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Reportaje:La catástrofe de Málaga

Pista para la tragedia

ENVIADO ESPECIALDavid Graig, norteamericano, 39 años, se sentó abatido tras conseguir un lugar libre hacia la fila veinte del avión. Logró difícilmente encontrar un hueco en un armario superior cercano, tras intentarlo en otros tres, y encajó como pudo su chaqueta azul de lana y dos bolsas.

Aunque la temperatura exterior era en ese momento, 11.30 horas del lunes, de unos 24 grados, dentro de la cabina hacía un calor terrible y aún no se había conectado el aire. Pensó que el comienzo del viaje no podía haber sido peor. El madrugón para coger un vuelo que salía casi a las 12.00, el traslado desde un hotel de la costa con otros 209 turistas más, contratados por la touroperadora nortemaericana Carfree -representada en España por viajes Iberia-, las colas de hasta setenta metros para facturar el equipaje y sacar las tarjetas de embarque, el hacinamiento en la sala de acceso a las pistas y sobre todo el olor a sudor en el autobús que les condujo hasta la escalerilla del avión. De todo se acordaba ahora. No vio cerca a ninguno de sus amigos, así que abrió un ejemplar de la revista Time, ajeno por ejemplo a María Cristino, portuguesa de 55 años, con residencia en Milford, Estados Unidos, que había conseguido un sitio junto al de su marido y visitaba a sus cinco hijos, desperdigados en lugares distintos del avión.

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"En el avión se quedó todo lo que tenía"

Hans Rudolf Jauslin, 27 años, físico que trabaja en la Universidad de Ginebra, viajaba a Nueva York para visitar a su novia. Decidió tomar este charter por lo realmente barato de su precio, especialmente para él, que lo había pagado en francos suizos. Así que se presentó en Barajas el lunes por la mañana con tiempo suficiente para tomar el avión, junto con otros 140 pasajeros que compraron sus billetes a través de las touroperadoras Hispanidad Hollyday y Spain Tours y de la agencia de viajes Club de Vacaciones. El vuelo de Madrid a Málaga fue relativamente bueno, especialmente para un madrileño de diecisiete años, estudiante de COU, Enrique Jesús Enciso Encinas, que subía por primera vez en su vida a un avión. La corta escala en Málaga sirvió a Enciso, que viajaba a Nueva York invitado por unos parientes, para conocer a Manuel de Dompablo, de 33 años, periodista de Efe desde 1971, año en el que entró en la agencia como ayudante de redacción.

Para muchos de los que en aquellos años compatibdizaban el trabajo en redacciones con los estudios en la antigua Escuela Oficial de Periodismo de la calle de Capitán Haya, Dompablo era conocido por el sereno, porque, aun trabajando ya en Efe, hacía un turno en Madrid como vigilante nocturno. De familia humilde, casado, con dos hijos, la muerte le sobrevino en un campo de remolachas junto a una carreteja general cuando había alcanzado lo que más apeteció en aquellas conversaciones pueriles del bar de la segunda planta de las cocheras del entonces Ministerio de Información y Turismo: ser corresponsal de Prensa en Estados Unidos, uno de los sueños dorados de todo buen periodista.

El coronel sí tiene quien le escriba

El coronel Eduardo Hernández Domínguez, jefe de la base aérea de Málaga, construida a finales de los años veinte, embrión del aeropuerto civil, estaba en su despacho acristalado situado a no más de cien metros del final de la pista principal. Desde su ventana se divisa perfectamente el campo de aterrizaje y despegue de los aviones, el final de la pista por la que siguió rodando el avión y la carretera de Málaga a Cádiz. El coronel, vestido con traje de faena, gorra de pico, aspecto jovial, apreciado entre la oficialidad de la base, miraba por la ventana mientras repasaba unos papeles relacionados con la jura de bandera que se había celebrado veinticuatro horas antes enfrente del hangar que serviría de capilla ardiente a cincuenta pasajeros. La vida tranquila y envidiada de la base aérea acaba de cambiar de signo. El correo del coronel se multiplicaría a partir de ahora.

Julián Galán, oficial de servicio del aeropuerto, autorizó la salida del avión desde su despacho de la primera planta de la terminal nacional, donde está situada la oficina de tráfico. Firmó, como ya es costumbre, la documentación, sin haberla repasado minuciosamente, y autorizó la salida del DC-10 de Spantax.

