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Tribuna
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El rumor como medio de comunicación social

Los rumores ―que ya se sentían pasar de largo desde hacía varios meses― alcanzaron su tono más alto el 12 de agosto, cuando el Gobierno anunció su decisión de solicitar una tregua de alivio para el pago de sus deudas externas a corto plazo y estableció restricciones severas en el comercio de dólares, que era tal vez el más libre y libertino del mundo. A partir de entonces, la inmensa y superpoblada ciudad de México, que dentro de muy poco tiempo será la más grande del planeta, quedó a merced de los infundios más delirantes, como cualquier pueblo minúsculo de la provincia. Desde el principio, los rumores se referían a tres temas distintos, cuya relación interna era evidente. Había toda una serie con matices muy variados, que pretendían divulgar supuestos altercados personales entre el presidente de la República y personalidades muy conocidas de la política y aun de su propio Gobiemo. Cosa curiosa: cualesquiera fueran las versiones, sus protagonistas terminaban siempre con heridas graves en un hospital de Huston. Aunque estos rumores eran capaces de apelar a los recursos más fantásticos, sus autores tenían el cuidado de establecer como punto de origen un hecho real y ya conocido del público. Es una ley de la ficción: si uno coloca un dato auténtico en medio de una ciénaga de invenciones, la tendencia del lector es la de apoyarse en el dato cierto para creer en todos los datos falsos por muy inverosímiles que sean.

El segundo tema de los rumores tenía el propósito definido de suscitar el pánico en la población. Estaban dirigidos a las amas de casa, a quienes se les urgía a comprar hoy porque mañana no habría nada en las tiendas. Al mismo tiempo se trataba de convencer a los tenderos de que no abrieran sus puertas para ponerse a salvo de los supuestos asaltos de las hordas hambrientas. El fantasma de la escasez, del pánico callejero, de la hambruna y la represión empezó a filtrarse por las rendijas de las casas. Había un antecedente que le prestaba crédito a este rumor: a raíz de dos devaluaciones casi sucesivas, el desorden de los precios asustó a las amas de casa y las puso en guardia contra cualquier otra disposición monetaria del futuro. La pérdida de la confianza en la capacidad del Gobierno para manejar la economía era un terreno fácil para el rumor.

El tercer tema favorito de los rumores era el de la corrupción desaforada de los funcionarios oficiales. Si hubo algunas dudas ante los rumores de las dos primeras series, parecía como si la población hubiera estado dispuesta desde mucho antes a creer todo cuanto se dijera sobre el saqueo de la riqueza nacional por los propios empleados públicos. Nadie se sorprendió cuando se dijo que un alto responsable del sector agrario se había llevado para Suiza tres baúles llenos de dólares. Más aún: se pensaba que tal vez no fueran tres, sino cinco. Después de todo, por esos mismos días se publicó la noticia de que un italiano residente en México había comprado dos asientos de primera clase en un vuelo internacional: uno para él y otro para un talego con cinco millones de dólares en efectivo. Alguien que leyó la noticia me dijo con una sonrisa perspicaz: “Si dicen que son cinco millones deben haber sido por lo menos quince”. A raíz de este hecho real, publicado por los periódicos, los lectores menos avisados quedaron al corriente de que en aquel momento no era delito comprar en un banco cualquier cantidad de dólares con dinero bien habido, y llevárselos para el exterior en el asiento de al lado. Muy pronto, el propio presidente de la República había de confirmar a la nación que en esa forma, y en otras más refinadas, habían salido de México 50.000 millones de dólares. Una cantidad equivalente a las dos terceras partes de la deuda nacional.

Estas versiones no eran, como en otros casos históricos, productos espontáneos de la imaginación popular. Al contrario: era el rumor utilizado como un medio de comunicación social por tenebrosos especialistas de la psicología de masas. Y con un fin específico: desordenar a la nación para propiciar un golpe de Estado. Así ocurrió en Chile bajo el Gobierno de Salvador Allende. Pero tal vez el antecedente más siniestro ocurrió en Cuba, en 1960, cuando los enemigos de la revolución falsificaron y divulgaron un supuesto proyecto de ley por el cual los niños menores serían arrebatados a sus padres y enviados a la Unión Soviética. Nunca se supo cuántas familias huyeron a Estados Unidos, ni cuántos niños fueron enviados solos, a la buena de Dios, sólo por protegerlos de un peligro irreal.

La investidura presidencial tiene en México una majestad que no se parece a la de ninguna otra república de mundo. Hay todavía algo en el subconsciente colectivo que tiende a identificar al presidente con los monarcas sagrados de la antigua prehispánica. No obstante, ninguno de ellos ha estado a salvo de los chistes callejeros en sus momentos malos. El presidente, José López Portillo, había sido una excepción durante los primeros cinco años largos de su mandato. De pronto, al mismo tiempo que florecieron los rumores, se le hizo sujeto de los chistes más inclementes. Los monarcas europeos tenían bufones que les contaban las burlas que se hacían contra ellos, y hacían bien en conocerlas, porque esas ocurrencias corrosivas suelen ser un buen índice de las veleidades de su popularidad. Julio César velaba largas horas en sus noches de campaña, escuchando las canciones que sus soldados componían contra él. Algunas eran terribles, pero él las soportaba con su buen hígado de tirano absoluto, porque sabía que era apenas uno de los tantos y amargos tributos de la soledad del poder. No sé si el presidente López Portillo habrá tenido esa saludable costumbre. Pero el 1 de septiembre, cuando subió a la tribuna para leer el último informe anual de su Gobierno, era sin duda consciente de que los empresarios de los rumores callejeros tenían razones de sobra para pensar que ya le habían ganado la partida. Tres horas y 46 minutos después, cuando el presidente terminó de leer su informe, todas las cartas se habían tornado a su favor. Fue un discurso magistral, estructurado con una lógica implacable, y dicho con una emoción que no sólo cerró un nudo en su propia garganta, sino en la de muchos de sus auditores. Para mí -que lo escuché sin perder una palabra, escondido entre cincuenta millones de mexicanos- aquella fue una experiencia humana y política que no podré olvidar en mi vida.

Copyright 1982. Gabriel García Márquez ACI.

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