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Tribuna
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Depresión cultural

¿Deprimidos? Sí, por descontado. La cultura, que había vivido en el espacio social que quedaba entre el ámbito oficial y el residencial -en un ámbito público, pero aún no politizado; personal, pero aún no domesticado- parece quedar ahora emparedada o absorbida por el Estado y la privacidad. La función cultural de criticar lo existente e imaginar lo posible va siendo asumida entonces por los funcionarios de la disidencia, los gurus de la imaginación o los ingenieros de Aiwa. Y a esta crisis de nuestro espacio natural se suma la de nuestros métodos y convicciones habituales. Rebasada por arriba -vía ecológica- y por debajo -vía biológica- la escala de los problemas que sabíamos enfrentar, hemos renunciado a hacer diagnósticos y hemos corrido a la busca de anestésicos -o por lo menos de analgésicos-. Los nuevos ejercicios o prácticas a que ahora nos dedicamos (de los patines al wind surf; del yoga a la meditación trascendental) muestran bien a las claras nuestra renuncia a una intervención a la vez teórica y política al estilo de los últimos marxismos y vanguardismos.Y es, precisamente en este momento de desconcierto y desbandada, cuando llegan los políticos con una ansiosa demanda de cultura. Ellos arrasaron sus instrumentos, pero ahora, precisamente ahora, quisieran seguir oyendo su música. Con la secreta esperanza, claro está, de que el rollo cultural les sirva ahora de coartada, igual como les sirvió el desarrollo económico a lo largo de los sesenta.

A mí, lo he dicho alguna vez, esta situación n.o me disgusta en absoluto, más bien me atrae y me estimula. No, claro está, aquel deseo de politizar la cultura, que provoca en mí el interés inverso -y en cierto modo perverso- de culturizar la política introduciendo la duda o el matiz en su arsenal de verdades perentorias y binarias. Pero sí me complace el hecho mismo de que no haya ya modo de seguir pensando o discurriendo por los canales bien lubricados del estructuralismo o la contracultura; por aquellos espacios teóricos expeditos para toda clase de contestaciones, subversiones y alternativas culturales; por la serie de discursos y metodologías que nos permitieron construir una sólida y negra ignorancia ilustrada. Hemos perdido el mapa de la utopía y no podemos ya seguir habitando confortablemente lo imaginario.

No pretendo, claro está, que esta situación le guste a todo el mundo. Puede valorarse de uno u otro modo, lo que no puede es ignorarse.A unos puede parecerles apocalíptica y a otros saludable, pero lo que ninguno puede negar es que nos hallamos en una situación cultural átona y deprimida.

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Deprimida en Nueva York, donde la New York Review of Books o el Village siguen criticando, pero no tienen nada que ofrecer frente a la Reaganomics o el nuevo fundamentalismo, social. Deprimida en París, que parece haber agotado su capacidad de generar nuevos discursos exportables y donde sus intelectuales, ya sin espacio propio, se están integrando en la Administración o reintegrando en la educación nacional.

Deprimida en Barcelona, donde la interesante experiencia social y cultural realizada en el tardofranquismo ha dejado lugar a un trabajo más oscuro de recuperación de sus clásicos, de meditación sobre la propio identidad y de reflexión sobre sus posibilidades de incidencia exterior. Depresión, pues, en todas partes, y esperanza también de salir de ella re:forzados, de que el silencio y la noche oscura hayan servido para echar nuevas raices.

Depresión en todas partes, decía, menos en ciertos círculos de Madrid, donde algunas exposiciones y recuperaciones organizadas por el ministerio de turno han bastado no sólo para devolverles la euforia, sino incluso para juzgar y valorar la crisis de los demás... Una situación muy parecida -¿hay que recordarlo?- a la que se produjo con la crisis económica de 1973. Entonces, y mientras en el mundo entero se reconocieron los síntomas de la crisis apresurándose a tomar las medidas para el caso, en España se siguió viviendo aúniun par de años de euforia desarrollista -una euforia que estamos aún pagando-. Y ahora, cuando a la crisis económica se añade la cultural, es también en Madrid donde se descubre la crisis... de los otros.

¿Deprimida culturalmente Barcelona? Sí, claro; como París, Milán o Nueva York. Sólo ese Madrid -¿y qué le costará esta vez?- no se ha enterado todavía.

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