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El átomo y el sueño

Se ha cumplido en estos días el aniversario de¡ alunizaje, primer viaje humano fuera del planeta Tierra, suceso tan importante, en teoría, como el descubrimiento de América, la revolución agrícola o la invención de la rueda, pero que, como se está viendo, nos ha dejado igual que antes.El comentario típico, y no por repetido menos cierto, es que el hombre ha llegado a la Luna antes de resolver los problemas en su casa, que es la aeronave espacial Tierra, viajando a 30.000 kilómetros por hora en torno al Sol, que la arrastra en su espiral galáctica hacia la expansión inconcebible del Universo. ¿Por qué una proeza tecnológica tan importante no se refleja en el estado de los negocios humanos y la perfección de la ciencia no se alcanza en la sociedad?

Por una razón muy sencilla: el contenido filosófico y moral de los descubrimientos científicos que nos han llevado a la Luna aún no ha penetrado en la mentalidad de la gente, ni siquiera en la de muchos científicos, políticos y profesores. Se funciona aún con la mentalidad científica del siglo XIX, mecánica y materialista, cuando la física cuántica subatómica y la física relativista astronómica señalan claramente la caducidad de los esquemas mentales establecidos hace tres siglos por Newton y Descartes.

La teoría cuántica, iniciada en 1900 por Max Plank, demuestra que la energía no se trasmite de modo continuo, sino a saltos, en paquetes llamados quanta; en desarrollos sucesivos, el príncipe Louis de Broglie establece que un corpúsculo subatómico como el electrón es, a la vez, partícula y onda, cosa imposible para la lógica aristotélica con que aún nos movemos. Poco después, también en los años veinte, Heisenberg establecía su principio de incertidumbre que señala la imposibilidad de determinar la trayectoria de una partícula subatómica. Con ello, el principio de causalidad, en que se asienta la mecánica newtoniana y nuestra manera de pensar actual, se tambalea y es preciso dar entrada a leyes de probabilidad. Pero hay más.

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El concepto de ondas de materia o partículas que son ondas, formalizado por Schröduiger siguiendo a De Broglie, ha completado el proceso de desmaterialización de la materia. Al refinarse los aparatos para penetrar más allá de donde alcanza la vista, hacia los pequeñísimos fenómenos subatómicos, se ha descubierto que la materia no está hecha de bolitas sólidas, duras y tangibles, sino que esto es una mera ilusión debida al limitado poder de discernimiento de los conos y bastones en la pupila o de las células y neuronas táctiles. La realidad es mucho más fina, compleja y fugitiva que la filtrada imagen que nos dan de ella los sentidos. La sustancia de que están hechos protones, electrones y demás partículas es algo más bien parecido a la tela con que se tejen los sueños.

Se cumple pues, cómo no, la genial premonición del poeta, en aquellas mágicas líneas de Shakespeare, al final de La Tempestad, cuando Próspero disuelve con su varita mágica el encanto del escenario y advierte a los hechizados espectadores: "Nuestras peripecias terminan aquí: éstos, nuestros actores (como ya os advertí) eran espíritus y se funden en el aire, en el sutil aire, y como la fábrica de esta visión se disolverán, no dejando tras de sí ni las trazas: estamos hechos de la materia de los sueños y nuestra minúscula vida cercada por un sueño". Y Píndaro: "La sombra de un sueño es el hombre".

