo contenido político por la imposibilidad de una coordinación superior más allá de los cuatro muros de la fábrica, el taller o la oficina.

Por ese camino se va a la instrumentalización de sucedáneos como los que en los últimos años del franquismo llevaban a hablar de regionalismo bien entendido, el de sardana y pandereta, de asociaciones políticas en lugar de partidos tout court y, en resumen, al espíritu del 12 de febrero, con el que se cambiaban los nombres de todo para que nada cambiara de sustancia.

Desgraciadamente para Polonia, la situación internacional ante la que hay que presentar cuentas es muy diferente de la que se daba en la España de los años setenta. Y mientras que los Estados Unidos del presidente Carter, primero, y del presidente Reagan, después -pifias aparte como la del ex secretario de Estado Alexander Haig, con su "asunto interno" recién producido el tejerazo-, consienten sin demasiado nerviosismo una dernocracia en España que pueda llevar al poder incluso a los socialistas, la Unión Soviética no cree estar en condiciones de permitirse semejante generosidad.

Lo que el general Jaruzelski pretende con su aborto de reforma sindical es atrapar el tiempo perdido; situarse en 1970, cuando una medida como la actual habría sido acogida con justificado interés; repetir la experiencia de Kadar, como si el pasado fuera la mejor respuesta a los problemas del presente y el desastre que algunos ya adivinan en el futuro. Si el terreno de las profecías es siempre pantanoso, una cosa parece medianamente segura: el apaño economicista con que el líder húngaro supo poner tapadera a sus problemas en el Danubio, o el terror policial pasablemente incruento con que Husak ha yugulado las aspiraciones checoslovacas, pues de ambos sopicaldos parece querer servirse el general polaco, no van a bastar para que, como quieren los soviéticos, el orden vuelva a reinar en Varsovia.

Es un destino trágico que el oficio de polaco sea hoy uno de los más difíciles de desempeñar entre los de las naciones de estirpe occidental. Una ley ineludible de la historia parece probar que Polonia no es posible, y, sin embargo, la inmensa mayoría de sus habitantes está convencida de que vale la pena intentarlo una y otra vez, cualquiera que sea el costo. La Unión Soviética puede descubrir un día, cuando ya sea irreparable para todos, que su orden haya dejado de reinar en Varsovia.

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