Sobre la cartografía elemental
En mi juventud se estudiaba el bachillerato con dos clases de mapas. Como todo bachiller, yo tuve que dibujar muchos mapas, y ahora, a la vuelta de los años, considero la nada desdeñable influencia que ejerció aquella práctica tan recomendable como poco exigente. Los dos mapas eran muy diferentes y no sé muy bien por qué gozaban de muy distinta estimación; el primero apenas exigía otros colores -algo de la mayor importancia en los mapas- que unos pocos marrones y verdes y una que otra tortuosa línea azul, amén del propio blanco de la hoja; en cambio, la gama del segundo era mucho más variada y rica, desde el siena hasta el azul de Prusia. Y los nombres; el primero era casi mudo, mientras que el segundo se podía salpicar de toda clase de nombres, lo que permitía aspirar a ciertas calificaciones a pesar de la pobreza del dibujo. Por si fuera poco, los caracteres de este segundo mapa estaban inconfundiblemente trazados de antemano; las posiciones y límites, claramente precisados, y todos sus elementos se representaban con puntos, líneas y superficies uniformemente coloreadas, de tal suerte que, obedeciendo con cierta fidelidad al modelo, no cabía introducir un error de bulto; por el contrario, en el primero, ni se sabía dónde empezaba y terminaba el accidente, ni con qué trazo se debía representar, pues ¿cómo con nuestra rudimentaria cartografía se podía definir el Macizo Central, el Cuadrilátero de Bohemia o la corriente del Golfo? Ese mapa era una continúa fuente de desasosiego, y no sólo porque a causa de un malhadado trazo de unión se dibujara un único río con dos desembocaduras, una en el mar del Norte y otra en el mar Negro, no sólo porque el intento de disimular un borrón (pues la pulcritud podía ser más estimada y mejor calificada que la exactitud) obligase al Mediterráneo a invadir buena parte de Turquía, sino, sobre todo, porque una trémula mano trataba de dibujarlo a las órdenes de un conocimiento sumido en la penumbra de la duda y la inseguridad, cuando no en la noche de la ignorancia. ¿Y por qué el calco se empeñaba en ocultar los secretos del primero, mientras se acomodaba tan bien a los contrastes del segundo? Misterios de las más elementales cláusulas de la educación.Aquel segundo mapa, además de trazarse con conocimientos, espíritu sereno, afición y dominio del arte, daba gusto al lápiz. Sobre todo a la caja de lápices de colores -regalo obligado de cumpleaños-, en la que el niño pone buena parte de su orgullo y con la que podrá alardear de la superioridad de su casta, de la nobleza de su cuna, de la fortuna paterna, del cuidado familiar, de todos los privilegios que le diferenciarán de sus compañeros. No creo que sea fácil encontrar un ejemplo más palmario de la desigualdad de oportunidades que la desleal competencia entre la humilde caja de cartón marca Hispania, de siete lapiceros de ocho centímetros (tres de los cuales asomaban por una ventanita central), y la soberbia caja metálica marca Caran d'Ache, ornamentada con la silueta multicolor del Monte Cervino, que albergaba todo el arco iris empaquetado en buen cedro de un palmo de longitud.
España era de color ladrillo; verde claro, Portugal; malva, Francia; Inglaterra, rosa; azulada, Alemania, y Rusia, amarillo, un sufrido amarillo mucho más corto que los demás y que se quedaba en nada si había que incluir a Siberia en el mapa. Luego venían las capitales y ciudades importantes, algunas carreteras y líneas ferroviarias, ciertas provincias y regiones naturales; Escocia, Bretaña y Sicilia no fallaban nunca y, eso sí, también cundían los estrechos: Gibraltar, Bonifacio, Skagerrak, el Ker, menudos nombres. También despertaban mucha devoción los archipiélagos. La policromía estaba dictada por la economía de la caja Hispania y la perentoria necesidad de no atribuir a dos países limítrofes el mismo color, no fueran a confundirse en uno solo, tendencia concordante con las ambiciones expansionistas de algunas potencias europeas y a tenor de las cuales hubo alguno, arrebatado allá por el año 1942 por el entusiasmo pangermánico, que trató de colorear el mapa con lápiz azul y rojo de dos puntas.
