Esa ola fanática
Cuando la azafata nos preguntó si queríamos comer veg or non veg, mi compañero de asiento se inclinó hacia la hipótesis vegetariana. Y me extrañó, porque, después de todo, la compañía aérea tenía el detalle de ofrecer gratis unos cuantos fragmentos de pollo al curry, cosa que no es de despreciar en un país como la India, donde no se nada en la abundancia. Además, mi compañero de asiento tenía pinta de pertenecer a esa, no por nebulosa menos inexistente, clase media india, iba bien trajeado a la occidental, si acaso con una corbata anaranjada ligeramente imposible. Así que le pregunté, y pronto salí de dudas: "Es que hoy es martes. El día de Hanuman".Uno sabía algunas levedades en torno al simpático Hanuman, que es el dios con cara de mono, volador supersónico de la India a Ceilán, capaz de mover un pico del Himalaya y otro sinfín de proezas narradas en el Ramayana. En fin, más sugestivo y cercano resulta para nosotros desde que Octavio Paz lo estudió como mono gramático, y en el camino de Galta, senda de prosa que no lleva más que a la propia prosa, Hanuman es el protagonista del verbo. Aparte, Hanuman es un dios muy popular en la India, y en incontables templetes y encrucijadas se venera su efigie simiesca. Lo que yo no podía suponer es que la gente practicara la abstinencia en su nombre, y los martes. Y hasta en los reactores.
Mi compañero de viaje, empleado de una empresa de curtidos de Nueva Delhi, es atento y dulzón, como muchos compatriotas suyos. Sólo despista en su deseo de agradar el que, para asentir, meneen la cabeza. Tal como nosotros decimos gestualmente que no, los indios dicen que sí.
No encuentra mi hombre contradicción alguna entre comerciar en pieles vacunas y ser hinduista practicante, pues, si bien se mira, el hinduismo no prohíbe calzarse con zapatos de piel de vaca, sino sólo comer filetes. Pero lo que más me intriga es su devoción por Hanuman, que le lleva a abstenerse del pollo del avión. ¿No es un indio moderno? Las aclaraciones que me da, como suele ocurrir en la India, complican el discurso, jamás lo simplifican. Tras tres años de matrimonio, él y su mujer no tenían hijos. Hasta que ambos peregrinaron a un templo famoso de Hanuman, pasaron allí "un buen tiempo", y su mujer quedó fulminantemente embarazada.
No le di mucha importancia, hasta que mi amable guía en Uttar Pradesh, un periodista racionalista y combativo, resulta que también cree: en el dios con cara de mono. No lo entiendo. El seflor Mishra, editor del diario Janvarta, de Benarés, sufrió suspensión y persecución durante la Emergencia, escribe aún sueltos muy críticos contra Indira Gandhi, y un dia, los extremistas anandamar,a,is entraron en su casa y la saquearon. Es un hombre crítico y valiente. Pues bien, ahora que vamos bien traqueteados en un viejo Ambasador, por carreteras polvorientas, envueltos en ese estado perenne de sauna que se vive en la India por mayo, cuando el achicharramiento totalque precede al monzón; ahora, cuando el mero hablar sofoca, Mishra comete una confidencia. Su hijo padecía una enfermedad en la piel, falta de pigmentación, una de las lacras más penosas socialmente en la India. Visitó una veintena de médicos sin resultado. Hasta que el periodista decidió llevar a su hijo al templo de Hanumanji (ji, es el sufijo de respeto en la India, se dice Gandhiji, y hasta a los dioses se les pone esa cola, Shivaji). Total, que el hijo de Mishra se curó.
Estos encuentros y chácharas místicas en la India desalteran mucho al viajero, pero es que también lo sitúan en la justa longitud de onda. Es absolutamente absurdo tratar de entender la India sin sumergirse en ese fabuloso y a la vez apestoso piélago de mitos, en ese tumulto de creencias.
En un solo mes -la estancia de uno, pero podría suceder igual durante la de cualquiera-, las noticias con tinte religioso han acaparado las primeras páginas. Se mataban en las Malvinas y en el golfo Pérsico, pero en la India acongojaba la particular guerra de la oreja de vaca.
Todo erripezó en Amritsar el charco de néctar-, la bella e industriosa ciudad punjabi, donde los sikhs, esa secta híbrida de hinduismo y mahometismo, tienen su máximo santuario, el Golden Temple. Pero también los hindúes cuentan allí con dioses y templos importantes, el Durgiana, por ejemplo. Dicen que un cicli.sta arrojó en las gradas de un templo hindú una cabeza de vaca con las orejas rebanadas. Dicen que alguien arrojó colillas frente al Golden Temple, otro sacrilegio enorme, porque para los sikhs fumar es tabú. A continuación, choques entre ambas comunidades, comercios rapiñados, palos y hasta muertos. Y el virus se extiende como la pólvora a Patiala, a Chandigarh, a la propia Nueva Delhi...
Hace poco, en Calcuta, los anandamargis, una secta secretísima de adoradores de Kali, avatar o encarnación destructora de Shiva, fueron acusados de secuestrar niños para hacer sacrificios humanos. El populacho rodeó a diecisiete de estos ambiguos monjes de túnicas azafrán, uno de cuyos ritos seguros es un baile con un puñal y una calavera. Pues bien, los lincharon y les sacaron los ojos.
Es la India que vive la religión, no como un escape fumógeno, y hasta fumota, a lo freak de Goa, sino como conflicto y pan de cada día. Es el fanatismo como normalidad.
El mundo, con las guerras ahora abiertas, cada vez se irracionaliza más, pero hay países donde el factor fanático ya no es noticia. La India, una civilizáción herida, como escribe V. S. Naipaul. Lo es, sólo que en la India hasta las laceraciones más terribles hacen callo.
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