Curiosamente, si nos fijamos en la estructura formal del inconsciente, tal como Freud la ha tipificado por su análisis de sueños, alucinaciones y fenómenos parecidos, no podemos evitar sorprendernos ante la increíble semejanza entre ciertos aspectos de la psicología del subconsciente y la estructura del mundo subatómico. La disolución del principio de causalidad es común a los sueños y al átomo. En sueños volamos fuera de espacio, tiempo, causa y efecto y lo absurdo parece plausible. Exactamente lo mismo sucede con las partículas en el mundo subatómico: hay electrones con tiempo negativo, es decir, que vienen del futuro, según dedujo Feynman, y hay partículas mellizas, según comprobó J. S. Bell, que quedan afectadas instantáneamente y a distancia por lo que le sucede a la otra. Los experimentos de Thomson hicieron pasar, aparentemente, un electrón por dos agujeros al mismo tiempo (sobre lo cual comentó sir Cyril Burt: "Es más de lo que puede hacer un espíritu"). En esta segunda mitad del siglo la evolución de la física toma un giro todavía más surrealista: John A. Wheeler, de Princeton, propone la existencia de agujeros negros, hipotéticos pozos en el espacio intergaláctico donde la masa de una estrella apagada, que ha sufrido colapso gravitacional, se precipita a la velocidad de la luz, desapareciendo de nuestro universo. En estos apocalípticos sumideros del espacio, las ecuaciones de la teoría de la relatividad generalizada deducen que la curvatura del espacio se hace infinita, el tiempo se para y las leyes de la física se invalidan. La malla de incompatibilidades a la razón aristotélica que se da en los sueños resulta ser la más pura normalidad en los procesos subatómicos y galácticos.

Lo que la física moderna ha revelado, pero la sociedad aún no ha mentalizado, es que en el nivel submicroscópico los criterios de realidad son fundamentalmente diferentes de los que aplicamos en nuestro nivel- dentro del átomo nuestros conceptos de espacio, tiempo, materia y causa no son válidos y la física se convierte en metafísica con un inesperado sabor a misticismo. La dicotomía cuerpo-espíritu es exactamente tan real y verosímil, o irreal y absurda, como la dicotomía, observada en el laboratorio, materia-onda. La física subatómica se mueve hacia el mismo sistema de categorías no espaciales, no temporales y no causales que el psicoanálisis descubre en el estudio del subconsciente. El modelo del universo que se tenía en el siglo XIX está anticuado y, dado que la mismísima materia ha sido desmaterializada, el materialismo ya no puede considerarse come, una filosofía científica.

Cuando, en julio de 1969, la televisión ofreció al mundo la noticia del desembarco en la Luna, me encontraba en Roma, y asistí desde allí a la retransmisión. Considerando los títulos de grandeza que el imperio romano había petrificado en monumentos, presencié aquella transmisión contenida en frágil video tape como el arco de triunfo del imperio americano y pensé que este paralelismo quizá contenía la clave de la intrascendencia social de la conquista de la Luna: los imperios no son organismos creativos, sino estructuras fosilizadas de dominio, que viven de organizar lo que otros pueblos libres han inventado. En tanto no se desmembra el imperio, sus rigideces militares, económicas y tecnológicas impiden que las ideas inherentes a sus logros técnicos transformen la sociedad. Quizá es lo que está pasando en nuestro tiempo: las rigideces del sistema establecido no permiten que la sociedad se amolde al orgánico, interconectado, metafísico paradigma que la ciencia moderna propone.

Las tremendas implicaciones de la física atómica y del psicoanálisis aún no han penetrado en la mentalidad y en la vida cotidiana: cuando lo hagan y se materialicen en moral y filosofía, el mundo puede verdaderamente cambiarse, porque un mundo nuevo es una mente nueva. A las tres revoluciones tecnológicas del mundo: agrícola, en el 8000 a.C.; urbana, en 4000 a.C., e industrial en 1800, siguen con retraso multisecular tres revoluciones ideológicas: copernicana, en 1500 -el mundo no es el centro del universo-,; darwiniana, en 1850 -el hombre no es el centro del mundo-; freudiana, en 1900 -la razón no es el centro del hombre.

Cuando la sociedad comprenda que el átomo es como el sueño y que el mundo se mueve fuera de las leyes del racionalismo cartesiano, que el universo se parece más a un gran pensamiento que a una gran máquina de relojería, como han intuido los poetas y están descubriendo ahora los científicos, entonces, realmente entonces, estaremos todos en la Luna.

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