Para la tripulación auxiliar, un vuelo transoceánico con 380 pasajeros, la capcidad máxima autorizada en un DC-10, el trabajo es tan agobiante, especialmente antes del despegue del avión, que cuando se sentaron en la última fila, después de haber instalado, encajado más bien, a todo el pasaje, ordenados los innumerables souvenirs y objetos de mano y dejados libres los pasillos, las azafatas María Montserrat Alcalá Jara, María del Mar Picatoste Silva y María Luisa Burgos, estaban realmente cansadas. Menos mal que no les tocaba a ellas hacer la demostración de las normas a seguir en caso de emergencia. Este fue, seguramente, uno de los últimos pensamientos que pasaron por la cabeza de estas tres azafatas. Les faltaban segundos para morir calcinadas.

El comandante Pérez y su segundo comandante, Creus, comprobaron la cabina y las rampas, como es preceptivo, y.ordenaron el cierre de puertas y la retirada de las escaleras. Después, el primero, 55 años, 17.000 horas de vuelo, número dos de su promoción, comenzó la rutina del diálogo con la torre de control.

Para entonces, David Graig estaba más enfrascado que nunca en su Time. A fuerza de volar mucho, un supersticioso como Graig había llegado al convencimiento de que si un avión de la potencia y peso de un DC-10 tenía algún momento de peligro, ese momento era el despegue. Así que, como hacía simpre el norteamericano, no prestó atención al "Good morning, ladies and gentiemen. Captain Pérez Pérez and his crew..." (Buenos días, señoras y señores. El comandante Pérez Pérez y su tripulación...), y mucho menos al párrafo siguiente de "According to the international civil air regulations..." (Siguiendo las normas intemacionales de aviación civil...), durante el cual dos azafatas, una por cada pasillo, hacían una pequeña demostración de cómo funcionarían las máscaras de oxígeno y los chalecos salvavidas para un supuesto caso de emergencia. Graig no calculó tampoco, como hacía en alguna ocasión, el momento en que el comandante habría pedido permiso para despegar a la torre de control una vez situado el avión en la cabecera de pista.

Al comandante Hernández Domínguez, también a fuerza de estar más de ocho horas diarias desde hace tiempo en la base, el ruido de los motores de los aviones apenas le molesta. No reparó por tanto en un hecho transcendental, que pudo haber cambiado el signo de la tragedia: ese día soplaba viento de Levante y los aviones despegaban en la dirección norte-sur, hacia la carretera de Málaga a Cádiz. En la dirección sur-norte, tras el final de la pista, el campo a través es mucho más extenso. Experto en navegación aérea, el coronel supo pronto que era un DC-10 el que rodaba a toda velocidad por la pista, pero no le dio tiempo a pensar más porque, aterrado, vio cómo el avión dejó atrás la pista, cruzó el campo, destrozó una cabina de transmisiones, pulverizó la cerca del aeropuerto, invadió la carretera de Cádiz y cayó en una pequeña vaguada.

La puerta del cielo

Cuando Werner R. Voigt, también superviviente de la catástrofe, tomó una fotografía de recuerdo mientras los pasajeros iban subiendo al DC- 10 (publicada en EL PAIS el jueves 16 de septiembre), estaba muy lejos de pensar que las siguientes fotografías del mismo carrete iban a ser con diferencia lo más espectacular que había visto en toda su vida. Tuvo la suerte de ser escupido del avión con la primera masa de pasajeros y no lo pensó dos veces. Reaccionó como un futuro premio Pulitzer, con las piernas paralizadas por el terror como todos los pulitzers que consiguieron sus premios en situaciones parecidas.

Como Voigt, Graig fue de los primeros en salir y ponerse a salvo en un montículo próximo. María Cristino, su marido, un hijo y una hija del matrimonio, también. Aunque los dos varones sufrieron quemaduras gravísimas el primero, y menos graves el segundo, al intentar rescatar a sus tres familiares, que resultaron muertos. Como Javier Chapa, un valenciano de 25 años que se dirigía a Nueva York para hacer un master de Bellas Artes y como algunos miembros de la tripulación, el comportamiento del hijo mayor del matrimonio portugués fue heroico. Logró salvar a varias personas aun cuando no logró encontrar a sus hermanos y su obstinación en el rescate le llevó directamente a la UVI de un hospital de Málaga con un grave principio de intoxicación.

