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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Justicia y Estado democrático

EL ACTO de apertura de los tribunales, con el que todos los años se inicia oficialmente a mediados de septiembre la actividad judicial, ha servido tradicionalmente de ocasión para reflexionar en público sobre los problemas de la Administración de justicia. En el Estado democrático, esta reflexión pública ha podido desarrollarse sin cortapisas, y en esta tarea han jugado un papel importante los medios de comunicación social, y muy concretamente, la Prensa escrita, que han demostrado una sensibilidad casi cotidiana ante las cuestiones de la justicia.Los problemas que aquejan desde hace años, y algunos desde muy antiguo, a la Administración de justicia en España han podido airearse en los últimos tiempos, y ello, al menos, ha servido para que la sociedad y los poderes públicos tomen conciencia de que existen y de que no puede pasar ya más tiempo sin afrontarlos. Los propios titulares de los órganos judiciales tienen ocasión -y ayer afortunadamente se pudo comprobar en el discurso pronunciado por Federico Carlos Sainz de Robles en la apertura del año judicial- de ejercitar esta libertad mediante la formulación enérgica, en tono y contenido impensables en el período franquista, de lo que ellos mismas entienden como problemas inaplazables para un adecuado ejercicio de la función judicial.

Si en una dictadura la represión y el miedo, y, por tanto, el aparato policiaco, que no policial, constituyen el arco que sostiene el edificio del Estado, en una democracia este papel sólo puede ser asumido por las instituciones que derivan de la soberanía popular. Y entre estas instituciones, la justicia, que la Constitución de 1978 ha elevado expresamente desde ser apéndice del poder único en el régimen anterior al rango de poder del Estado, cumple una función altamente cualificada, cual es la de ser una institución estable y estabilizadora de la vida social, garante de los derechos individuales y de las libertades públicas y controladora de los actos de la Administración pública. La conciencia social comienza a percibir la alta rentabilidad de la Administración de justicia para la actividad pública y privada, y de ahí la cada vez más generalizada exigencia de que funcione correctamente. Pero de nada serviría que el Estado democrático atribuyese un papel tan relevante al poder judicial -una encuesta elaborada por el Centro de Investigaciones Sociológicas, a instancias del Consejo General del Poder Judicial, muestra que la influencia y el control de los tribunales sobre la sociedad aumenta en una democracia- si luego, en la práctica, le niega los medios necesarios, fundamentalmente económicos, para poder cumplir con eficacia y dignidad este papel.

Lo primero, por tanto, que el Estado democrático debe hacer es acabar con la posición de pariente pobre en que tradicionalmente se viene colocando a la justicia en el ranking de los Presupuestos Generales del Estado. No se trata, evidentemente, de dar a la justicia más de lo que se deba en relación con otras prioridades sociales del Estado, como son la educación y la sanidad, pero tampoco menos de lo que es necesario para que el llamado servicio de la justicia comience finalmente a funcionar con más credibilidad cara a los ciudadanos. Y es evidente que en la evaluación de los medios económicos con vistas a la elaboración de los presupuestos corresponde el papel principal al Consejo General del Poder Judicial, aunque sólo sea porque conoce mejor que nadie, dada la posición que ocupa como órgano de gobierno de la magistratura, los problemas y las necesidades del mundo judicial.

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Después, será necesario determinar cuáles son las áreas judiciales que más urgentemente necesitan de reforma y, por tanto, de la adecuada aportación económica, entre las que el propio Consejo General del Poder Judicial destaca la modernización de la oficina judicial, una demarcación territorial más acorde con el actual desarrollo de la población y la existencia de instalaciones y medios materiales que acaben con la crónica penuria de siempre denunciada en este terreno. En realidad, se trata de poner en marcha por primera vez desde el Estado una auténtica política judicial. Y este es un desafío, como tantos otros, que debe afrontar el Estado democrático. Los que desde el estamento judicial plantean, muy justamente por cierto, esta exigencia, deben ser conscientes, por otra parte, de su obligación de defender desde la legalidad constitucional el Estado democrático. Y ello, aunque sólo sea porque fuera del Estado democrático no cabe una justicia digna de ese nombre. Al mismo tiempo, los poderes públicos y la sociedad deben convencerse de que el Estado democrático no puede sobrevivir sin un poder judicial independiente y responsable, respetado por los ciudadanos y merecedor de su confianza.

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