La economía y el PSOE / 1
Un intento de superar el capitalismo de forma brusca y radical, en el supuesto de que fuese deseable, acabaría probablemente en una catástrofe. Incluso el éxito de una política económica con pretensiones de originalidad y progresismo resulta problemática. No cabe, pues, esperar de los socialistas otra cosa que no sea una política pragmática y posibilista, naturalmente distinta, pero no excesivamente diferenciada, de las ofrecidas por opciones más moderadas. Y ello porque, aceptada la realidad del orden económico internacional y de la propia estructura española, y dada la crisis actual, el margen de maniobra es escaso. Sólo caben matices. ¿En qué consistirían los de los socialistas? En nuestra modesta opinión personal, simplemente en el énfasis que pondrían en defender los intereses de los trabajadores y demás capas sociales marginadas hasta ahora de los beneficios del desarrollo. Por poco margen que haya, siempre es posible operar en el límite más propicio a la creación de empleo, a la mejora de los servicios sociales y a la mayor distribución personal y territorial de la renta.Algunos verán una claudicación en esta posición. No lo entendemos así si se cumplen algunas condiciones. En primer lugar, la de no caer en el error de identificar lo coyuntural con lo histórico. El socialismo español, con la colaboración .de las fuerzas que estén por el progreso y la democracia, tiene en este momento la misión de conducir la modernización de la sociedad y la democratización del Estado, tratando de superar la crisis económica en la forma más favorable posible para las clases dominadas, pero sin que ello signifique desistir de progresar hacia la democracia avanzada y, a más largo plazo, hacia el socialismo.
Esta actitud es, además, la más congruente con la tradición gradualista y democrática del socialismo español, que siempre supo compatibilizar su horizonte utópico con una política realista, alejada tanto de radicalismos inviables como de moderantismos sin sentido, y respetuosa de los compromisos electorales.
La segunda condición es que, sin aventurerismos, con prudencia y seriedad, se vayan adoptando medidas que, con poco coste económico y político, sirvan de base a la democracia avanzada que propugna nuestra Constitución. Concretamente, las que se refieren a la planificación, al sector público y a la participación de los trabajadores (artículos 38 y 131, 128 y 129, respectivamente).
Por una planificación democrática
Tal vez la mención de esas medidas suscite la preocupación de algunos medios económicos y los reparos de los teóricos de la economía liberal. No está, pues, de más, y aunque de momento se trate de un ejercicio intelectual, dedicar algún espacio a estos temas que muy probablemente sean pronto objeto de intensa polémica ideológica, tratando de desdramatizarlos.
A pesar de lo que sostienen los economistas liberales, objetivamente coincidentes con las grandes multinadonales, que, por cierto, planifican cuidadosamente su futuro empresarial y, de paso, el de todos nosotros, la planificación de grandes sistemas sociales es una necesidad ineludible. El dilema no se plantea entre planificar o no, sino en quién, cómo y para qué se hace.
Los organismos legitimados democráticamente o los grupos del poder industrial y financiero, de una forma abierta y participativa o al margen de la opinión pública, al servicio de la mayoría o en beneficio de las clases dominantes.
Por supuesto que la única respuesta que cabe a las anteriores alternativas es la de que la planificación debe ser hecha con la participación de todos, de forma abierta, explícita y democrática y tratando de optimizar el bienestar colectivo.
Además, la mundialización de la economía, el uso masivo de recursos naturales no renovables y el deterioro del medio ambiente que lleva consigo, por una parte, y la puesta a punto de tecnologías que afectan a nivel planetario, tanto al equilibrio ecológico como al social (energía nuclear, telemática, robótica, etcétera) hacen que, moral y técnicamente, sea impensable que las decisiones se tomen exclusivamente por grupos muy minoritarios de los países más desarrollados.
Y no sólo por el inconveniente evidente de que lo hagan en función de sus intereses exclusivos, sino también por la muy probable aparición de resultados indeseables e imprevisibles por falta de visión global y descoordinación.