Los testimonios a partir de este momento son distintos según el grado de excitación o de indignación de los pasajeros por el accidente -los miembros de la tripulación fueron agredidos allí mismo por algunos viajeros norteamericanos-, pero coinciden en lo fundamental: tras unos segundos de desconcierto, el pánico fue colectivo, de forma especial en la cola del avión, que había comenzado a arder antes de haberse detenido del todo el aparato. En el topetazo contra la carretera de Cádiz, el avión perdió una de las turbinas, pero el comandante mantuvo la estabilidad del avión hasta que consiguió detenerlo. La desgracia hizo que las dos puertas de atrás del aparato, donde se extendía el fuego con mayor rapidez, quedaran inmovilizadas por el accidente. Las otras seis funcionaron con normalidad, aunque una de las rampas de lanzamiento, según testimonio de Jauslin, cayó sobre el ala izquierda del avión ya en llamas. Javier Chapa intentó dirigirse hacia la puerta trasera, que era la que tenía más próxima, pero al ver el fuego cambió de criterio y se fue hacia adelante. Ayudó a una señora mayor a levantarse del suelo, evitó que varios paneles se derrumbaran y alcanzó una de las puertas. Consiguió abrirla y saltar a tierra y aunque su primer impulso fue huir, regresó al avión y en compañía de una azafata logró salvar a muchas personas, entre ellas una anciana que había permanecido en su puesto y había cedido el pasillo a una familia diciéndoles que se salvasen ellos "porque yo ya soy mayor y si alguien tiene que morir, mejor que sea yo".

Max Montalvo, de veinte años, norteamericano de madre española, con varios familiares en el avión, declaró que nunca vio la muerte tan de cerca, porque el cinturón de seguridad que tenía puesto se quedó atascado. Logró romperlo mientras la gente pasaba por encima de él y ya empezaba a afectarle el humo. Su comportamiento fue igualmente heroico por cuanto estuvo cerca de dos minutos sosteniendo también paneles del avión que amenazaban con derrumbarse, salvando así la vida de varias personas. Al final, al borde del agotamiento, creyó que debía saltar del avión y así lo hizo, en compañía de otras siete personas que iograron salir al mismo tiempo.

Cincuenta ataúdes

Enrique Jesús Enciso, el estudiante de diecisiete años que iba al lado del periodista Dompablo, en la parte trasera del avión, sigue sin saber cómo logró salir, ya que iba en la parte de atrás del aparato. Unicamente sabe que se encontró con todos los asientos abatidos y que delante de él tenía algo así como un pasillo de salvación. "Corrí por él y me encontré ante una puerta cerrada. Alguien la manipulaba (Enciso supo después que había sido Chapa) y logró abrirla. Para mí, como si se abriese la puerta del cielo. Sólo me quedó una pena. Estuve todo el día buscando a mi amigo el periodista sin encontrarle". Exactamente 48 horas después, una fina lluvia caía sobre el aeropuerto de la base aérea de Málaga. Cincuenta ataúdes estaban depositados en el suelo del hangar principal del acuartelamiento: 49 adultos y la niña Natacha Ayan.

Esas 48 horas habían sido extraordinariamente desagradables para el doctor Castilla, que hizo la mayoría de las autopsias. Pero, sobre todo, para sus jóvenes ayudantes: voluntarios de la Cruz Roja y soldados de la base. La falta de medios técnicos y de sitio adecuado ensombrecía el trabajo en la soledad de la nave.

El funeral, organizado por el Gobierno en el mismo hangar que había servido tres días antes para la misa de la jura de bandera, resultó pleno de emoción. El vicario general de la diócesis de Málaga intentó en vano consolar a los familiares. A María Cristino hubo que arrancarla literalmente, porque se dejó las uñas sobre la madera, del ataúd de su hija Lisa.

La Guardia Civil descubrió mientras tanto entre las toneladas de escombros en que quedó reducido el avión dos millones y medio de pesetas en el interior de una maleta de doble fondo. Otro fajo de billetes de cinco mil pesetas estaba camuflado en el interior de un juguete de plástico.

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