El martirio de Beirut
EL MUNDO está asistiendo, con una asombrosa falta de sensibilidad y de emoción, a una gran tragedia: el cerco asfixiante de Beirut y el bombardeo incesante de una po blación civil que resiste con la desesperación de quien cree que en esa resistencia está su última defensa del exterminio. El antiguo complejo de culpabilidad que siente el occidental con respecto al judío por siglos de persecución, por la resonancia horrible de palabras como pogromo, gueto o cámara de gas; el deseo de que el Estado de Israel permanezca y tenga garantizado su derecho a la vida y el reconocimiento de todas las naciones -entre las cuales falta España todavía-, no son suficientes para justificar la agresión y la matanza. No se concibe cómo el pueblo para el que se inventó la palabra genocidio pueda estarlo cumpliendo con el pueblo palestino y con los musulmanes de Líbano. Menos aún, con la anuencia de Reagan, tan rápido en reaccionar en favor de Polonia, del Afganistán o de la respuesta británica en las Malvinas. Beguin ha visitado a Reagan mientras sus tropas completaban el cerco y sus armas continuaban la destrucción de la ciudad. Comentan los próximos a la Casa Blanca que durante una hora Beguin escuchó las más terribles y duras palabras de su vida. Pero nadie más las ha oído, y en cambio sí se escucha la voz de Estados Unidos vetando en el Consejo de Seguridad todas las propuestas de congelación de las hostilidades. Las sucesivas treguas abiertas por los israelíes han sido inmediatamente violadas.El trazado de ideas que parece tener Reagan -o, por lo menos, las que expresa su secretario de Estado, Haig- coincide con las de Beguin en el sentido de que esta operación ofrece la oportunidad de conseguir una pacificación definitiva de Líbano. Tiene muy mal sonido la palabra pacificación aplicada a un enorme destrozo de vidas y de propiedades, aunque desgraciadamente no es la primera vez que se emplea en la historia reciente. La pacificación consistiría en la entrega del país a las milicias cristianas y las otras organizaciones de la extrema derecha, la evicción de los sirios que actúan en nombre de la Liga Arabe y la.expulsión de los palestinos. La oferta de la OLP se centra, sobre todo, en una solución inmediata para Beirut: una desmilitarización completa de la ciudad (musulmanes y cristianos o derecha e izquierda), retirada de sus efectivos armados y de su población civil a un campamento alejado de la ciudad y ocupación de Beirut por el Ejército regular libanés, a excepción de dos barrios, que quedarían reservados para las poblaciones civiles palestinas. Simultáneamente, las tropas israelíes se retirarían a diez kilómetros de la ciudad. La respuesta de Israel es negativa. Es precisamente su presa sobre Beirut lo que le da fuerza para exigir. La falta de respuesta dura por parte de las naciones árabes le da mayor seguridad. En el fondo, el exterminio y el desarme de los palestinos es algo que complacería mucho a ciertos Gobiernos árabes, aunque mantengan una posición aparentemente distinta.
En todo caso, lo que resulta enteramente inadmisible, desde el punto de vista de una civilización y de unos conceptos morales que cada día se van debilitando más, es el martirio de una ciudad donde a los bombardeos se están uniendo ya las plagas del hambre y las enfermedades. El Gobierno de Beguin y sus aliados en el Parlamento, los fanáticos partidos religiosos, están perpetrando un crimen cuya responsabilidad, una gran parte de la población de Israel y de los judíos de la diáspora, no puede compartir. A ello,se une el temor de que puedan desencadenarse situaciones bélicas mucho más generalizadas, que pudieran poner en peligro la existencia de Israel, en nombre de la cual se ha iniciado esta operación, que ha pasado de ser un paseo militar sobre tierra quemada para convertirse en una barbarie.
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