Soporte científico
En sociedades altamente tecnificadas, la planificación debe tener un fuerte soporte científico: estadísticas abundantes y fiables, modelos matemáticos realistas y sofisticados, medios informáticos potentes, todo ello puesto a punto por el personal profesionalmente idóneo.
Ahora bien, eso no son sino medios; los fines deben ser políticos: una estructura y funcionamiento sociales más justos y libros, una tecnología emancipadora y una simbiosis hombre-naturaleza más equilibrada. Y tanto éstos como las estrategias para alcanzarlos deben ser decídidos democráticamente. Por otra parte, fines, políticos, implementación técnica y ejecución y control deben tener los ámbitos sectoriales y territoriales adecuados, huyendo de centralismos de cualquier tipo.
La vieja cantinela que adjudica a la planificación los inconvenientes de la centralización-concentración y a su ausencia los beneficios de la descentralización y la autonomía está desfasada.
Se trata simplemente de una cuestión de ámbitos de actuación y de sistemas de coordinación. Por ejemplo, la lucha contra la contaminación de los mares, el control de las deforestaciones masivas o la creación del nuevo orden económico internacional deben ser planificados a nivel mundial (y sería conveniente que hubiera una autoridad legitimada y con poder para hacerlo); sin embargo, temas tales como el desarrollo industrial u ordenación de transportes, comunicaciones o sanidad pueden ser planificados adecuadamente en un marco nacional, y aún muchos más -consevación de espacios naturales, enseñanza y urbanismo, entre otros- en marcos regionales o locales. Se trata, pues, de articular un sistema de planificación debidamente descentralizado y, consiguientemente, coordinado. Democratización y descentralización, participación y coordinación son las notas que deben componer el sistema.
El caso español
En España conviene al respecto desarrollar oportunamente nuestra Constitución. A nivel estatal, con rango ministerial, o quizá, de una secretaría de Estado adjunta a la presidencia, debiera existir un organismo con los medios técnicos y humanos adecuados para realizar las tareás materiales de planificación.
Otra posibilidad sería dotar de orientación pecadora al actual Ministerio de Economía. Por supuesto que el organismo planificador no sólo debieta ser técnico, sino ser un elemento clave en la política del Gobierno, actuando como elemento dinamizador en el proceso planificador. Por ello, sería importante dispusiera de capacidad política frente al Ministerio de Hacienda.
El presupuesto debe hacerse coherente con el plan, y no al revés, aunque, naturalmente, éste debe elaborarse con los criterios de duro realismo y con los mismos datos que se hace aquél.
El tema de la participación debe implementarse con fórmulas más auténticas que las que supusieron las conusiones de los plano; de los años sesenta y setenta.
La organización del consejo, de planificación o económico y social que establece el articulo 131 de la Constitución, la creación de órganos planificadores en las distintas comunidades autónomas y la incorporación de los sindicatos, asociaciones empresariales, colegios profesionales, asociaciones de consumidores, etcétera, serían los elementos apropiados para propiciarla. Queda, claro está, matizar el alcance que debiera tener la planificación española.
En una economía relativamente compleja y avanzada, aunque con islas de subdesarrollo y deficiencias estructurales (organizativas y tecnológicas), en la que, por otra parte, la práctica totalidad de la agricultura y el comercio y la inmensa mayoría de la industria y él sistema financiero pertenecen al sector privado, la planificación no puede ir mucho más allá del establecimiento de unos, objetivos y estrategias generales de la determinación concreta de las inversiones públicas y de la orientación de las privadas, mediante las acciones de política económica estimulantes o disuasorias pertinentes.
Los objetivos debieran incluir la armonización interterritorial del desarrollo, la distribución de la renta, la mejora de los niveles culturales y tecnológicos, la protección del medio ambiente y los recursos naturales, junto a otros más tradicionales, pero insoslayables, como el pleno empleo, la modernización de la agricultura o la política anticíclica.
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