Por supuesto, los súbitos cambios que sufría aquel segundo mapa constituían un estimulante contraste con la tenaz inmovilidad del primero, que, como toda cosa por la que no pasan los años, parecía refugiarse en el silencio para no poner en evidencia su falta de expresividad; pues aparte del Rin, el Danubio, los Urales, como mucho los Cárpatos y la Transilvania, ¿con qué se podía rellenar la hoja para obtener el ansiado cinco?
Ciertamente, los dos mapas en nada se parecían, ni tenían casi elementos comunes, a excepción de la línea del litoral marcada en negro y rodeada de una evanescente orla de paralelas azules con las que se mimetizaba el oleaje. Pero tierra adentro, en el interior del perfil común obrado por el padre océano, las dos criaturas no podían ser más diferentes, más dispares; bastaba que uno tuviera una cosa para que el otro careciese de ella; se suponía que eran complementarios, pero ni siquiera eran superimponibles, pues, ¿cómo poner montes Pirineos sin tachar la frontera que divide los dos países o sin situar el nombre -con evidente parcialidad- en uno de ellos? La prudencia dictaría la solución salomónica para los casos límite: se escribe montes en Francia y Pirineos en España.
Aquella el emental cartografía partía del sacrosanto principio educativo de todos conocido: que para enseñar los rudimentos del inmenso saber humano es menester, antes que nada, dividirlo en disciplinas; que desde que brota del suelo el árbol de la ciencia se escinde cuando menos en dos ramas; que al niño se le enseñarán las letras separada y simúltáneamente con los núme ros y que a partir de ahí todo se rán divisiones y encrucijadas en su ascensión hacia las ramas más elevadas y delicadas del saber. Así de simple era también la división en dos de aquella cartografía; el mapa físico mostraba lo que la naturaleza, antes de la llegada del hombre, le había otorgado; no figuraban en él ni Barcelona ni el canal de Kiel, y desde el cabo de San Vicente hasta los Urales septentrionales una Europa verde pálido surcada de venas azules y ocres arrugas parecía, con su mudez, añorar y clamar por una utópica y ucrónica armonía que para muchos había de recobrarse -teñida en pardo- con el avance alemán. En la página siguiente, el mapa político mostraba lo que el hombre había hecho con el legado de la naturaleza: Barcelona, el canal de Kiel y todo el mosaico de colores que permitía la caja Hispania. Hasta los nombres parecían pertenecer a dos edad es diferentes: el mapa físico concerniente a nuestra tierra se titulaba la Península Ibérica, en tanto que el político se denominaba España y Portugal; uno era las Islas Británicas, otro Inglaterra e Irlanda; uno era los Balkanes, otro Yugoslavia, Bulgaria, Grecia y Albania. Proteicos nombres los primeros, históricos los segundos.
Naturalmente, el atlas y el alumno debían seguir el orden cronológico: primero, el panorama físico, y en segundo lugar, el político. Pero el niño -no sujeto a otra disciplina que la de su curiosidad- invertirá ese orden porque el origen de la cronología infantil está en el presente y son los objetos del presente los de su más inmediato interés; porque los datos suministrados por el mapa político son contingentes y reales, tan reales como para encontrar en él la situación del pueblo de veraneo, pongo por caso, en tanto los que proporciona el mapa físico son meras palabras -por paradójico que parezca- cuya correspondencia con el accidente tardará en verificar, si es que un día lo verifica llevado de una curiosidad geográfica que por lo general sólo despierta tras la insatisfacción provocada por lo cercano y lo cotidiano. Esa es la realidad: que el mapa político representa lo primero y cercano, y el físico, lo lejano y poco menos que inalcanzable. Pero además, como este último silencia todos los datos del interés primario, se le observará con esa suspicacia que despierta toda ley de prohibición y se le considerará con esa mezcla colegial de recelo y desdén con que es recibida la doctrina oficial, y de esa forma, tanto como el mapa físico. se transforma paulatinamente en el instrumento de represión del maestro, el mapa político se convierte en el refugio del alumno rebelde. Hasta que pasan los años y ese alumno díscolo empieza a perder el interés por las cosas que están en el orden del día o a la vuelta de la esquina; y un buen día, harto de los asuntos cotidianos, vuelve su mirada hacia ese inmutable y pobremente coloreado mapa físico para soñar con perfidia en un instante en todo anterior a las voces que vienen de fuera y hablan de un presente en perpetua transformación hacia un porvenir más acogedor, y en busca de un rincón no mancillado por el tosco espectro cromático de la caja Hispania.
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